¿Verdad y reconciliación? No en Siria

Para quien quiera entender la cruel tragedia de Siria, existen dos libros: The Struggle for Power in Siria, de Nikolaos van Dam, y, desde luego, la biografía Assad, de Patrick Seale. Van Dam fue embajador en Damasco y su estudio sobre el partido Baaz fue tan preciso –aunque sumamente crítico–, que se instó a todos los miembros del partido a leerlo. Pero esta semana, por primera vez, el periodista libanés Ziad Majed conjuntó a tres de los más importantes académicos sirios en el exilio para discutir el levantamiento en su patria, y su visión es estremecedora y sin duda cierta.

Por ejemplo, según el historiador Farouk Mardam-Bey, Siria es un régimen tribal, que por poseer una especie de clan mafioso y ejercer el culto a la personalidad se puede comparar con el régimen libio, el cual nunca puede reformarse porque sería el colapso del partido Baaz, que siempre se defenderá con furia. “Se ha colocado, política y jurídicamente, en pie de guerra –señala Mardam-Bey en relación con su lucha con Israel–, sin la menor intención de en verdad ir a la guerra.”

Burhan Ghalioun sostiene que la existencia del régimen es como una invasión del Estado, una colonización de la sociedad en la que “cientos de intelectuales tienen prohibido viajar, 150 mil se han exiliado y 17 mil han desaparecido o están en prisión por expresar su opinión”. Es imposible (para el presidente Bashar Assad) decir que no prolongará o renovará su mandato, como otros presidentes (Mubarak y Ben Alí) han pretendido hacer, porque Siria, para Assad, es su familia privada, su propiedad: la palabra “país” no está en su vocabulario.

Assad ha abierto escuelas del Corán y su reciente propuesta de crear una televisión satelital religiosa islamita como “regalo” al jeque Mohamed Said Ramadan Buti (que apoya al régimen) muestra a las claras su respaldo a un islam oscurantista cuya fidelidad al “régimen” es parte de un plan, según Ghalioun, puesto que “el régimen juega con la discordia sectaria para convocar el espectro de la guerra y el caos si las protestas continúan”.

En Alepo y Damasco, insiste Mardam-Bey en forma muy convincente, el régimen de Assad quiere convencer a las grandes comunidades cristianas de que “si el régimen cae, será remplazado por un régimen extremista islámico y su destino será el mismo que el de los cristianos de Irak”.

Al aferrarse al poder, comenta con malicia el crítico literario Subhi Hadidi, el régimen de Assad ha dividido a los sirios en tres categorías: “La primera pertenece a quienes están demasiado preocupados por ganar el sustento diario para involucrarse en cualquier actividad potencial. El segundo grupo son los ambiciosos cuya lealtad es fácil de comprar y que pueden ser absorbidos en una enorme red de corrupción.” La tercera son los intelectuales y activistas opositores al régimen, a quienes se tiene por “imbéciles que creen en los principios”.

Sin embargo, ninguno de estos hombres reflexiona en el horror de los asesinatos en Siria y las inmensas dificultades de reunificar una nación después de una guerra civil. Por casualidad, el aniversario del principio de la guerra civil libanesa, que se prolongó 15 años y en la que murieron hasta 200 mil personas, se marcó el mes pasado con un reporte de Amnistía en el que se estimaba que 17 mil hombres, mujeres y niños habían simplemente desaparecido en el conflicto, y se recordaban las repetidas promesas de las autoridades libanesas de posguerra de investigar su destino, sin que ninguna haya sido cumplida.

Un informe policiaco libanés de 1991 proporcionó de hecho una cifra exacta de quienes debían sin duda de estar en la tumba –17 mil 415–, pero la cifra ha sido puesta en duda. La mayoría de esas personas fueron secuestradas por milicias musulmanas o cristianas, pero algunas familias han relatado cómo sus parientes fueron capturados por soldados israelíes en 1982, así como por hombres armados que los transfirieron a Siria, tras lo cual no volvieron a verlos. Ésa era la Siria de Hafez Assad, padre de Bashar, quien a su vez permitió la constitución de un comité conjunto sirio-libanés en 2005 para investigar qué ocurrió a esos libaneses que fueron llevados cautivos a Damasco. Se ha reunido 30 veces; sobra decir que sus conclusiones –si las hay– jamás se han hecho públicas.

Aun hoy, en el centro de Beirut, parientes de los desaparecidos acampan junto a fotografías de hijos, esposos y padres que perdieron hace 35 años, aferrándose a un frágil hilo de esperanza, víctimas permanentes de la guerra civil. Neil Sammonds, quien realizó la investigación para Amnistía, me dijo: “Líbano no cumple sus obligaciones con propiedad y lleva años sin hacerlo. Las autoridades judiciales son incapaces de hacer su trabajo o no están dispuestas a hacerlo. Sólo cuando lo hagan podremos encontrar la verdad”.

Pero me temo que nunca harán su trabajo. Abrir entierros masivos en una sociedad sectaria es un acto muy peligroso; los yugoslavos lo hicieron en busca de víctimas de masacres de la Segunda Guerra Mundial y en unos meses las guerras de los Balcanes produjeron nuevas matanzas, atrocidades en campos de concentración y limpieza étnica. En Líbano no existen comisiones de la verdad y de reconciliación –tampoco en Siria, me temo–, y 20 años después de que las autoridades libanesas acordaron producir un libro de historia nacional que incluyera la guerra civil, aún no existe. Un extraordinario 67 por ciento de los estudiantes libaneses asisten a escuelas privadas, que sin embargo prefieren enseñar historia “inocua”, como la de la revolución francesa. Si los niños libaneses desean leer sobre el Gólgota de sus padres y madres en 1975-1990, a menudo tienen que comprar libros británicos y franceses sobre la guerra civil.

Los académicos sirios advirtieron que el conflicto en su país podría cruzar hacia el norte de Líbano, donde viven sunitas al lado de alawitas, la secta chiíta a la que pertenecen los Assad. De viaje por el norte de Líbano esta semana, vi carteles fuera de hogares musulmanes sunitas que decían “Assad, no escaparás de nosotros”. No es algo que a sus vecinos alawitas les gustará leer. Pero para terminar regresaré a una predicción sangrienta, aunque a final de cuentas esperanzadora, de Subhi Hadidi. “La opresión del régimen de Assad será terrible. Pero el valor de la gente en la calle y la lucha en general –pese a las dificultades que enfrentan–, junto con la gran juventud de los manifestantes, inducirá al pueblo sirio a seguirlos hasta alcanzar la libertad.”

No estoy tan seguro. En el derrumbe de Siria después de Assad –si esto llega a ocurrir–, será difícil reunificar a los sirios entre la sangre seca de los sepulcros masivos. Traten ustedes de escribirles sus nuevos libros de historia.

 

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

 

Publicado por La Jornada-k argitaratua