Entre los partidarios de celebrar una consulta con una pregunta de tres respuestas (statu quo, independencia y una supuesta «tercera vía») hay de dos tipos: los de mala fe y los de buena fe. Los de mala fe sólo aspiran a dividir el voto contrario al statu quo, a convertir a los independentistas en minoría y a alargar el proceso indefinidamente hasta que se pudra. Por su parte, los partidarios de buena fe defienden la introducción de una opción intermedia con tres argumentos: que se podría utilizar como moneda de cambio para forzar al gobierno español a aceptar la celebración del referéndum; que permitiría reconstruir la España plural y satisfacer las aspiraciones de Cataluña, y que incrementaría las opciones del votante, lo que reduciría la tensión que crea una pregunta binaria y aumentaría la legitimidad del referéndum.
De los partidarios de mala fe no hay que hablar mucho porque, por definición, no puede haber ninguna razón no estratégica que pueda hacerles cambiar de opinión. En cambio, y contra aquellos que se han apresurado a ridiculizar a los partidarios de la tercera vía que la proponen con sinceridad, me parece que nos corresponde evaluar la razonabilidad de sus argumentos seriamente.
El primer argumento es débil. La posición del gobierno español no variará en función del tipo de pregunta porque es la posibilidad misma de un referéndum (y el reconocimiento de Cataluña como comunidad con capacidad de autodeterminación) lo que Madrid encuentra inaceptable.
El segundo argumento se resume en la siguiente pregunta: ¿hay una tercera vía que pueda satisfacer las aspiraciones de autogobierno de Cataluña? Para contestarla vale la pena remontarse a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, en el que esa institución recuerda que el «pueblo español» es el «único titular de la soberanía nacional» (parte II, párrafo 9) e insiste en que «la Constitución no conoce otra nación que la Nación española […] en la que la Constitución se fundamenta» (parte II, párrafo 12).
Ser soberano significa tener autoridad o capacidad suprema para aprobar Constitución, leyes y todo tipo de normas, para determinar su significado y para ejecutarlas. En este sentido, la sentencia fue completamente coherente: por ejemplo, el TC aclaró (en la parte II, párrafo 138) que las Cortes españolas no quedaban vinculadas por las reglas establecidas en la disposición adicional tercera sobre inversiones públicas, como se ha comprobado estos últimos días.
Considerando que el pueblo español (y, por tanto, los órganos que lo representan) es el único soberano, la delegación de competencias exclusivas por ley no sería suficiente para garantizar la autonomía catalana, porque las Cortes podrían eliminarlas y el TC podría aguarlas. Por las mismas razones, y con una sola excepción que examino más abajo, una reforma de la Constitución que otorgara competencia exclusiva o supuestamente blindara el catalán tampoco sería ninguna garantía de autonomía completa.
No lo sería porque el Estado español no es, respecto a Cataluña, un árbitro imparcial, sino parte y juez en todos los conflictos que se plantean entre las dos administraciones. Por razones culturales y políticas, Cataluña es una minoría en España. Como tal, no puede blindar ninguna de sus atribuciones frente a la mayoría. Es cierto que durante el período de hegemonía socialista (desde 1982 hasta mediados de los noventa y, después, provisionalmente, bajo Zapatero), Cataluña participó en (y nutrió) una mayoría gobernante. Aquella situación era, sin embargo, un espejismo: bajo el PSOE la autonomía catalana siempre fue muy limitada. Y el espejismo explotó precisamente cuando el PSC de Maragall quiso cambiar las cosas.
Federalizar el estado español (si es que el término federalizar significa algo concreto) no resolvería la situación minoritaria de Cataluña: en un supuesto Senado federal, por ejemplo, Cataluña seguiría siendo una minoría, por razón de su identidad e intereses.
Una vez aceptamos que el Estado español es un soberano que no arbitra juego alguno con Cataluña de manera imparcial (un hecho empírico que hemos estado observando y sufriendo sistemáticamente), la única reforma constitucional que podría proteger el autogobierno de Cataluña consistiría en dotar a la Generalitat con la capacidad de vetar la intervención del Estado. Ahora bien, esta capacidad de vetar significaría establecer a Cataluña en una situación de igualdad con España. Implicaría negar al Estado la autoridad suprema propia de un soberano y, en definitiva, hacer de Cataluña un Estado soberano. En otras palabras, la única vía plausible para conseguir los objetivos que nos proponen los partidarios de la tercera vía pasaría por asegurar un sistema de soberanía completa (preferiblemente en una Europa en la que las instituciones comunitarias no muestran tener el mismo sesgo del Estado español). Por supuesto, a eso llamamos independencia.
Una vez constatado que la tercera vía pasa por la soberanía completa, es evidente que ofrecer tres opciones al votante no es razonable: introducir una respuesta que no garantiza el objetivo de que sus partidarios dicen que quieren obtener implicaría defraudar al votante y sólo llevaría a aumentar el nivel de frustración, ya ahora muy alto, del país. Por todo ello, la única pregunta políticamente aceptable sólo puede ser la que incluya dos opciones: sí o no a ser un Estado soberano.
ARA