Todo indica que la economía mundial pospandemia será mucho menos globalizada, con un rechazo de las dirigencias políticas y de las poblaciones a la apertura como no se ha visto desde las guerras de aranceles y devaluaciones competitivas de la década de 1930. Y esto traerá consigo no sólo menos crecimiento, sino también una reducción significativa del producto nacional en todas las economías, excepto tal vez las más grandes y diversificadas.
En su profético libro de 2001 El fin de la globalización, el historiador de la economía Harold James (Princeton) relata el derrumbe de una era anterior de integración económica y financiera global bajo la presión de hechos inesperados acaecidos durante la Gran Depresión de los años treinta, que culminaron en la Segunda Guerra Mundial. Hoy, parece que la pandemia de COVID‑19 está acelerando otro proceso de desglobalización.
La retirada actual comenzó con la victoria de Donald Trump en la elección presidencial estadounidense de 2016, que llevó a una guerra de aranceles entre Estados Unidos y China. Es probable que el efecto negativo a largo plazo de la pandemia sobre el comercio internacional sea todavía mayor, en parte porque los gobiernos son cada vez más conscientes de la necesidad de considerar la capacidad de los sistemas de salud pública como un imperativo de seguridad nacional.
El riesgo actual de una debilitante sobrerreacción desglobalizadora al estilo de los años treinta es enorme, en particular si continúa el deterioro de la relación sinoestadounidense. Y es absurdo pensar que una desglobalización caótica al calor de una crisis no introducirá nuevos problemas mucho peores.
Incluso Estados Unidos, con su muy diversificada economía, una tecnología de avanzada y una sólida base de recursos naturales, puede sufrir una reducción significativa del PIB real como resultado de la desglobalización. Para economías más pequeñas y países en desarrollo que en muchos sectores no llegan a tener una masa crítica y que a menudo carecen de recursos naturales, la ruptura del comercio internacional implica revertir muchas décadas de crecimiento. Y esto sin haber considerado el impacto duradero de las medidas de distanciamiento social y cuarentena.
El difunto economista Alberto Alesina, una figura imponente en el campo de la economía política, sostuvo que para un país bien gobernado en la era de la globalización, la pequeñez puede ser una ventaja. Pero en la actualidad, los países pequeños sin una alianza económica estrecha con un estado de mayor tamaño o una unión de estados se enfrentan a enormes riesgos económicos.
Es verdad que la globalización generó desigualdad económica entre los más o menos mil millones de personas que viven en las economías avanzadas. La competencia comercial asestó un duro golpe a los trabajadores con bajos salarios en algunos sectores, aunque al mismo tiempo abarató los bienes para todos. Y puede decirse que la globalización financiera tuvo un efecto aun mayor, al aumentar las ganancias de las multinacionales y ofrecer a los ricos nuevos instrumentos muy rentables para la inversión en el extranjero, sobre todo desde 1980.
En su exitoso libro de 2014 El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty apunta a la creciente desigualdad de ingresos y riqueza como prueba del fracaso del capitalismo. Pero ¿fracaso para quiénes? Fuera de las economías avanzadas, allí donde vive el 86% de la población mundial, el capitalismo global sacó a miles de millones de personas de la pobreza extrema. De modo que no hay duda de que una sobrerreacción desglobalizadora puede generar muchos más perjudicados que beneficiados.
Es verdad que el modelo actual de globalización necesita ajustes, en particular un gran fortalecimiento de la red de seguridad social en las economías avanzadas y (en la medida de lo posible) también en los mercados emergentes. Pero crear resiliencia no es lo mismo que descartar todo el sistema y empezar de cero.
A Estados Unidos la desglobalización puede perjudicarlo más de lo que algunos de sus políticos (de derecha y de izquierda) parecen comprender. Para empezar, el sistema global de comercio forma parte de un acuerdo por el que Estados Unidos obtiene la hegemonía de un mundo en el que la mayoría de los países, incluida China, tienen motivos para hacer que el orden internacional funcione.
Y dejando a un lado las derivaciones políticas, la desglobalización también plantea riesgos económicos para Estados Unidos. En particular, es probable que muchos de los factores favorables que hoy permiten al gobierno y a las corporaciones estadounidenses endeudarse mucho más que sus homólogos de cualquier otro país estén vinculados con el papel central del dólar dentro del sistema. Y hay una amplia variedad de modelos económicos que muestran que el aumento de aranceles y fricciones comerciales trae consigo una reducción al menos proporcional de la globalización financiera. Esto, además de una enorme caída de las ganancias de las multinacionales y del valor de las bolsas (algo que tal vez sea del agrado de algunos) también puede provocar una significativa reducción de la demanda extranjera de títulos de deuda estadounidenses.
No sería una situación ideal en un momento en que Estados Unidos necesita endeudarse a gran escala para preservar la estabilidad social, económica y política. Así como la globalización ha sido un factor importante de los bajos niveles actuales de inflación y tipos de interés, revertir el proceso puede presionar sobre los precios y las tasas en la otra dirección, sobre todo por el aparente shock de oferta duradero que provocará la COVID‑19.
No hace falta decir que nos aguardan otras batallas que demandan cooperación internacional, sobre todo el cambio climático. Será todavía más difícil motivar a las economías en desarrollo para que pongan límite a sus emisiones de dióxido de carbono si un derrumbe del comercio internacional debilita el mayor incentivo compartido que tienen los países para mantener la paz y la prosperidad global.
Y no hay que olvidar que aunque la COVID‑19 hasta ahora afectó a Europa y a Estados Unidos mucho más que a la mayoría de los países de bajos ingresos, todavía existe un riesgo enorme de que se produzca una tragedia humanitaria en África y otras regiones pobres. ¿Es realmente un buen momento para reducir la capacidad de estos países para protegerse?
Incluso si Estados Unidos hace caso omiso de los efectos de la desglobalización sobre el resto del mundo, debe recordar que la abundante demanda actual de activos denominados en dólares depende en gran medida del enorme sistema comercial y financiero que algunos políticos estadounidenses pretenden achicar. Si se produce un exceso de desglobalización, ningún país estará a salvo.1
Traducción: Esteban Flamini
Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly and author of The Curse of Cash.
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