La cuestionada supremacía estadounidense en América Latina


Estados Unidos fue fundado como un imperio infante» en las palabras de George Washington. La conquista del territorio nacional fue una gran aventura imperial. Desde los primeros días, el control del hemisferio fue una meta vital.

América Latina ha conservado su primacía en la planeación global de Estados Unidos. Si Estados Unidos no puede controlar a América Latina, no puede esperar «lograr un orden exitoso en otros lugares del mundo», declaró el Consejo Nacional de Seguridad del presidente Richard M. Nixon en 1971, cuando Washington estaba considerando el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende en Chile.

Recientemente el problema del hemisferio se ha intensificado. América del Sur se ha movido hacia la integración, un prerrequisito para la independencia; ha ampliado sus vínculos internacionales y ha empezado a enfrentar sus desórdenes internos, entre los cuales destaca el tradicional dominio de la minoría europeizada pudiente sobre un océano de miseria y sufrimiento.

El problema se agudizó hace un año en Bolivia, el país más pobre de Sudamérica, donde, en 2005, la mayoría indígena eligió a un presidente de sus propias filas, Evo Morales.

En agosto de 2008, después de la victoria de Morales en un referendo, la oposición integrada por elites respaldadas por Estados Unidos se tornó violenta, desembocando en la matanza de unos 30 partidarios del gobierno.

En respuesta, la recién formada Unión de Repúblicas Sudamericanas (Unasur) convocó a una reunión cimera. Los participantes -todos los países de América del Sur- declararon su «pleno y firme apoyo al gobierno constitucional del presidente Evo Morales, cuyo mandato fue ratificado por una gran mayoría».

«Por primera vez en la historia de América del Sur, los países de nuestra región han decidido cómo resolver nuestros problemas, sin la presencia de Estados Unidos», observó Morales.

Otra manifestación: el presidente de Ecuador, Rafael Correa, ha prometido poner fin al uso por parte de Estados Unidos de la base militar de Manta, la última instalación de ese tipo de Estados Unidos en América del Sur.

En julio, Estados Unidos y Colombia firmaron un acuerdo secreto para permitir a Estados Unidos la utilización de siete bases militares en Colombia.

El propósito oficial es contrarrestar el narcotráfico y el terrorismo, pero altos oficiales militares y funcionarios civiles de Colombia familiarizados con las negociaciones revelaron a la Associated Press «que la idea es hacer de Colombia un centro para las operaciones del Pentágono».

El acuerdo proporciona a Colombia un acceso privilegiado a abastecimiento militar de Estados Unidos, según informes. Colombia ya es actualmente el mayor recipiente de ayuda militar estadounidense (aparte de Israel-Egipto, una categoría separada).

Colombia ha tenido de lejos el peor historial de derechos humanos en el hemisferio desde las guerras centroamericanas de los años 80. La correlación entre la ayuda de Estados Unidos y las violaciones a los derechos humanos ha sido notada desde hace tiempo por académicos.

La Ap citó también un documento de abril 2009 del Comando de Movilidad Aérea de Estados Unidos, en el que se propone que la base Palanquero en Colombia podría convertirse en «locación de seguridad cooperativa».

Desde Palanquero, «casi la mitad del continente puede ser cubierta por un (trasporte aéreo) C-17 sin recargar combustible», señala el documento. Esto podría formar parte de «una estrategia global en ruta» que «ayude a lograr la estrategia y contribuya a encaminar la movilidad a África».

El 28 de agosto, la Unasur se reunió en Bariloche, Argentina, para analizar la cuestión de las bases militares en Colombia.

Después de un debate intenso, la declaración final subrayó que Sudamérica debe mantenerse como «una tierra de paz» y que fuerzas militares extranjeras no deben amenazar la soberanía e integridad de ninguna nación de la región. E instruyó al Consejo de Defensa Sudamericano que investigue el documento del Comando Aéreo de Movilidad.

El propósito oficial de las bases no escapó a las críticas. Morales dijo haber sido testigo que soldados de Estados Unidos que acompañan a tropas bolivianas dispararon contra miembros del sindicato de cultivadores de coca.

«Así que ahora somos narcoterroristas», continuó. «Cuando no pudieron seguir llamándonos comunistas, nos llamaron subversivos, y después traficantes, y terroristas desde los ataques del 11 de septiembre». Advirtió que «la historia de América Latina se repite».

La responsabilidad final de la violencia en América Latina yace con los consumidores de drogas ilegales en Estados Unidos, dijo Evo Morales. «Si la Unasur enviara tropas a Estados Unidos para controlar el consumo, ¿lo aceptarían? Imposible».

El hecho de que la justificación de Estados Unidos por sus programas antidrogas en el extranjero sea considerada siquiera digna de debate es una ilustración más de la profundidad de la mentalidad imperial.

El pasado febrero, la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y democracia emitió su análisis sobre la «guerra contra las drogas» de Estados Unidos en las décadas pasadas.

La comisión, encabezada por los ex presidentes latinoamericanos Fernando Cardoso (Brasil), Ernesto Zedillo (México) y César Gaviria (Colombia) llegó a la conclusión de que la guerra contra las drogas había sido un fracaso total y exhortó a un cambio radical de política, alejada de medidas de fuerza en lo interno y en el exterior, y hacia medidas mucho menos costosas y más eficaces de prevención y tratamiento.

El informe de la comisión, como estudios previos y los antecedentes históricos, careció de un impacto detectable. Esta falta de respuesta refuerza la conclusión natural de que «la guerra contra las drogas», como la «guerra contra la criminalidad» y la «guerra contra el terrorismo» se libran por razones ajenas a las metas anunciadas, que son reveladas por las consecuencias.

Durante el decenio pasado, Estados Unidos ha incrementado la ayuda militar y el adiestramiento de oficiales latinoamericanos en tácticas de infantería ligera para combatir el «populismo radical», un concepto que, en el contexto latinoamericano, envía escalofríos a la espalda.

El adiestramiento militar está siendo desplazado del Departamento de Estado al Pentágono, eliminando previsiones de derechos humanos y democracia antes bajo supervisión congresional, siempre débiles pero al menos un disuasivo para los peores abusos.

La Cuarta Flota de Estados Unidos, desbandada en 1950, fue reactivada en 2008, poco después de la invasión de Colombia a Ecuador, con responsabilidad para el Caribe, Centro y Sudamérica, y las aguas que la rodean.

Sus «operaciones diversas» incluyen el combate al tráfico ilícito, cooperación de seguridad en el teatro, interacción de militares a militares y adiestramiento bilateral y multinacional, detalla el anuncio oficial.

La militarización de América del Sur se alinea con designios mucho más amplios. En Irak, la información es virtualmente nula acerca de las bases militares de Estados Unidos allí, así que debe suponerse que permanecen para proyección de fuerza. El costo de la inmensa ciudad-en-una-ciudad que es la embajada en Bagdad se elevará a mil 800 millones de dólares al año, de mil 500 millones que se habían estimado.

El gobierno de Obama también está construyendo megaembajadas en Pakistán y Afganistán.

Estados Unidos y el Reino Unido están exigiendo que la base militar de Diego García sea exenta de la zona libre de armas nucleares de Africa, como lo están las bases de Estados Unidos en zonas similares en el Pacífico.

En pocas palabras, las acciones de «un mundo de paz» no caen en el «cambio en el que puedes creer», para pedir prestado el eslogan de campaña de Obama.

Publicado por La Jornada-k argitaratua