Una circunstancia que ahora no hay que explicar con detalle (me invitaron a dar la conferencia inaugural del Katalanistentag, el congreso de los catalanistas académicos de lengua alemana), ha hecho que coincidiera unos días en Viena con un puñado de amigos y conocidos, entre ellos mi amigo Guillem Calaforra, que tiene, con toda certeza, la cabeza mejor hecha y más llena de su generación. Calaforra, además de ser un magnífico traductor de textos complicados del polaco y del alemán, es ensayista de muy altos vuelos: su trabajo sobre el pensamiento de Joan Fuster es el mejor estudio realizado sobre el tema, y su libro reciente sobre música y músicos, Sonido y silencio, es simplemente impresionante. Calaforra es un hombre del Camp de Túria que se define como rigurosamente centroeuropeo, es decir medio eslavo y medio germano de vocación, y eso se nota. Por otro lado, seguramente es demasiado racional, y tiene un poco de recelo ante las muestras cargadas de excesos de dudoso gusto y de estética fácil, como el romanticismo elemental, la ópera y la zarzuela, y la Viena de los Habsburgo. Yo, que soy un poco menos exigente en la materia (tanto la musical, por ignorancia, como la arquitectónica y la artística en general), me he vuelto a reconciliar con esta ciudad poderosa y gloriosa, y con todo lo que representa. En primer lugar, hay que mirar los mapas históricos, que es una de mis aficiones permanentes, y recordar que Viena, ahora aparentemente en un extremo oriental de la Europa occidental (visión falsa, efecto de la raya que cortó Europa en dos desde 1945), ocupaba el centro físico, cultural y político de un imperio que se extendía hasta los Balcanes, en Transilvania, y a lo que ahora es el sur de Polonia y el oeste de Ucrania. Sólo eso, que es mucho, ya cuenta la magnitud monumental de la ciudad, salvada de los bombardeos y destrucciones de la Segunda Guerra Mundial (los aliados aceptaron la ficción que Austria era una víctima de los nazis, y no una parte entusiasta del proyecto hitleriano), y salvada también en la propia buena conciencia histórica. En cualquier caso, Viena ha sido siempre una ciudad de izquierdas, de mayorías consistentes socialdemócratas, y uno de los más clásicos del pensamiento socialista desde finales del siglo XIX. En realidad, Viena, desde la segunda mitad de ese siglo hasta anexión de 1938, ha sido uno de los espacios más agitados y más poderosos de producción de todos los pensamientos y de todas las expresiones innovadoras de la cultura europea, de la música a la lingüística, y de la pintura a la literatura. No era sólo, ni mucho menos, aquella sociedad ridiculizada por los mismos artistas y escritores vieneses, esa capital del gusto aristocrático y burgués más decadente, una ciudad de valses y de «Danubio Azul», de bailes de debutantes, de uniformes cargados de galones y de medallas, de emperadores con mostachos, de palacios excesivos, de pastelería refinada y de desfiles al compás de «La marcha de Radetzki».
Viena no era sólo la capital de kakánia, aquel imperio que parecía podrido y descompuesto pero que todavía conservaba algunos valores y algunos rigores que no deberían haberse perdido. Como la eficacia administrativa, por ejemplo, la honestidad de los funcionarios. Aunque, en placas en la puerta de palacios e iglesias, en inscripciones y escudos, aparecen las iniciales K und K, o simplemente KK, es decir Kaiserlich und Königlich, imperial y real, haciendo alusión al soberano, emperador de Austria y rey de Hungría. Kakánia, pues, como nombre satírico del país KK Como nombre grotesco de una sociedad vacía, descompuesta y falsa. Bueno pues, a mí esta kakánia me despierta, a pesar de todo, una emoción suave y distante, y una admiración considerable. Un imperio antiguo, aristocrático y militar, funcionarial, autoritario, y a la vez sólidamente eficaz y en gran medida al servicio de los ciudadanos o súbditos. Como este hospital inmenso de Viena, ahora sede universitaria, sólidamente construido, el mayor hospital antiguo que yo conozco, dedicado desde finales del siglo XVIII a «la salud y consolación de los enfermos». «Salut te solatio aegrorum. Josephus II Aug. Anno MDCCLXXXIV». Eso dice la placa. José II, el gran organizador de este imperio que después fue despreciado con el nombre de kakánia, era, por cierto, ese mismo que la famosa película Amadeus ridiculiza como estúpido, ignorante o inepto. Pero un hospital como aquel no lo hacía construir nadie, en aquel tiempo, en ningún otro lugar de Europa.