En la década de los noventa, cuando trabajaba en la Europa oriental, aprendí un par de cosas. Que no hay nada inamovible y que las esferas de influencia pueden abrirse y cerrarse. Explicaba, haciendo garabatos sobre mapas, que Rusia cuando se cerraba se replegaba hasta San Petersburgo, entonces todavía Leningrado, pero que cuando se abría podía llegar… hasta Berlín. Podía explicar la historia entera de la Europa oriental como un juego de abanicos que se iban abriendo y cerrando: rusos, turcos, eslavos y austro-húngaros.
Cuando apareció la Unión Europea intenté aplicar el mismo esquema pero ya vi que no funcionaba. Que siempre, con permiso de la exótica Groenlandia, Europa se expandía. Sin embargo, empiezo a pensar que quizás era una visión sesgada por el hecho de que la Unión hasta ahora sólo había tenido tiempo de expandirse. Pero quizás ahora -sólo quizá- ha llegado la hora de que el abanico se cierre también, como una constante geopolítica, para Europa.
¿Pistas? Esta semana Islandia ha frenado el proceso de adhesión a la UE. Lo ha dejado parado. Tienen elecciones y la población no es nada partidaria de entrar en la UE. También en Gran Bretaña el debate se ha intensificado hasta el punto de que Cameron ya dice que quizás sería necesario un referéndum. En Grecia, por primera vez me dicen que hay gente de Syriza que habla de irse de la Unión. Incluso en nuestro país, tímidamente aún, crece el debate.
Es una pregunta que cada vez me hace más gente en las charlas y debates: ¿estaríamos mejor en la Unión Europea o fuera? Y lamento decir que mi opinión es cada día más firme en favor de quedarnos fuera. Porque esta Europa concreta que vivimos no aporta ni una vida mejor ni más democracia a sus ciudadanos. Y, en cambio, es extremadamente cruel con nosotros, imponiendo la ortodoxia económica más ofuscada y la adoración del estado como interlocutor único.
Que vaya alerta, pues, que el abanico podría moverse por más de un punto y cuando ésto sucede, la experiencia me dice que llega la hora de grandes cambios.