Este verano, visitando Guatemala para ver a la mitad de mi familia que es originaria de allí, fuimos a las ruinas de Iximché, antigua capital Kaqchikel destruida por Pedro de Alvarado durante la conquista castellana y que se considera la primera capital de la Guatemala colonial.
Tuvimos la suerte de encontrarnos un buen guía. Un chico mitad kaqchikel y mitad kiché, que hace de guía comunitario para preservar la memoria de sus antepasados y evitar que la ignorancia y la comodidad convierta Iximché en unas inofensivas ruinas de una civilización que desapareció no se sabe cómo.
Lo que sí sabía es cómo: el reino kaqchikel, igual que el Kiché, el sutzuil u otros, fueron aniquilados física e institucionalmente por los conquistadores castellanos y sus aliados mercenarios. La estrategia utilizada fue el ya clásico ‘divide et impera’, usando las rivalidades entre los diversos reinos para aniquilar a todos, uno a uno.
Escucharle era tremendamente interesante pues la colonización dio paso a un Estado que desprecia la historia de su propia gente y lleva a cabo todo tipo de políticas para su asimilación forzada. Él mismo había visto cómo el alcalde de su pueblo le aconsejaba dejar de hacer las visitas, a pesar de que los beneficios que saca sirven para conservar el parque arqueológico, a diferencia de la entrada que sólo sirve para engrosar las arcas de un Estado y una élite cleptocràtica.
Con todo, hubo una información que hace semanas que llevo en la cabeza. Tras explicar que Iximché significa «árbol de maiz», relató que el mismo nombre de Guatemala está relacionado con la conquista. Guatemala proviene de Cuauhtemallan, una palabra de origen náhuatl que significa «ciudad entre árboles». ¿Y qué importancia tiene eso? Pues que así es como bautizaron a Iximché los mercenarios tlaxcaltecas que acompañaban a Pedro de Alvarado en su expedición. Es decir, el nombre de Guatemala evoca en realidad la visión que los conquistadores castellanos y sus aliados mercenarios tuvieron de la capital kaqchikel justo antes de arrasarla.
El nombre de Guatemala es un nombre de pueblo colonizado. Para terminar la explicación, el guía nos explicó que el verdadero nombre de Guatemala es Iximule, que en su lengua significa «tierra del maïz», un nombre mucho más coherente para una gente que amaba la tierra que le permite cultivar la alimento que les permitía vivir.
Todo ello me chocó. Al fin y al cabo, ¿quién pone los nombres de los países? Volví a pensar hace unos días al leer en algún twit perdido que el nombre de Filipinas provenía de Felipe II, rey de la corona hispánica cuando aquel territorio fue conquistado en 1560. ¿Cuántos casos más hay en el mundo?
Haciendo una rápida búsqueda en Google, El Salvador, país vecino de Guatemala, está bautizado en honor al mismo Jesucristo. Es decir, ¡que el nombre del país evoca en sí mismo la doble colonización cultural y religiosa! Algo similar ocurre con la República Dominicana. En cambio Costa Rica tiene un nombre que evoca la mejor tradición extractivista del colonialismo, bautizada por el mismo Cristóbal Colón al ver las joyas de oro que llevaban los nativos.
Con todo esto en la cabeza, cuando estalló hace unos días la crisis del Amazonas pensé en buscar el significado de la palabra Brasil. El colonialismo latente en América Latina (un nombre de raíz doblemente colonial) no falló.
Resulta que el nombre de Brasil hace referencia a un tipo de árbol, cuya madera que tenía color de «brasa» y por cuya extracción Portugal dio una concesión entre los años 1502 y 1512, justo después de su llegada a la costa de lo que ahora es Brasil. No llamaron, así de entrada, al país, lo querían llamar «Tierra de Santa Cruz» entre otros nombres de ambición evangelizadora. Sin embargo, finalmente el país que ha quedado lleva un nombre, Brasil, que hace honor a la tradición extractivista del colonialismo. Brasileiro, la forma como llamamos a los habitantes del país, se refiere a aquel que «trabaja» el Brasil, no aquel que lo habita.
Esta tradición extractivista por lo visto sigue hasta hoy como vemos con la manga ancha que Bolsonaro da para deforestar el Amazonas y extender al máximo la superficie agricultora y ganadera que nutre su sector exportador. Producen soja en lugar de madera de brasa, pero la mentalidad es la misma. Bolsonaro no hace nada que no hayan hecho antes muchos otros gobernantes de Brasil, con la excepción los últimos años de Lula que intentó limitar la deforestación e hizo pasos para respetar los derechos de los pueblos originarios de la Amazonia.
Porque este es el quid de la cuestión. Si los pueblos y las naciones originarias de la Amazonía tuvieran soberanía real o poder para gestionar sus propios territorios, la crisis forestal hoy no existiría. La mentalidad colonial que, en cambio, inspira a Brasilia, no parece que pueda solucionar el problema sin presión exterior.
En este sentido, el mundo Occidental preocupado por el desastre ambiental del Amazonas tiene la posibilidad de usar las donaciones y los acuerdos de libre comercio como palancas para obligar al gobierno de Brasil a abandonar su obsesión extractivista y respetar la lengua, la cultura y los derechos naturales de los pueblos originarios de la Amazonía, que son los más cualificados para protegerla. Las críticas a Bolsonaro sin analizar los problemas estructurales, llevarán a Europa y Estados Unidos a un regreso ideológico al colonialismo, siempre justificado con grandes valores universales y la necesidad de salvar el planeta.
Si Occidente abandona su obsesión autojustificatoria con el ‘melting pot’, encontrará en las identidades locales y la tradición vías para progresar en los próximos años en todo el mundo.
Y es que en esta América de nombres y mentalidad colonial, sólo el empoderamiento de sus pueblos y naciones originarias pueden lograr un desarrollo real, no puramente extractivo y racializado. Si se hacen las cosas bien, un día tendremos que dejar de llamar Guatemala a Iximule.
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