Karachi

Hace ya cerca de un año que escribí un artículo sobre Maravillas Lamberto Yoldi, aquella niña de Larraga que, por no despegarse de su padre Vicente cuando le sacaban de casa una noche del verano del 36, fue arrastrada hasta un prado, violada, asesinada y arrojada a los perros. Su padre fue ejecutado y, según parece, enterrado clandestinamente en un prado de Ibiricu.

Entonces, cuando recordaba a la que pudo ser y no fue, cuando traía a Maravillas a la memoria, supe que le sobrevivieron dos hermanas. Una, la que abrió la puerta a los verdugos, la otra, la que recibió un caramelo de manos de la Guardia Civil cuando ésta entró en la casa para registrarla y llevarse, también, a la madre. Me dijeron que la primera había muerto y que la segunda, tras aquel espantoso crimen, se hizo monja.

La monja, que ya no lo es, aún vive.

Josefina, que así se llama la hermana de Maravillas, es una de las personas más atormentadas que he visto jamás. Al poco del atropello a su hermana y padre, la familia se trasladó a Pamplona, pero nunca pudo disfrazar, ni siquiera ocultar el estigma. Los Lamberto Yoldi serían, para siempre, los rojos fusilados de Larraga.

A los 5 años de la tragedia familiar, Josefina, siguiendo la estela de su mejor amiga, se metió en un convento de monjas. Y cuando supieron de su pasado la enviaron al lugar más lejano que tenía la orden, a Pakistán, un estado enorme y, sin embargo, difuso en el mapa para alguien que había tenido por horizonte en los últimos años la mole-prisión de Ezkaba. En Karachi, en el fin del mundo para ella, le prohibieron el trato con el resto de monjas, le obligaron a barrer y a no levantar la vista, le condenaron a no estudiar las lenguas del país para no acercarse a los nativos. “Peor que en un cuartel”, me dijo mientras lo contaba.

Y así, hasta que perdió la noción del tiempo, como en una cárcel. Una enfermedad de espalda, producto de las condiciones inhumanas en las que trabajaba, junto a la malaria que periódicamente despertaba, la llevó a estar casi dos años en una cama. La trasladaron a la frontera franco-belga, porque la orden era francesa y en Karachi ya no servía para nada. También supieron de su pasado rojo y, en cuanto mejoró, la “deportaron” a Madrid. Había muerto Franco y quiso preguntar por su padre y su hermana asesinados por las hordas azules. “Algo harían”, le contestó la superiora. Y le ató al convento prohibiéndole las salidas.

Y perdió la fe. Debe de ser terrible creer en un ser supremo y verificar que todo es una patraña. Y hacerlo en las condiciones que lo hizo Josefina, comprobando que sus superiores jaleaban a los verdugos ya sexagenarios. Debe de ser terrible confirmar que la Iglesia, salvo excepciones lejanas, está siempre con los ricos, con los poderosos.

En 1992 Josefina abrió la puerta del convento, dejó sus cosas y, con el recuerdo de sus hermanas y de su padre a cuestas, volvió a Pamplona. No quiso siquiera acercarse a Larraga, a unos pocos kilómetros de la capital. Hoy, vive en un tormento difícil de explicar. Cuenta que ni un solo día de su vida ha dejado de llorar a su hermana Maravillas y a su padre Vicente, que las pesadillas la desvelan a pesar de los somníferos y que el ser humano es malo por naturaleza. Que siempre ha sentido en el cogote el aliento de los verdugos y que el mundo de los vivos puede ser como el peor de los infiernos concebidos por Dante. Y su desasosiego se ensancha cada día porque sabe que Maravillas no tendrá una tumba en la que depositar sus lágrimas infinitas.