Hannah Arendt empleó la expresión «banalidad del mal» para describir la circunstancia que normaliza el crimen, lo naturaliza, y, así, por brutal que sea, se puede transigir con él sin mala conciencia moral. En sus crónicas sobre el juicio a Adolf Eichmann por su responsabilidad en el holocausto judío (‘Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal’, 1963), Arendt mostraba cómo, sin partir de una maldad especial, es posible que se adapte a -y colabore con- las mayores crueldades de las que es capaz la humanidad. Lo que más estremece de la tesis de Arendt ya no es la brutalidad a la que somos capaces de llegar, sino darnos cuenta de la facilidad con que nos podemos acomodar a ella.
Pues bien: sin quererlo comparar con aquellos niveles de barbarie, creo que desde el 1-O hemos entrado en un proceso que podemos calificar de «banalidad de la represión». El hecho es que hay una acomodación general a la sistemática represión a que está sometido el independentismo y, de rebote, los catalanes. Sólo por citar la última semana, hemos tenido la sentencia de cuatro años y medio a Dani Gallardo por venganza y para escarmiento general; la decisión de volver a juzgar a Arnaldo Otegi para hacernos saber que en Europa tampoco hay esperanza; el inicio del juicio al consejero de Acción Exterior Bernat Solé por haber protegido sus conciudadanos del 1-O; la persecución del abogado Gonzalo Boye -obviamente, por defender al M.H. President Carles Puigdemont-, y la última sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obliga a un 25 por ciento de clases en castellano. Vamos a amenaza, escarmiento o coacción diaria.
Que quede claro que cuando hablo de la banalidad de la represión no estoy pensando en los represores. A diferencia del caso estudiado por Arendt, que consideraba que Eichmann nunca tuvo conciencia del mal que hacía, la mayoría de los represores españoles -policías, jueces, periodistas, tertulianos y políticos- saben perfectamente que se han puesto al servicio de la unidad de España, que como decía el director de un gran diario de Madrid, está por encima de la verdad y, no hace falta decirlo, de la justicia y si es necesario incluso de los derechos humanos.
No: de quien hablo es de nosotros mismos. Lo que denuncio es la equidistancia con que se informa de las manipulaciones policiales. Indigna la pasividad con que se agacha la cabeza ante las sentencias inicuas. Es escandalosa la frialdad con que se presentan los que reprochan a los presos políticos que no hayan mostrado arrepentimiento. Y horroriza la acogida que, en nombre del pluralismo, se da en las tribunas públicas a quienes pretenden deshumanizar el independentismo haciéndolo pasar por fascista, condición necesaria para justificar las prácticas anteriores.
Todo ello crea el clima necesario para hacer normal lo que es la expresión de una situación de barbarie política infame. Nos hemos habituado a la represión como hace cincuenta años nos habíamos habituado al franquismo. Además, la respuesta a tanta ignominia ha quedado absolutamente limitada por la obligación de reducir al máximo la interacción social. En un movimiento de abajo hacia arriba como el independentista, que supo crecer al margen de los relatos oficiales hegemónicos, no tener la posibilidad de movilizarse en la calle también es un encarcelamiento.
Quiero recordar que justo hace catorce años Joan Solà escribía su artículo ‘Plantemos cara’ (Avui, 28 de diciembre de 2006) como reacción a la decisión del gobierno español de imponer una hora más a la semana de castellano en nuestras escuelas. Más que la sentencia del T.C. de 2010, este fue el verdadero clic que desencadenó la toma de conciencia rupturista. Ahora, el TSJC ha vuelto a hurgar sobre el catalán en la escuela, no porque no haya suficientes horas de castellano, sino para simular que no existen y presentar un país intolerante y excluyente. Ojalá fuera otra oportunidad para desenmascarar la banalidad de la represión en la que nos quieren asfixiar. Y donde a menudo, solos, nos ahogamos.
ARA