Nacido en el seno de una familia puritana de comerciantes, vivió durante un período convulso de la guerra civil inglesa entre el Parlamento y los Monárquicos. Después de estudiar medicina y filosofía experimental en Oxford, conoció al conde de Shaftesbury quien le nombró médico personal y le acogió en su casa bajo su protección. Shaftesbury, a la sazón, era una pieza clave en la vida política inglesa y bajo su influencia Locke pronto comenzó a trabajar en sus obras más importantes, Ensayo sobre el entendimiento humano, Ensayo sobre la tolerancia y los Dos tratados sobre el gobierno civil. Shaftesbury, Lord Canciller de Inglaterra, impulsó un patrón ideológico y político de gobierno muy exigente sobre el comercio y las colonias, auxiliándose en la agudeza y habilidad de los escritos de su patrocinado. Locke, filósofo atento y comprometido con su tiempo se implicó, con la eficacia y potencia de su razonamiento, en justificar la empresa del nuevo Estado inglés.
Por otra parte, Shaftesbury, líder de los Lores Propietarios de las Carolinas, tenía la intención de fundar una colonia en aquel territorio de América, por lo que hizo a Locke su secretario y le encomendó diseñar una Constitución para la nueva colonia. La Constitución del mini-estado de Locke establece que los Ocho Lores Propietarios se configuran en nobleza hereditaria con absoluto control sobre los ciudadanos, quienes serán tratados como siervos feudales o vasallos. Si bien la base de la filosofía de Locke es la de que todos los hombres son creados libres e iguales, en las Carolinas los vasallos son desiguales y dependientes de sus amos, a tal punto que nadie tendría libertad de abandonar la tierra de su señor para vivir en otro sitio sin su permiso; además, todos los niños de los vasallos serían vasallos, con aplicación análoga a todas las generaciones posteriores. En cuanto a los africanos, a cada colonia se le daba poder absoluto sobre sus esclavos negros.
Cuando Locke proyectó su Constitución, el comercio transatlántico de esclavos apenas había comenzado. Durante los 3 siglos y medio que duró, 9 millones de africanos fueron transportados a América, siendo los británicos, entre 1700-1850, los pioneros en trasladar el grueso de ellos. Locke mantuvo sólidas inversiones en la trata negrera floreciente del siglo XVII (era accionista de la Royal African Company) y contribuyó personalmente a la formalización jurídica de la esclavitud en Carolina. Los barcos de estas compañías negreras seguían una larga ruta (el triángulo del comercio) que consistía en salir de un puerto británico en dirección a África llevando los productos de las nuevas industrias del hierro y del algodón, intercambiándose allí por esclavos. Éstos, desde África eran transportados a los puertos de América donde eran vendidos, y los barcos, una vez aprovisionados de ron, tabaco, azúcar y otros productos coloniales, emprendían viaje de regreso a Inglaterra. Esta trata de esclavos constituyó el gozne sobre el que giraba todo el comercio del mundo.
Locke en el Segundo tratado sobre el gobierno civil desarrolla largamente en varios capítulos su criterio sobre la esclavitud. Su argumentario parte del concepto de estado de naturaleza, donde todos los hombres son iguales y libres, perteneciendo a todos en común la tierra y todas las criaturas inferiores que habitan en ella. Pero quien no cumpliera la ley natural quedaba desprovisto de estos derechos pasándose al estado de guerra, en que el enemigo podría ser muerto por ser peligroso para la comunidad; por todo ello, para superar el estado de guerra era necesario crear la sociedad civil o política donde un juez imparta justicia. Pero en la relación internacional ocurrirá que, al no existir un estado mundial, una nación cualquiera podría juzgar que otra le ha agredido, le odia o le ha tratado con injusticia, y como consecuencia, podría deducir que sobre esa otra nación se puede ejercer una guerra justa al ser considerada agresora, enemiga, fuera de la ley y del derecho. Es decir, si una comunidad juzga que el africano (o el amerindio o el campesino inglés desposeído), ha negado la ley natural, o se ha levantado en armas injustamente, o simplemente “me odia”, a partir de tal “juicio” dicho extraño pierde de inmediato todo derecho, y queda determinado como enemigo al que se le puede declarar una “guerra justa”. Si es vencido, y ahora todo depende de la tecnología militar, puro efecto de la “razón instrumental”, será definido “justamente” como esclavo o como súbdito colonial. Estaríamos, pues, en una situación de guerra permanente, donde el vencedor puede esclavizar al vencido e incautarse de sus bienes para resarcirse de las pérdidas ocasionadas en la guerra justa.
Un simple recorrido por la historia de la conquista de América del Norte puede mostrar que siempre el conquistador ejerció el “derecho de defensa” ante una “guerra injusta”, provocada por los indígenas originarios de esas tierras. En la extensa producción cinematográfica hollywoodense abundan ejemplos de la “pésima conducta” de los pueblos originarios y los “sacrificios” de los colonos en defensa de las “tierras apropiadas”, bajo la ley de la sociedad burguesa, proclamada por Locke. La taimada y ladina argumentación lockeana, produce una alteración sustancial de lo que ocurre en la realidad porque, en tanto por una parte se le confiere al pobre campesino indígena la condición de ser un violento, por la otra “el juez” tiene poder despótico sobre el vencido. En resumen, describe una situación de hecho para, a la postre, justificar el poder ejercido por el más fuerte militarmente sobre las masas campesinas, los amerindios, los africanos y demás pueblos insumisos, a quienes ha despojado previamente de todos sus derechos. Se trata, pues, de una argumentación tautológica en el sentido ético y político, que expresa la racionalidad misma de la “Razón Moderna” esclavista, colonialista e imperialista, basamento del comportamiento criminal de las metrópolis europeas hacia el mundo colonial y hacia la esclavitud en la Modernidad hasta el presente. Este discurso argumentativo del filósofo inglés, su Lógica Moderna, es clave para comprender razonamientos tan actuales como “la guerra preventiva”, el “Eje del Mal”, la existencia de “la amenaza terrorista”, que se contrapone con la “vocación democrática”, el “espíritu de servicio” para llevar la libertad, la democracia y los derechos humanos a los pueblos que viven bajo el “yugo islámico”, y el “sacrificio de vidas jóvenes” de las Fuerzas Armadas de los “países civilizados”.
Locke es el último gran filósofo que trata de justificar la esclavitud absoluta y perpetua. Es considerado padre del liberalismo, tradición de pensamiento que centra su preocupación en la libertad del individuo, promoviendo las libertades civiles y económicas así como oponiéndose a cualquier forma de despotismo. Teóricamente, pues, constituye la corriente en la que se fundamentan el Estado de derecho, la democracia participativa y la división de poderes. Pero difícilmente entendible es defender la libertad de forma teórica y retórica, amparar y proteger también la libertad propia, para ser indiferente, cuando no contrario, a la libertad de los demás, de aquellos con los que no se comparten intereses particulares, especialmente intereses de clase. En el mundo actual es sumamente llamativo que la actitud pro-esclavista de Locke pase “ingenuamente” desapercibida, cuando no silenciada. Emerge, pues, como muy pertinente la sospecha en la motivación última de tal encubrimiento.
El papel que el comercio y la explotación de los esclavos desempeñaba era muy importante en la economía inglesa. Curiosamente, uno de los primeros actos de política internacional de la nueva monarquía liberal, tras la Revolución Gloriosa, consistió en arrebatar a España el monopolio del comercio de esclavos. Y son precisamente estos burgueses ilustrados y tolerantes, liberales, que lograron dejar atrás el Antiguo Régimen, los que se lanzaron a la expansión colonial, de la que la trata negrera fue una parte integrante. El mundo liberal contribuyó de manera decisiva al ascenso de la esclavitud, una explotación que iba más allá de la mera servidumbre, pues reducía al esclavo a pura mercancía y proclamaba el carácter racial de la condición a la que estaba sometido. Así que la esclavitud no fue algo que permaneciera a pesar de las revoluciones liberales; más bien al contrario, conoció su máximo desarrollo con posterioridad a tal éxito.
Las declamaciones en honor de la libertad de los liberales ingleses contra el monarca absoluto, o de los rebeldes de las colonias contra las instituciones inglesas, contrastan llamativamente con su condición de propietarios de esclavos. Resulta sorprendente descubrir que, además de Locke, Adam Smith, Tocqueville, Montesquieu, Bentham, Mandeville, Mill, Jefferson y Washington, los grandes defensores de la libertad, eran inequívocamente partidarios de la esclavitud y propietarios todos ellos de esclavos. Asimismo es muy sugerente que el estado norteamericano de Virginia, en el que estaba presente el cuarenta por ciento de los esclavos del país, fuera quien mayor número de protagonistas proporcionara a la revuelta en las colonias inglesas en Norteamérica. La Revolución americana fue protagonizada y usufructuada por una casta de propietarios agrarios cuya base económica era el trabajo esclavo, y en cuyas manos quedó el poder durante decenios: de los siete primeros presidentes de Estados Unidos (1789-1848) cuatro pertenecían al “clan virginiano” y cinco eran propietarios de esclavos, destacando Washington y Jefferson. John Calhoun, vicepresidente de los Estados Unidos de mediados del siglo XIX, remitiéndose a Locke, defendía de forma apasionada la libertad del individuo, los derechos de las minorías, atacaba el fanatismo, pero al mismo tiempo veía en la esclavitud «un bien positivo» al que la civilización no debería renunciar, apostillando que “George Washington era una de los nuestros, un propietario de esclavos y un dueño de plantaciones”.
En otro orden de cosas, el liberalismo en el medio rural, rápidamente llevado e influenciado por sus intereses de clase, marcó a fuego una etapa de privatizaciones de terrenos comunales que causó una verdadera tragedia. Sobrevino la criminalización de comportamientos hasta ese momento lícitos, el campesino se convirtió en un ladrón, el cazador se transformó en furtivo y el terrorismo del código penal se encargó de hacer respetar la “acción violenta”. Este trato brutal, completamente injusto y tiránico, es justificado por Locke, tanto en el robo de tierras a los nativos norteamericanos como en el cercado de comunales en la misma Inglaterra.
En las ciudades el comportamiento de la nueva aristocracia era todavía peor. El enorme robo de niños en las casas de pobres y huérfanos para utilizarlos como mano de obra al servicio de los que buscaban enriquecerse con ellos, venderlos, comprarlos, explotarlos, abusar de ellos… era una realidad innegable. De esta forma no resultará tan extraño que otro liberal, el pensador inglés Bentham, acreditado predecesor de la eugenesia nazi, propusiese que «una casa de inspección, a la que fuera entregado un grupo de niños desde su nacimiento, permitiría un buen número de experimentos”. En estas condiciones de degradación moral no resultará tampoco extraño ver que la venta de niños en Inglaterra fuese común y que su precio fuese inferior al de los esclavos en América. Asimismo el filósofo, médico y economista político Mandeville, consideraba como subversión inadmisible el que los obreros se organizasen en defensa de los abusos de sus patronos. Por qué?. Pues, “porque los obreros hacen de todo por ponerse al nivel de sus patronos, y están perdiendo ese sentido de inferioridad que solo podría hacerlos útiles al bienestar público».
En definitiva, el liberalismo, con Locke como maestro esclarecido, expone claramente quién es parte de la sociedad y quién no, quién debe ser tratado como persona y quién no. Y cuál es el fin último de esa sociedad, mantener el estatus político, social y económico de sus dueños. Los esclavos no pueden ser considerados parte de la sociedad civil, cuyo fin principal es la conservación de la propiedad. Sus ideas liberales y sus cantos a la libertad y a la resistencia frente el monarca absoluto tenían como alcance, a una muy escueta parte de la humanidad (solamente hombres varones que fueran propietarios virtuosos), no incluía a los irlandeses ni a los niños pobres (para los que pedía que se les obligase a trabajar desde los tres años), ni a las mujeres, ni a los trabajadores ingleses asalariados…, no digamos nada de los negros y amerindios. Marx consideró el periodo “revolucionario” inglés de 1640-89 como un “golpe de Estado parlamentario” que consagró el carácter aristocrático y conservador de las instituciones democráticas, el expolio de los campesinos (al privatizar los bienes comunales, que fueron entregados a los grandes propietarios) y la dictadura sobre los irlandeses; y supo muy bien vincular el íntimo sentimiento racista con la construcción de una clase social de dominio y explotación.
Es evidente que el esclavismo estructural e irrenunciable de todos sus líderes y teóricos, la reducida dimensión del grupo de poder y la inmensidad numérica de los excluidos, así como la visión racista impide, radicalmente, vincular el liberalismo fundacional teórico, político y económico con la libertad y la democracia. No obstante, está muy extendida en amplias capas de la población el criterio y consideración mitificada de una pretendida identificación entre liberalismo y libertad, progreso, democracia o futuro. Cuando vemos que la sociedad de bienestar actual se va a pique por la actual crisis, generada por un liberalismo siempre redivivo, salvaje, emergente en su tradición esclavista primigenia, deberíamos recordar lo que las potencias capitalistas transformaron la sociedad, a lo largo del siglo XIX, en la opresión y miseria de las fábricas.
Liberalismo y esclavitud, concurrencia casual o simultaneidad consustancial (?). La Lógica perversa de Locke nos da la clave de la respuesta al dilema.