En nuestra tierra supongo que muy poca gente conocerá la existencia de Joan Francesc Mira. Y es normal. Aquí, como en toda la geografía que ocupa el poder del Estado español, sólo son conocidos los escritores que escriben en su lengua oficial y, sobre todo, si forman parte de su «pesebre nacional». Es evidente que la prensa tampoco favorece, a través de sus «suplementos culturales» literatura o ensayo escritos en idiomas hablados en el Estado español distintos del «superoficial».
Incluso cosa parecida sucede con las obras de estos autores aunque hayan sido traducidas al español. Normalmente, en el ámbito de la narrativa, de Catalunya sabemos de Josep Plà, aunque, posiblemente, no hayamos leído nada del mismo; tal vez también se conozca a Mercè Rodoreda. En este sentido, una obra como «El quadern gris» («El cuaderno gris») es una maravilla literaria, como lo pueda ser «Plaça del diamant» («Plaza del diamante»). Pedrolo, en la vía de novela y teatro, es otro gran autor, también un gran desconocido fuera de Catalunya. El valenciano Joan Fuster es, casi con total seguridad, el ensayista de mayor nivel que ha escrito en los diversos países del Estado español durante el siglo XX.
Un escritor que continúa la saga de buenos escritores en lengua catalana es Joan Francesc Mira (Valencia 1939). Autor de estupendos ensayos y muy buenas narraciones. Como narración, consistente y extensa, sólo he leído una novela, «Purgatori» (Barcelona, 2003), de la que hay traducción al español (obviamente «Purgatorio») y me pareció francamente buena.
La formación humanística de Mira le ha conducido a pasear por los campos de la traducción, al catalán por supuesto, de clásicos como «La Divina Comedia» del Dante o los Evangelios, trabajos recibidos con entusiasmo unánime en los ámbitos culturales de los Países Catalanes.
Esa misma formación, unida a un fuerte compromiso político con su País Valenciano, le ha llevado a escribir ensayos sobre teoría social, lingüística y política del hecho nacional con un nivel altísimo. Sólo he podido leer dos de sus principales obras en este campo: «Crítica de la nació pura» (Valencia 1984) y «En un mon fet de nacions» (Palma de Mallorca, 2008), por desgracia, no traducidas al español. Y merecen el esfuerzo que supone leer en una lengua que, a pesar de conocerla en cierto modo, no domino.
Recientemente he terminado la lectura del segundo libro y me han parecido magníficas sus reflexiones sobre «identidad», «pueblo», «lengua», «territorio» y «conciencia». El autor habla siempre desde su perspectiva, desde un País Valenciano absolutamente negado desde el poder político del Estado español y sus sucursales «locales»; un país sumido en un profundo autoodio. Sería muy interesante el que sus planteamientos llegaran al nuestro, mediante la traducción, o traducciones, correspondientes y fuera conocido. Pienso que merece el esfuerzo.
Para cerrar este breve comentario, traduzco sin más dos párrafos de su capítulo «Identitat i territori: els cercles de la consciència» («Identidad y territorio: los círculos de la conciencia»):
«… En cualquier caso, sea el que sea el poder definidor que actúe con más eficacia, esta eficacia se basa en el hecho, recordado al principio, de que la delimitación de la pertenencia es una de las pocas necesidades universales de todas las culturas y sociedades humanas: los individuos necesitan ser alguna cosa, formar parte de algún ámbito que los defina como miembros de un grupo, e incluso, salvo alguna muy rara excepción, como miembros de un grupo territorial. Hablar de identidad, por tanto, no es una moda, ni un subproducto de los nacionalismos y regionalismos más o menos ‘étnicos’, tanto si estos fenómenos se valoran positivamente como si no. De hecho, parece como si el mismo concepto de identidad fuera, para algunos sectores de opinión supuestamente ‘universalistas’, una idea peligrosa: como si cualquier identidad colectiva o de grupo (territorial, cultural, ‘étnica’ o de pueblo, histórica, ‘nacionalitaria’… cualquiera que no corresponda a la definida por el siempre liberal, moderno y progresista espacio de un estado constituido) fuera un invento artificioso y perverso destinado sobre todo al cierre y al enfrentamiento, e incluso a negar la humanidad básica de los individuos. Pensar eso es tanto como ignorar que el soporte básico de la identidad se encuentra en la necesidad básica de pertenencia: es ignorar que todo el mundo, siempre, necesita alguna mediación entre su propia singularidad y la universalidad de la especie. Hecho y dicho, ¿quién puede no ser nada? ¿Quién puede ser únicamente él mismo, sólo un individuo? El solipsismo cultural y social es una imposibilidad humana (si se mira bien es inhumana, porque nuestra especie no es ‘solitaria’ como los osos sino ‘comunitaria’ como el conjunto de primates), y en la práctica no pasa de constituir una fantasía de algún intelectual desencarnado que en su soberbia se piensa autosuficiente en su propia individualidad… que por eso mismo él considera superior y privilegiada, tanto si es explícitamente consciente, como si no.»
Y más adelante:
«… El poderoso problema de ‘crear identidad’ actúa, por consiguiente (…) y pasa, sobre todo, por la educación escolar más clásica: algunos de los lectores deben recordar, sin duda, aquella fotografía del primer día de escuela, en el cual el chaval se colocaba tras una mesa y delante de un mapa de España, y quedaba así enmarcado para siempre en el único espacio de pertenencia verdaderamente importante que le había sido asignado. La criatura llegaba al colegio a los seis años, y el colegio le proporcionaba dos formas de identidad: una directa y visible, reflejada en la foto de la clase reunida en el patio, posiblemente la primera forma experimentada de ‘identidad de grupo’ fuera de la familia; otra indirecta pero poderosa y decisiva, a través de la proyección, cargada de simbolismo, del propio retrato sobre el mapa de España. Con aquella superposición de la propia imagen infantil y de la ‘imagen de la patria’, se suponía que tenía que quedar bien clara y fijada la identidad territorial básica del pequeño individuo. El chaval no estaba retratado ante una reproducción de su ciudad, o de un mapa de su municipio, ni mucho menos -¡cómo podía serlo!- ante un mapa del País Valenciano, en su caso, sino ante la imagen del estado-patria. Era como decirle explícitamente, en aquella primera ‘foto oficial’ e institucionalizada de su vida: tú eres eso que representa el mapa, este mapa (territorio, estado, nación, patria…) es el que te identifica, esta es la identidad que tienes por encima de cualquier otra, y ser eso -español, evidentemente- es la única cosa importante. Después venían, como es bien conocido y como todavía pasa a menudo de manera más indirecta y sutil, todos los refuerzos necesarios en forma de banderas, canciones, interpretación de la historia, personajes heroicos y grandes nombres del arte o la literatura».
No hay que añadir nada más.