“Prefiero fiarme de la línea recta, en la esperanza de que siga hasta el infinito y me vuelva inalcanzable”, escribió Italo Calvino en uno de los escasos apuntes autobiográficos de Seis propuestas para el próximo milenio. Amante de las formas geométricas, escogió el laberinto más simple para definir la médula ósea de su narrativa: esa huida continua de lo que se podía esperar de él y de la literatura de su época, para alcanzar lugares desconocidos.
Releídas hoy, sus eruditas y afiladas conferencias para Harvard –que escribió pero no pudo impartir a causa de la muerte– no son solo su testamento intelectual, también siguen iluminando cada uno de nuestros sucesivos presentes. En el epílogo de la edición de la Biblioteca Calvino de Siruela de ‘El arte de empezar y el arte de acabar’ leemos que una novela empieza con una elección crucial: “El distanciamiento de la potencialidad ilimitada y multiforme para dar con algo que todavía no existe y que podrá existir solo por medio de la aceptación de los límites y las reglas”. Lector de ensayo científico, aficionado a las matemáticas y la informática, miembro de OuLiPo, supo hacer siempre de la necesidad, virtud: de las restricciones, aceleradores de partículas.
Las ciudades invisibles es el mejor ejemplo de cómo la rigidez de un índice y las combinaciones de un concepto se pueden transformar, por arte de alquimia, en una obra maestra de la literatura y de la joyería. Su arquitectura compleja, levantada a través de ensayos o cuentos o poemas en prosa, estructurada mediante la ingeniería de un diálogo mítico entre Marco Polo y Kublai Kan, logra que en cada una de sus formas breves convivan los primeros asentamientos con las metrópolis de ciencia ficción, las topografías donde hemos vivido con las que hemos visitado o solamente soñado, porque no habla de ciudades posibles, sino de ideas de ciudad. Calvino, que reivindicó la visibilidad como uno de los valores de la literatura del futuro, firmó la gran obra maestra de lo mental e invisible.
“Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades”, escribió en el prólogo. Y añadió: “Son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos”. Intercambios de presente, futuro y memoria. La máxima aspiración de un escritor es que su obra abarque esos tres tiempos. Los que, a falta de una convención mejor, articulan nuestras vidas. A los cien años de su nacimiento, el escritor italiano sigue siendo leído porque supo dilatar su presente y convertirlo en una red arácnida que se extendía desde las fábulas antepasadas hasta su próximo milenio, que es el nuestro. Y ahí sigue, siempre unos pasos por delante, inalcanzable, tan cerca.
LA VANGUARDIA