- En la taxonomía que nos quiere imponer el relato oficial aquí y allá sobre el independentismo, el factor de su calidad democrática tiene un papel de primer orden. Resumiendo ese punto de vista, podríamos decir que es «democrático» el independentismo que respeta la constitución española -siempre, naturalmente, con diálogos, consensos y pactos por medio, según la coyuntura política, los equilibrios parlamentarios y etcétera-, al tiempo que, sin renegar de sus principios, en la práctica abole cualquier posibilidad de hacer la independencia con las propias fuerzas doblegando a las del Estado. Fuera de este marco legal, estaría el independentismo «unilateral» -obviamente «antidemocrático», «supremacista», «racista», «chovinista»… -, que destrozaría el país, negaría el progreso, pondría el «no» sectario por delante del bien común y etcétera. Mientras tanto, el independentismo «democrático» haría como quien no renuncia a nada, excepto promover la independencia con la gente movilizada y autoorganizada: la «política» se hace desde arriba, con voto delegado a los partidos y plena capacidad de estos para usarlo a conveniencia en los equilibrios de la legalidad española. A la postre, pues, con el independentismo «democrático», el futuro de Cataluña depende de los ritmos del proyecto de Estado, como muy bien explicitaba el diario Ara en la editorial del lunes: «El PSOE debe concretar sus planes para Cataluña». Por mucho que se quiera pintar de rosa, la realidad es que independentismo «democrático», siguiendo las pautas de la constitución española, equivale a «renuncia». Y no hace falta ser muy avispados para leer entre líneas que esta renuncia tiene que ver con el fantasma del 1-O, que planea continuamente sobre los miedos de aquí y de allí.
- Esta renuncia no surge de la nada, sino que proviene de otras. La primera está en la base de la llamada «transición», cuando el antifranquismo de aquí y de allí deja la república fuera de la realidad material del momento y oportun(ístic)amente sube al barco de la monarquía transformista. Una actitud, dicho sea de paso, que no era propia, con matices, de la resistencia catalanista durante el franquismo, porque nunca borró del horizonte la legitimidad republicana. (Una legitimidad que, una vez más, fue aguada, y convertida en símbolo sin poder material, con el pacto de Tarradellas con la monarquía). Sin embargo, aquella renuncia de la «transición» venía de una renuncia más profunda aún, como lo fue la escisión entre lucha económica y lucha política, cuando el partido comunista (PCE-PSUC) desligaba movimiento obrero y horizonte republicano en un momento clave (1975-1978), que llevó a la clase obrera a refugiarse en el sindicalismo defensivo, cuando los comunistas firmaban los pactos de la Moncloa (1977), para salvar la economía del régimen y afianzar el proyecto monárquico posfranquista. Ya tenemos dos renuncias, una en el seno de la otra, como en las muñecas rusas.
- De las renuncias citadas, se derivan, para Cataluña, dos más, indispensables, si lo desean, para sostener las anteriores. La primera es la de hacer un estatuto en la constitución española barriendo la legitimidad republicana propia de la resistencia catalanista. La segunda es la de mantener la separación entre lucha económica y lucha política, con la que toda la resistencia obrera y social acumulada durante el franquismo quedó huérfana de proyecto político propio -el republicano nacional catalán- y dejó en manos de las fuerzas políticas llamadas «representativas» -surgida de unas elecciones (1977) controladas por los herederos del franquismo la conversión de la lucha hecha desde abajo en pactos hechos desde arriba al servicio de la monarquía y la constitución españolas. Toda la experiencia y todo el ejemplo de la lucha republicana en el interior y en el exterior era arrinconada en el cajón de sastre de las memorias.
- Aquellas renuncias están lejos de convertirse en una mera referencia histórica; contrariamente, su peso material a estas alturas sigue siendo abrumador. Nuestro pan de cada día siguen siendo las prácticas políticas desde arriba, con pactos internos y externos que demoran cambios indispensables, exigidos por luchas desde abajo incesantes en el tiempo y en el espacio, y en todos los ámbitos sociales y políticos. La división impuesta hace medio siglo largo entre lucha económica y lucha política explica, al margen de consideraciones de un orden más subjetivo, que nos cueste tanto ligar en un solo haz las luchas por la justicia, la igualdad, la solidaridad y la libertad nacionales. Y, en última instancia, aquellas renuncias llevan a las más recientes: el desfallecimiento de una clase política, que, acostumbrada a hacer «desde arriba», cuando los «de abajo» toman la iniciativa y la llevan a donde no se esperaba -y donde quizás no quería ir- debe tomar medidas históricas para las que no está preparada política ni personalmente.
- Con el 1-O, el independentismo vuelve a poner sobre la mesa la posibilidad material de la república -esta vez, catalana-. Es un acto de radicalidad democrática inaugural. En un momento determinado de octubre de 2017, hay que pensar que se encontraban, como aquel rey francés, ante una revuelta democrática, sin darse cuenta de que todo intento de romper el dominio del Estado español se convierte, inmediatamente, ahora y aquí, en una revolución política. En estos momentos, se intenta hacer una segunda transición negando la legitimidad del 1-O. Pero la única legitimidad independentista sin adjetivos radica en aquel acto histórico, mientras que la acomodación al orden constitucional español la niega. El independentismo adjetivado como «democrático», bajo el cobijo falaz de la constitución española, anuncia una quinta renuncia, la que vuelve a sacar la cabeza del fondo de la muñeca rusa fabricada durante la «transición», el régimen monárquico, el autonomismo, y todos los artefactos que han querido confundir, reprimir y sacar de la escena política las alternativas profundas generadas por años y años de resistencia desde abajo. No renunciaremos.
VILAWEB