La desconexión

Escribe Étienne de la Boétie en La servitud voluntària (Quaderns Crema, 2001): “Si para tener libertad sólo hay que desearla, si solamente se requiere el simple querer, ¿se encontrará en el mundo alguna nación que, a pesar de todo, la considere demasiado cara?”. Se trata de un texto de mediados del siglo XVI en el que se sostiene la idea -como dice el traductor y autor de un estudio preliminar, Jordi Bayod- que “la causa última de la opresión política es la voluntad de aquellos que son sus víctimas”. Cabe decir que De la Boétie confiaba con entusiasmo en la cultura y la educación como vía para despertar la conciencia de los individuos: “Los libros y el saber dan a los hombres, más que ninguna otra cosa, el sentido y el entendimiento para reconocerse y para odiar la tiranía”.

 

Cito este texto -que desconocía hasta que me lo ha hecho descubrir el profesor Joan Vergés en su espléndido ensayo La nació necessària (Angle Editorial, 2014)- porque me parece verdaderamente oportuno para profundizar en la comprensión del proceso político que vivimos en Catalunya. Y, particularmente, es idóneo para ilustrar lo que en estos últimos días se ha convenido en llamar “la desconexión”. Efectivamente, el proceso soberanista que se vive en Catalunya es, principalmente, un proceso de desconexión mental con la violencia simbólica que, con éxito y hasta hace muy poco, había estado ejerciendo el Estado español sobre los catalanes. El presidente Montilla fue de los primeros en darse cuenta y lo advirtió a Madrid en noviembre del 2007, haciendo saber que se había entrado en un profundo proceso de desafección hacia España. Naturalmente, no se lo tomaron en serio.

 

En otros artículos he sugerido mi hipótesis sobre cuál ha sido el desencadenante de esta desconexión. Pero, haya sido o no una respuesta a la humillación derivada del abuso ante el dramático fracaso del proceso de reforma estatutaria, lo cierto es que la ruptura irreversible de los vínculos que garantizaban la “servidumbre voluntaria” hacia el Estado ya es una realidad incontestable. Y eso, por mucho que se insista en negarlo. No: la desconexión no es consecuencia de un capricho partidista, y aún menos de la obsesión enfermiza de un presidente. Es resultado de la desconsideración y el abuso por parte del Estado español, que nos acabó considerando más súbditos que ciudadanos.

 

Joan-Lluís Lluís analizaba de manera brillante y premonitoria este proceso de desvinculación en un artículo publicado en el Avui, “Revolució francesa i independència catalana“, el 27 de septiembre del 2010. El escritor citaba a Alexis de Tocqueville, en El antiguo régimen y la Revolución (1856), sobre las causas de la revuelta: “Los nobles tenían privilegios fastidiosos, poseían derechos onerosos; pero aseguraban el orden público, distribuían la justicia, hacían ejecutar la ley, socorrían al débil. A medida que la nobleza deja de hacer estas cosas, el peso de sus privilegios parece más pesado y su propia existencia acaba por no ser entendida”. Y añadía otra idea espléndida de Hannah Arendt de Los orígenes del totalitarismo (1951): “Existe una especie de instinto racional que permite presentir que el poder ocupa una cierta función y posee una utilidad general”. Pero “la riqueza sin el poder y un comportamiento altivo sin influencia política son sentidos como privilegios de parásitos, inútiles e intolerables”. Joan-Lluís Lluís acertaba la diagnosis de nuestro problema de fondo.

 

Hay, por lo tanto, desvinculación o desconexión con el Estado español. Y es importante darse cuenta de que esta vía es la que hace imposible la catástrofe vaticinada del choque de trenes. No es un choque lo que se está consumando, sino una progresiva y definitiva desconexión. No nos acercamos: nos alejamos. Una desvinculación que, a malas, nos podría dejar en una situación de indefinición política institucional, sí, pero que en ningún caso paralizaría ni la economía ni nuestra vida cotidiana, porque no convendría a nadie y perjudicaría particularmente a nuestros vecinos españoles y europeos. La desconexión está muy avanzada, y que ahora lo haya constatado el Financial Times a raíz de los resultados de las elecciones europeas -”a nivel electoral la región ya parece un país diferente”, ha escrito- sólo certifica que finalmente nos observan sin pasar por Madrid.

 

La hipótesis de la desconexión -que sustituye a la metáfora del choque de trenes-, desde mi punto de vista, tiene una base empírica y racional. En primer lugar, porque si el Estado hubiera sabido que con un choque frontal podía parar el proceso, ya habría recurrido a él. En cambio, en términos ferroviarios, hasta ahora no ha pasado de querernos hacer descarrilar. Y en segundo lugar, porque todos sabemos que quien fuera responsable de un choque abierto -por su parte, suspensión de la autonomía, inhabilitación del presidente o recuperación forzada de competencias como el orden público o, por nuestra parte, recurso a la violencia- perdería la partida a los ojos de los mismos catalanes y ante la mirada internacional.

 

También con estos ojos hay que considerar la abstención de CiU a la ley orgánica que hará posible la abdicación y el relevo de Juan Carlos I. Ahora bien, este caso pone encima de la mesa la cuestión de cómo habrá que proseguir en este proceso de desvinculación a lo largo de los próximos meses. Una posible respuesta la dio el propio profesor Joan Vergés hace quince días, cuando en la presentación de su libro sugería la conveniencia de abandonar progresivamente las instituciones españolas. Desde no presentarse a las próximas elecciones generales, hasta presentarse pero no ocupar los escaños o, incluso, ocuparlos pero no servirse de ellos. Se trataría de una práctica de retractación (deseiximent), desde mi punto de vista más eficaz que la desobediencia civil, y que habría que tener planificada. Habrá que ir pensando en ello.

 

La Vanguardia