En una película de Comencini de los años setenta, Buenas noches, señoras y señores, un periodista de televisión aborda a un político corrupto, con el que sostiene -cito de memoria- el siguiente diálogo: «¿Va usted a dimitir?», «De ninguna manera; sin mi cargo no podría comprar a los jueces», «¿Y los votantes?», «Dimitir sería traicionarlos; me han votado para mentir, prevaricar, malversar fondos y no voy a desilusionarlos».
La sátira de Comencini resume muy bien lo que el juez Scarpinato, discípulo de Falcone y Borsellino y autor de un libro titulado «El retorno del Príncipe», ha llamado la «anomalía italiana»: una sociedad hasta tal punto estructurada en la sombra que, por sus procedimientos políticos y sus consecuencias morales, por sus medios y sus víctimas, sólo puede compararse a las dictaduras latinoamericanas de los años 80. Argentina de Europa, Colombia de la UE, en Italia no hace falta ser comunista para ser perseguido, silenciado o asesinado: basta con ser honesto. Ergo, la honestidad se convierte en un obstáculo para las ambiciones políticas, pero también para la más simple y desnuda supervivencia, de manera que todos -de las instituciones a los medios de comunicación, de los pequeños funcionarios a los pequeños comerciantes- acaban cerrando los ojos a -o colaborando con- la corrupción general.
La «anomalía italiana», tal y como la describe Scarpinato, no es otra cosa que «la ausencia de Estado» que ha caracterizado a Italia desde su fundación y que evidencia, en realidad, el comportamiento del capitalismo en su versión más pura. La corrupción y la mafia, como demuestran en la actualidad Rusia y China, son instrumentos fundamentales de la «acumulación originaria», sin olvidar que han constituido desde siempre la normalidad financiera y empresarial de los países de la periferia. Sólo en Europa y sólo durante unas pocas décadas (y por eso puede hablarse de «anomalía italiana») ha habido Estado al mismo tiempo que capitalismo, y lo ha habido por dos motivos circunstanciales: porque sólo allí el capitalismo se podía permitir el Estado y porque, aún más, sólo allí, en el marco propagandístico de la Guerra Fría , era funcional y necesario. Pero como la acumulación originaria no acaba nunca, incluso en los mejores años de la postguerra y en los países más «estatalizados» la corrupción estuvo siempre presente; y como las crisis (de beneficios) entrañan desregularización de la economía y sobre-explotación del trabajo y activan nuevos procesos de acumulación originaria, retoñan hoy con particular vigor, en todos los rincones del mundo, la corrupción y la mafia. La «anomalia italiana» es en realidad el laboratorio local del capitalismo internacional.
El adagio popular que pretende que «el poder corrompe» induce la despolitización y el fatalismo porque llama la atención sobre «el poder» y no sobre los medios para alcanzarlo, los cuales son -los medios- los verdaderamente corruptores. No es verdad que el poder corrompa; mucho más cierto es que la corrupción, bajo ciertas condiciones, proporciona poder, y que en consecuencia, bajo esas condiciones, de derechas o de izquierdas, Obama o Bush, Zapatero o Rajoy, sólo se puede alcanzar el poder si uno se ha previamente corrompido.
A la espera de inventar un cuarto procedimiento o de aplicar de verdad el tercero, la humanidad sólo conoce tres medios de alcanzar el poder: la conquista, el derecho divino y la democracia. Lo que nos narran las tradiciones populares de los cuentos infantiles, elaboradas en la Edad Media, son los peligros de un poder absoluto adquirido mediante la guerra o el linaje y la esperanza -y la excepcionalidad- de un rey bueno capaz de resistir la tentación. En la teoría democrática, al contrario, uno sólo alcanza el poder porque es el más bueno o el más justo o el más sensato. Pero eso es sólo la teoría. En realidad, bajo el capitalismo (es decir, bajo un proceso de acumulación originaria siempre incompleto) los procedimientos para acceder al poder combinan los males de la conquista y los de la realeza: explotación económica, endogamia de clase o de partido, componendas en la oscuridad. Cuando uno llega arriba, abajo se han quedado, como los posos del café, los escrúpulos, los principios y el compromiso. El rey que heredaba el trono aún podía ser bueno precisamente porque su poder era absoluto; el político capitalista que se lo trabaja no puede serlo porque su poder es sólo relativo.
Digamos que, sin verdadera democracia, es siempre menos corruptor un poder absoluto que un poder relativo. Por eso, el verdadero peligro comienza cuando no es la clase política la que se corrompe sino también -como en la sátira de Comencini- sus votantes. En España, como en Italia, ya está ocurriendo: lo que penan las leyes y castigan los tribunales, lo absuelve en las urnas el poder soberano. En medio de tanta corrupción normalizada, despolitizados y fatalistas, ¿no acabaremos reclamando un poder absoluto para un rey justo o un conquistador bueno? ¿No acabaremos votando en Europa -no estamos votando ya- precisamente eso?