José Borrell, falso como el alma de Judas

Como todas los dichos y frases hechas, la expresión catalana ‘ser falso como el alma de Judas’ proviene de la sabiduría popular. Todos los pueblos tienen lo suyos y es importante conocerlos y usarlos porque, además de constituir un patrimonio lingüístico, ilustran muy gráficamente la actitud que tiene cada pueblo ante la vida. Son la expresión de sus raíces culturales, de su filosofía, de su talante y de su código ético y moral. Si hoy en recojo esta, ‘ser falso como el alma de Judas’, es porque cada vez que veo por televisión a José Borrell, ministro de Interior español, no puedo evitar recordarla. Es una frase que, obviamente, alude a la persona falaz, falsaria, farsante, falsificadora que tergiversa la verdad con el fin de obtener un rédito favorable a sus intereses.

En el caso de Borrell, sin embargo, existe el agravante de que lo hace con el cinismo más exacerbado, que es el cinismo de la escuela de políticos execrables como Richard Nixon o José María Aznar. Nixon, como sabemos, tuvo que dimitir, y Aznar, presidente de una fundación de ultraderecha y ultranacionalista española, debería ser llevado esposado ante un tribunal penal internacional por crímenes contra la humanidad. Recordemos sus famosas palabras : «Les estoy diciendo la verdad. Pueden estar seguras, todas las personas que nos ven, que les estoy diciendo la verdad. El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva”.

No hay mentira más malvada que la del cínico. Y Borrell, como Aznar, es un cínico que miente sistemáticamente y sin escrúpulos. De hecho, es tan elevado su autoodio catalán, es tan enfermiza la autofobia que siente por sus orígenes, que noche y día, a fin de apaciguar la disonancia cognitiva que sufre, maquina de qué manera podría hacer más daño a la libertad de Cataluña. Dicen que en este mundo tiene que haber de todo, y Borrell es un político que experimenta un placer morboso y enfermizo reprobando a su pueblo. Es, en definitiva, la versión más graciosa y estrafalaria del negro retratado en ‘La cabaña del tío Tom»; es, en suma, la viva imagen del hombre que, como Albert Boadella o Albert Rivera, si fuera negro, sería del Ku Klux Klan.

En estos días hemos visto a José Borrell en Bruselas afirmando que los mil heridos por las palizas brutales de la policía española y de la Guardia Civil al pueblo catalán, el 1 de octubre de 2017, así como las imágenes que lo muestran y que todo el planeta ha visto, son falsos. Todo, según él, son «fake news», noticias falsas. Y ha añadido: «Muchas de las imágenes correspondían a actuaciones que se habían desarrollado en el Chile de Pinochet». Ni que decir tiene que tales declaraciones provocan la carcajada de la BBC, de la prensa gráfica internacional y de todas las televisiones que grabaron los hechos con sus propias cámaras. Yo mismo hablé con varios observadores internacionales y me comentaban que estaban espantados de lo que habían visto. No podían creer que un Estado de la Unión Europea llegara a un grado tan paroxístico de odio contra un pueblo, el pueblo catalán, hasta el punto de golpearle por votar para poder ser libre.

La respuesta inmediata de la consejera de Sanidad, Alba Vergés, a Borrell, fue esta: «¡Men-ti-ro-so! Basta de mentir y de menospreciar el trabajo y la palabra de los profesionales sanitarios. Más de mil personas fueron atendidas por las brutales cargas policiales del Estado español el 1-O. La verdad se impondrá a pesar sus invenciones».

Tiempo atrás, el 10 de octubre de 2018, a raíz de la sanción que la Comisión Nacional del Mercado de Valores había impuesto a Borrell por la venta de acciones de Abengoa cuando era consejero de la compañía y disponía de información privilegiada, el economista Xavier Sala-Martín ya le había definido de otra manera, además de mentiroso. Lo definió como gángster: «En un país normal, los gángsters que utilizan secretos empresariales para hacer dinero van a la cárcel. En España, a estos gángsters los hacen ministros». Y cuando Borrell dijo que «el independentismo daba una mala imagen de España», Sala-Martín le respondió: «Quien da una mala imagen de España son los ladrones, los corruptos y los consejeros que hunden empresas y venden sus acciones sabiendo que las han hundido».

Cuarenta días más tarde, eran los indígenas norteamericanos quienes reprobaban a Borrell. Lo definían como «racista», «supremacista» y «negacionista» después de que hubiera dicho esto: «Los Estados Unidos nacieron con una independencia prácticamente sin historia; lo único que hicieron fue matar cuatro indios. Aparte de eso fue muy fácil». Pues sí, ciertamente hay que ser muy racista y muy supremacista para negar un genocidio que supuso la destrucción de naciones indias enteras y la muerte de doce millones de seres humanos. Pero sólo eran indios, claro. Un indio es menos que un ser humano, y, por tanto, la muerte de doce millones de indios, la cuantifica Borrell como la muerte de «cuatro indios».

El pensamiento racista de José Borrell está en diáfana consonancia con su ideología ultranacionalista española. El racismo y el supremacismo son inherentes al ultranacionalismo español. En 2017, Borrell ya definió Cataluña como «un país enfermo» que había que «desinfectar». Es todo lo que da de sí este patético personaje que con sus declaraciones degrada la condición humana. Verlo por televisión, sin embargo, no indigna a nadie, no tiene suficiente entidad para ello. Sólo es un pobre hombre, un pobre hombre empapado de rabia que se envanece estúpidamente cuanto más esperpéntica es la imagen que da de sí mismo.

EL MÓN