La barca de Descartes

Creo que es Thomas de Quincey el que cuenta una anécdota de Descartes a la que siempre se ha aferrado mi ingenua confianza en el poder del lenguaje. Como es sabido, el filósofo francés visitaba con frecuencia a Cristina, la ilustrada reina de Suecia. Para llegar hasta su palacio, ya en territorio sueco, tenía que atravesar un lago, lo que requería los servicios de un barquero. En una ocasión, iniciada la travesía, Descartes escuchó cómo los dos remeros, entre cuchicheos, se ponían de acuerdo para golpearlo, despojarlo de su dinero y arrojarlo al agua. Descartes no iba armado, era extranjero y estaba en inferioridad numérica; sólo podía encomendarse, por tanto, a su capacidad de persuasión. No sabemos lo que les dijo a los delincuentes, pero lo cierto es que, tras escuchar los argumentos del filósofo, los malandrines abandonaron su propósito y lo depositaron sano y salvo en la otra orilla.

Se dirá que lo que salvó a Descartes fue su conocimiento del sueco y su amistad con la reina. Mediante el conocimiento de la lengua nativa, que dejó desconcertados a los ladrones, atenuaba su condición de extranjero y, por lo tanto, su vulnerabilidad; mediante su amistad con la reina, se inscribía en una jerarquía protectora intimidante. Es posible. A los veinte años, yo estaba convencido, sin embargo, de que Descartes había salvado su vida gracias a sus argumentos y de que yo mismo podría salir ileso de cualquier peligro, por apretado que fuera, sencillamente hablando. Durante casi toda mi vida he conservado esta ilusión, que es la ilusión, en definitiva, de esa humanidad común, por debajo de las costras y las cicatrices, de las neurosis y las codicias, a la que se podría acceder desde cualquier cuerpo si se atinase con las palabras adecuadas.

Siempre imaginé a Descartes balanceándose en el estrecho esquife, frente a los dos barqueros patibularios, primero amenazadores, después sorprendidos, al final vencidos. ¿Cómo los convenció? Usando los únicos dos recursos a su alcance. Al primero lo nombraré “empatía”. Al segundo “ensofía”.

La empatía, lo sabemos, es la capacidad de ponerse en el lugar del sufriente por el hecho simple, inmediato, de que está sufriendo. Bernardino de Siena, en el siglo XIV, decía que cualquiera que se acercara al Cristo crucificado –a cualquier crucificado– sentía como propio ese dolor antes de preguntarse los motivos por los que se le había infligido ese castigo; y el teólogo Ivan Illich, al abordar la parábola del Buen Samaritano, atribuía la decisión de socorrer a un extraño a una llamada irresistible e irregular cuya fuente no es la propia patria o la propia identidad. La empatía, en efecto, es ese contagio fulminante en virtud del cual el dolor ajeno nos invade de tal modo que, ante la vista del sufriente, no tenemos tiempo de preguntarnos qué ha hecho para merecer esa aflicción ni a qué tribu pertenece. Antes de indagar las razones que ha llevado a una multitud a emprender un linchamiento y sin detenernos a averiguar si la víctima es inocente o culpable, amiga o enemiga, el impulso empático interviene para salvarle la vida, incluso a riesgo de perder la propia.

Si la empatía es la capacidad para ponerse en el lugar donde el otro está sufriendo, la “ensofía” sería la capacidad de ponerse en el lugar donde el otro está pensando

La empatía no es rara, pero es menos frecuente que la “anti-patía”, término que recojo en su acepción etimológica original, no para referirme, por tanto, al desagrado epidérmico que nos inspira el desconocido que nos acaban de presentar sino a la empatía de grupo construida contra un enemigo común. Al contrario de lo que pensaba Bernardino, el que se acerca al crucificado suele dar por supuesto que “algo habrá hecho” la víctima para que se la trate de esa manera; y al contrario de lo que quería Ivan Illich, solemos discriminar a quien prestamos ayuda en términos de parentesco y de identidad. Uno de los más grandes y horrendos misterios de la humanidad es la placentera “anti-patía” del linchamiento. Los que participan en uno se sienten buenos mientras deslizan la soga por encima de la rama del árbol; se sienten buenos mientras ven retorcerse, en suspenso, el cuerpo de la víctima. Su “antipatía” hacia el ahorcado genera una empatía inmediata entre los vecinos, que sienten –como cuando comparten la sal o celebran una boda– el delicioso escalofrío de formar parte de una comunidad. En una escena memorable de la película de Ford, Henry Fonda, que encarna al joven Lincoln, impide un linchamiento interpelando por su nombre a uno de los ciudadanos que se ha sumado al tumulto: “A veces hacemos todos juntos cosas que nos avergonzaría hacer a solas”. A solas es más fácil la empatía; cuando estamos todos juntos es más fácil la antipatía.

Empatía y antipatía forman parte de la humanidad común. A ratos somos empáticos sin que ello salve a nadie, para mantener –digamos– encendida la caldera, y a ratos somos antipáticos sin que ello implique ningún riesgo físico para el otro. La comunidad madridista (o culé) es “anti-pática”; las comunidades políticas que llamamos partidos son “anti-páticas”; también es “anti-pática” la familia. El linchamiento, virtual o real, es la expresión extrema e intolerable de la construcción “anti-pática” de los normales e inevitables vínculos adversativos. Ahora bien, incluso la “antipatía” linchadora ha encontrado siempre, en su éxtasis introvertido, un límite “empático”: los niños. No se construye comunidad contra un niño. Una de las características de las “antipatías” totalitarias (ya sean yihadistas o fascistas) es que su empatía selectiva, en efecto, no hace distinciones en el exterior: los enemigos no tienen hijos: traen al mundo más enemigos. La disolución de todos los límites empáticos, incluido el de la categoría “niño”, entraña la ruina misma de la civilización.

Así que podemos imaginar a Descartes pulsando la tecla empática e inventándose, por ejemplo, una familia doliente en París; o pulsando la tecla anti-pática para evocar una filiación religiosa común (frente a los protestantes). Pero podemos imaginar a Descartes, padre del “racionalismo”, utilizando también otro recurso: lo que llamaré, como si fuera una “empatía” paralela en el carril de al lado, “ensofía”.

Si la empatía es la capacidad para ponerse en el lugar donde el otro está sufriendo, la “ensofía” sería la capacidad de ponerse en el lugar donde el otro está pensando; es decir, la capacidad para reproducir las condiciones cognitivas en virtud de las cuales el otro percibe eventualmente sus errores como conocimiento verdadero, como sabiduría bien fundada. Ahora bien, eso implica, recíprocamente, la capacidad de contemplar el lugar donde uno mismo piensa como ocupado desde el principio por el otro y, en consecuencia, como un recinto de conocimientos precarios, minado eventualmente por los propios errores. La posibilidad misma de convencer a nuestro interlocutor –como Descartes hizo con los dos barqueros– pasa por aceptar que, mientras hablamos, estamos expuestos a ser convencidos por el otro. Extremando con negra jocosidad el argumento, podría haber algo racional –digamos– en querer matar a Descartes, salvo porque entonces los barqueros tendrían que convencer de ello al filósofo, lo que obligaría a éste, una vez convencido, a reclamar alborozado, en vez de intentar evitar desesperado, el cumplimiento del plan asesino. Esta forma de “ensofía” se anula a sí misma por reducción al absurdo. Si el límite “empático” de la “antipatía” es el niño, el límite “ensófico” de la razón es la vida del otro: no puedo convencer a nadie de que es racional que se deje matar en mi favor.

¿A dónde quiero llegar? La conclusión de todo esto es evidente: si en la barca de Descartes no hubiera habido empatía y/o ensofía, las palabras no habrían servido para nada, Descartes habría muerto asesinado y su cadáver habría desaparecido para siempre en el fondo del lago sueco.

Pues bien, como vivo en Túnez y mi acceso a la información es sobre todo de orden letrado, había escuchado pocas veces a Ayuso, presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, y ninguna a Monasterio, candidata de Vox. Me he quedado estremecido. Toda mi confianza ingenua en el lenguaje se ha desvanecido de golpe. Me había pasado alguna vez con estalinistas chiflados, pero cuyo poder de hacer daño es muy limitado. Escuchando a Ayuso y Monasterio en Telemadrid, escuchando a Monasterio en el ominoso debate de la SER, con esas cuatro balas sobre la mesa, me he sentido en esa barca en la que, sin empatía ni ensofía, Descartes habría perecido. Es una tontería llamar “debates” a situaciones en las que lo que está en juego es la vida ajena y ninguna palabra puede garantizar su salvaguarda. Es una locura llamar “debate” a una barca a la deriva en la que los dos pilares de la democracia, la empatía y la ensofía, han sido abolidos de raíz. Es como llamar “trabajo” y “libertad” a lo que ocurría más allá del dintel de Auschwitz, donde la más cínica de las manos había escrito: Arbeit Macht Frei.

Las elecciones del próximo 4 de mayo ya no son un asunto madrileño sino nacional; y no son una cuestión de programas y propuestas sino de democracia elemental

Personas cuya pasión se agota en una “anti-patía” absoluta, sin límites empáticos o ensóficos, ¿qué son? No los llamemos monstruos. No hay nada monstruoso en la humanidad, ni siquiera en la “anti-patía” de los que se apartan de ella o quieren destruirla. No hay nada inhumano en la monstruosidad, ni siquiera en su premeditada exhibición dinamitera. Nuestra obligación es no dejarlos escapar, comprenderlos como al otro posible que llevamos dentro, examinar su complejidad demoledora mientras nos defendemos de ellos.

Las elecciones del próximo 4 de mayo ya no son un asunto madrileño sino nacional; y no son una cuestión de programas y propuestas sino de democracia elemental. La labor de zapa se viene imponiendo desde hace años, ante la pasividad o complicidad de algunos medios de comunicación y algunas instituciones, pero los últimos debates electorales, en los que se han utilizado niños para construir “antipatía” grupal y se han naturalizado las balas como mensajes legítimos, han consumado el más subversivo y destructivo de los programas: se han inutilizado las palabras como esos medios de empatía y de ensofía sin los cuales no puede haber entendimiento, ni siquiera el mínimo entendimiento necesario para discrepar y refutarse. España empieza a ser la barca de Descartes y no hay ningún Descartes dentro.

Es cierto que Vox ha puesto de pronto en un aprieto táctico al PP, pero no podemos olvidar que la demolición de la empatía y la ensofía es también obra de Ayuso, que ha jugado minuciosamente, y con lamentable éxito electoral, en la construcción de “anti-patía” grupal frente a los pobres, los ancianos, los progres, el gobierno “social-comunista” y Pablo Iglesias. Vox y el PP han conseguido ya la victoria: la de imponer el extremismo como marco de comprensión de la batalla de Madrid. Dejemos las cosas claras. No hay más que un extremismo, el de la ultraderecha, que ha recurrido al “terrorismo” más extremo, el que consiste en dinamitar el lenguaje, con sus protocolos empáticos y ensóficos, para convertir la contienda electoral en un espectro de “guerra civil”. Hace falta tanta valentía negra para matar a un niño como para reventar las reglas del juego; una vez dado ese paso, no hay retorno posible; el marco ha cambiado y como todos los marcos, los buenos y los malos, decide por nosotros los nombres, los gestos y los impulsos.

La victoria suicida de Vox y Ayuso se cifra en dos logros: el de haber silenciado a la derecha democrática liberal, que no se presenta a las elecciones; y el de haber blindado el voto “anti-pático” de los dos bloques, entre los cuales no puede haber ya ningún paso o transferencia. Podemos alegrarnos de que Ángel Gabilondo y Pepa Bueno hayan hablado por primera vez de “fascismo”, que hayan llamado –celebramos con alborozo– a las cosas “por su nombre”. Pero digamos la verdad. No sabemos cuál es el nombre de las cosas y menos en España. No sabemos qué nombre dar a esa ruptura compleja de los puentes empáticos y ensóficos en un contexto tecnopopulista de libérrimo hedonismo neoliberal. Lo que sí sabemos es el que el rótulo “fascismo”, en el que no se reconoce la mayoría de los votantes de Vox ni del PP, es precisamente el que Vox y el PP quieren que utilicemos contra ellos. Quizás ya no hay más remedio que hacerlo, porque los poquitos votos decisorios, si es que se logran, saldrán de ese caladero, pero sepamos, mientras nos movilizamos, que hemos cruzado así un umbral en el que el eje derecha/izquierda, de cuya sustitución dependía la “reforma desde abajo” pendiente desde 1978,  se ha vuelto más cerrado, inexorable y decisivo que nunca: como condición de restauración radicalizada del régimen de la Transición y/o como preámbulo de un precipicio de “anti-patías” crecientemente fratricidas. Como victoria de la izquierda y la democracia no. Que Savater, hombre inteligente y gran escritor, razonable en otros períodos de su vida y que cree estar defendiendo la democracia, defienda el voto “anti-pático” de Ayuso; que Lucía Méndez, mujer lúcida y moderada que entiende y explica muy bien la diferencia entre periodismo e ideología, reivindique los titulares guerracivilistas de El Mundo, significa que ya no hay posible empatía ni ensofía entre las dos partes. Y que no hay otras “partes” en las que refugiarse, al menos para votar.

Madrileños, por favor, no os subáis a esa barca. No votéis –lo dicen hasta los curas de Madrid– a los que se jactan de haber cortado todo lazo empático y ensófico con los otros.

Este grito, por desgracia, solo lo escucharán los “míos”, que ya han decidido su voto. Como propaganda electoral las líneas que escribo son, por tanto, bastante inútiles y su inutilidad muy elocuente. Así que espero que sirva al menos para convencer a la izquierda de que la lucha por la democracia pasa por no ceder a los marcos “anti-páticos” de construcción comunitaria que quiere imponer la derecha. Si hay que subirse a esa barca, hagámoslo en compañía de Descartes.

No hay dos extremos. Hay una derecha radicalizada que promueve el odio y la mentira y una izquierda más o menos socialdemócrata que a veces ha entrado al trapo, pero que jamás ha amagado siquiera con romper las reglas del juego. El éxito de la derecha iliberal española es el de haber generado un contexto en el que esta frase no enuncia una verdad sino un alineamiento. Estamos ahí. Me da miedo pensar en lo que pueden hacer el PP y Vox si ganan las elecciones del 4-M, pero no me da menos miedo pensar en lo que pueden hacer si no ganan. Pero lo que más miedo me da es pensar que un número no desdeñable de los ciudadanos que votan al PP y a Vox y que no son fascistas (o no lo son todavía) sienten el mismo temor cada vez que piensan en la victoria de la izquierda. No hay democracia, ni plena ni trunca, allí donde los votantes temen, como si se tratase del fin del mundo, la victoria de sus oponentes políticos.

Si Empatía no y Ensofía tampoco, entonces Tiranía. Votad, madrileños, por la democracia y contra la “anti-patía” de los dinamiteros. Votad, sí, contra el “fascismo”, pero sin olvidar que no se trata de “votar contra el fascismo” sino de defender la democracia; es decir, de defender a los más débiles –niños, migrantes, pobres, trabajadores, enfermos– de aquellos que, con tal de proteger sus intereses de clase, están dispuestos a hundir la barca de Descartes con sus frágiles aparejos de convivencia reglada.

https://ctxt.es/es/20210401/Firmas/35780/?fbclid=IwAR0OpCF17HLjAzDuuTIOuww5_1CiDLwh78iqpZuP1QJLRR671iY0jSnqN1A#.YIcboJdgLCd.facebook