Iruñea, Navidad en gris

No hará dos lustros, lo confieso, que abrigaba la esperanza de que finalmente su pretenciosa «cúpula» se despanzurraría. No ha sido así y nuestro ínclito pastor, Sebastián, lo rescató de la miseria y del olvido de los que nunca debió salir.

Desde que el histriónico y perverso dictador lo inauguró – aunque obligado, tuve la indecencia de presenciar el fausto- tan sólo una vez, pura curiosidad, pude penetrar en sus entrañas. No se si alguien me creerá, pero hay testigos de que de los muros tenebrosos de aquel antro brotaban quejumbrosos lamentos. ¿Serían los del eminente fascista cuya alma se pudría en el tétrico mausoleo? Alguien, sin duda más cerebral que servidor, me enfrió la sesera. No se trataba de los gemidos de la putrefacción del alma del militarote fascista. Se trataba de la descomposición de aquel gélido mamotreto con fatua ensoñación de planta vaticana.

Y en éstas, como digo, llegó el ilustrísimo Sebastián y ¡hala!, por decreto-ley, velis nolis, que lo remoce el contribuyente… Le lavaron la cara y le parchearon las entrañas. Para mí que lo que han conseguido es asear y destapar más su horripilante frialdad. Al menos eso es lo que percibía ahora, entonado con los neones navideños. Conste que no es únicamente lo que de adefesio y simbología conlleva el panteón de marras lo que tanto me incomoda. Es la obstrucción que la susodicha mole supuso para los vientos y los horizontes de los montes de Tajonar.

De jóvenes sabíamos que allí terminaba Carlos III, nuestros ligues, la exhibición dominical de las nenas, la ciudad… Apenas percibíamos que detrás surgía otra Iruña, entonces remota, extraña. Aquel Carlos III que moría en la frialdad neoclásica de Conde Rodezno, entonces muy residencial, muy aristocrática y muy franquista, tenía su personalidad y sin duda su ángel. Era una arteria en perpetua ebullición.

Pero, a lo que vamos, uno de estos días prenavideños (¡mira que son cargantes estas navidades tan industriales y globalizadas!), deambulaba absolutamente «desquiahacerado» por las crueles losas del viejo tontódromo. Cruel, amargo y desolador es enlosar el vestigio de la primera expansión a la modernidad de la vieja Iruña, que no estaba tan mal al menos para «los castas», siempre celosos de nuestras vivencias y nostalgias.

No cabe duda de que la curul burgalesa ha despertado la momia y el espíritu del tétrico mausoleo fascista. Y su gélido aliento avanza destruyendo las entrañas y amortajando en grises a nuestra querida Iruña. Luego penetra en las entrañas de nuestros lares, con «tramas» que no supieron amar ni mimarlas, porque las engendraron para violar. Y ahí, en nuestro vetado subsuelo, eyaculan sus fanáticos orgasmos, pringándolo todo de hormigón. Esta trama, espoleada por la «fotopática» burgalesa, es peor que el peor Atila. Es ese odio compulsivo contra todo lo que huela a patrimonio navarro.

Por lo demás, era desoladora la estampa navideña del nuevo Carlos III. Tres magnolios apagados y aburridos en la sombra. Los dos pinos de muchos miles de euros, puro artificio cónico, cargados de mentira y cosidos de lámparas sin destino, sin niños para mirarlas e ilusionarlas. Dos San Nicolás más anoréxicos que desbarrigados, anodinos y completamente ignorados.

Los escasos viandantes se apresuraban por el desierto gris de la noble avenida. Ni los mustios comercios ni los innumerables neones (¡vaya dispendio de energía y dinero!) apresaban sus pasos.

Bon Nadal, Buen Natale, Merry Christmas, Feliz Navidad (¡la solidaridad globalizadora que al parecer no llegó al euskera!), rezaba una de esas tiendas Chic de modelos exclusivos. Yo siempre me sorprendo. ¿Han visto a sus clientes? Pues ahí siguen, con todo su insulso glamour y apabullante soledad. Quizás sea suficiente para su supervivencia la venta de un par de modelitos al mes.

Lo cierto es que la peña peregrina hacia las grandes superficies, y las tiendicas de los barrios se mueren de silencio e inanición. ¿Esperarán a los San Fermines para recuperar el elan vital?

Y uno, al menos en este tema, siente una sana envidia de tantas ciudades europeas, Sarajevo, Praga, Lisboa, etc., que tan primorosamente miman y hasta reverencian a sus barrios antiguos. La misma Donosita: Boulevard, plaza Gipuzkoa, todo el centro, bulle y enamora… Es otra vidilla la de sus comercios, los txokos con variedad de músicos y saltimbanquis de todos los colores.

Aquí, durante estos días, un acordeonista, más congelado que mediocre, aporreaba reiterativamente su inacabable vals, sin que el escaso personal atendiera lo más mínimo al reclamo. Aún me impresionó más una vez en la parte vieja algo más concurridilla el concierto para sordos de una excelente pareja eslava de cuerda: Bach, Vivaldi, Shuman, Straus, fluían con sorprendente unción, todo un placer estético. Créanme, allí permanecíamos dos «pelaos». La gente parecía no oír. Otro desierto, el cultural. Nuestra ciudad ha perdido la sensibilidad y el tiempo para la estética en aras del consumismo compulsivo. ¿Sería la navidad?

Tal vez sea un servidor quien ha perdido la onda, y la nueva sensibilidad nos la ofrezca ese mazacote enlatado del corte inglés (que por cierto no he entrado; ni siquiera me pica la curiosidad) con esa pelmada de villancicos industriales que exhalaban sus vomitorios. Pero me temo que tampoco.

Sin duda la sensibilidad de la ciudad ha de florecer en las entrañas del otro mazacote, el de enfrente. Ha de ser en sus cenáculos interiores, porque la piel de sus muros es un canto a las tinieblas. Es como la negación de la luz y de la gracilidad, pura pesadez cuya mínima contemplación te aburre y te apelmaza el alma.

Tras este «aldragueo» navideño, retorné a casa con la moral reseca. Sin duda el hálito del mausoleo franquista ha inficionado a estos pendejos que manejan nuestro dinero. Es incuestionable que están arrasando nuestra vieja Iruñea para levantar sobre ella su Pamplona, la de la globalización. Una Pamplona en honor al Dios del cemento y del pelotazo.

Uno se ha enorgullecido por ahí y ha amado siempre su pequeño txoko, no porque sea mejor ni más original que otros enclaves, sino porque en él están sus huellas, sus fobias y pasiones, y sobre todo sus referencias. Esto es lo más dramático para el ser de un pueblo, la perdida del patrimonio y de sus referencias específicas. Y esto es lo que se están cargando estos desalmados que nos desgobiernan.

Iruñea no sólo ha perdido su navidad. No sólo se trata de que echen a nuestro Olentzero a las sombras intensas de nuestras selvas. Día a día estamos perdiendo el sabor y el diseño de nuestros barrios, nuestras tradiciones, nuestra historia y sobre todo, como he dicho, nuestras referencias. Un espíritu gris se cierne sobre Iruñea transformándolo todo en espacios anodinos y mortecinos, en barrios dormitorios donde el roce humano es inexistente. Caminamos hacia la Pamplona de la indefinición.

¿Encontraremos a tiempo el revulsivo para detener este rumbo a ninguna parte?