Jaime

Tanto en la conquista de la soberanía de un pueblo como en su quebranto se concitan mitos, efemérides patrióticas y personajes. En nuestra derrota están las fechorías habituales de virreyes, gobernadores, obispos y clérigos, magistrados, maestros y toda la parafernalia invasora. Toda esta confabulación, por sí misma, habría sido insuficiente para arrebatarnos nuestra independencia. Al menos en Nabarra ha sido muy decisiva la intervención de una negra galería de personajes, que han dejado su impronta y sus pautas. Ambos aspectos, tras largos siglos de ocupación, siguen plenamente vigentes.

El conde de Lerín, Charles de Artieda, Juan de Andueza…y otros muchos traidores que se vendieron al «falsario», no pasan de ser meros trepas o arribistas sin escrúpulos. No parecen que fueran conscientes de las consecuencias de su felonía. Hay otras firmas más sibilinas, más concluyentes, que han profanado nuestras instituciones y nuestro patrimonio histórico y cultural. Son elementos foráneos y autóctonos, liberales e integristas, antinavarros y navarristas, peperos, upeneros, sociatas de salón y toda la fachenda sacra o laica. De todo encontramos en este mosaico tan acribillado de nuestra historia.

Juan de Rena. Si nos atenemos a su «currículo» político, no parece descabellado conjeturar que había asimilado al detalle las teorías de su compatriota Maquiavelo. Se trata de un tipo -insistentemente lo destaca Pello Esarte en su minucioso trabajo sobre la conquista-, que viene a resultar un elemento «sine qua non» en la consolidación de tal invasión. Rena es un auténtico hombre de estado. Político, estratega, jefe de policía… De hecho, el ministro plenipotenciario de la corona. Este siniestro clérigo goza de una inteligencia superior que le permite estar presente en todos los recovecos, tanto de la alta política como de la más rastrera. Lustros después de la conquista, aconseja al emperador mostrar generosidad, a la hora de retribuir y sobornar a espías, chivatos y espíritus servilistas: «tenga en cuenta su majestad que este pueblo es de natural levantisco». Hay que controlarlo y conocer todos su movimientos. No acaban de someterse al servicio del monarca castellano.

Domina toda la economía del reino. Tributos, diezmos, frutos y rentas civiles y eclesiales. No le tiembla el pulso a la hora de exigir a la población insoportables exacciones. Acapara con descarnada insolencia todo el patrimonio de los desafectos a las imposiciones del invasor. Hace lo propio con los acusados de herejía, para lo que no muestra escrúpulos en el manejo de bulos. Prácticamente, toda la hacienda navarra estará en sus manos.

El hecho de amancebarse con una navarra e incluso abandonarla con una hija no le impide aspirar -en connivencia con la mafia papal- a las más altas dignidades eclesiásticas. Caen en sus manos abadías, el vicariato de Pamplona… Y crímenes de Estado. Son numerosos los navarros a los que ejecutó, con la consiguiente apropiación de sus bienes. Sería necesaria una extensísima biografía para explicar toda su ambición y crueldad. Y sobre todo para explicar al pueblo navarro el exterminio en patrimonios, vidas y cultura que llevó a cabo, semejante ralea de clérigo.

Pero ni siquiera tan avieso y artero personaje consiguió finiquitar nuestra soberanía. Hay que situarse en 1839 para topar con otros dos engendros del mal tan nefastos. Son dos conmilitones, Espartero y Maroto. Menos diabólicos que Rena, menos «sutiles», pero más españoles.

Ambos acabaron con los restos de soberanía que el celo y la sangre del pueblo nabarro siempre defendió ante la constante agresión del imperio español. Ambos, felones, mentirosos y traidores, incumplían sus juramentos y se repartían el botín.

Germán Gamazo, vallisoletano. Otro carroñero que se quemó las alas en su intento de arrasar nuestro sistema fiscal. No era gran cosa. Pero la corte es pertinaz en las muestras de «cariño» hacia Basconia.

Raimundo García García, alias Garcilaso. Inaugurando la saga de flamantes directores antivascos del Diario de Navarra. Acérrimo fascista, pronazi, muy antifuerista, muy conspirador, muy, muy, pero que muy franquista. A este sujeto el pueblo navarro le debe gran parte de la pérdida de su autoestima. Sin duda ha sido uno de los agentes más provocadores de esta desinformación-malformación y sobre todo desolación o desierto cultural que se extiende por toda nuestra geografía.

Estoy convencido de que la acción de estos personajes ha sido más determinante que la de las propias hordas invasoras en la desarticulación del Estado navarro.

Evidentemente la lista de tipejos con la misma intencionalidad resultaría inacabable. Clérigos y prelados, directores de periódicos, presidentes de instituciones forales (por lo menos D. Amadeo se confesaba bien vasco)… Y no es que esta peña posea las dotes de los anteriores, pues intelectual y humanamente no dejan de ser unos penosos chiquilicuatros. Les basta con no salirse del carril, pero su cerrilidad les convierte en igualmente perversos y peligrosos.

En la Transición un grupo de estos personajillos mediocres fundó un partido o conglomerado de inspiración foralista. Entre estos «hombres de la patria» encontramos a furibundos franquistas, españolistas, arribistas, opusdeistas y mucho advenedizo foráneo, todos antivasquistas viscerales. Su «confaloniero», el ínclito Aizpún. Evidentemente, con tales connotaciones fundacionales, lo del foralismo no pasa de ser mera entelequia. Conciliar españolismo, franquismo centralismo y antivasquismo con fuero y soberanía resulta metafísicamente imposible.

Y así fue. Desde entonces hasta el presente han campado a sus anchas en «la gobernación» de Navarra. Y han tenido la fortuna de contar con insospechados secuaces, personajillos con vitola de sociatas e izquierdosillos. Gentes capaces de vender su alma con tal de participar en esa lluvia de doblones que se desparrama por los negociados institucionales.

Los resultados ahí están: una Navarra en trance de perder todo su patrimonio y toda su personalidad; muy cerca de esa entidad provinciana que pretendieron los Esparteros, los gamazos, los Rajoy. La renovación o, aún mejor, el bautismo cultural que necesitan nuestras gentes, tras lustros de desconcienciación, es crucial, si queremos recuperar nuestras señas de identidad.

Perdón, se me pasaba… ¿Y ese tal Jaime del título de este escrito? Pues es bien simple. No es más que la raíz de ese vocablo que utilizamos para denominar lo grotesco, lo ridículo, lo sainetesco y la burda arlequinada. Es lo que ha sido durante estos años el desgobierno de ésta, como muchos la llaman, la Navarra reducida, si no fuera por ese componente de desastre y drama que conlleva: una jaimitada.