«¡Éste es el mejor mundo posible!», afirma el optimista.
«Yo creo que tienes razón», contesta el pesimista.
«Los europeos no saben vivir si no van lanzados en una gran empresa unitiva. Cuando ésta falta se envilecen, se aflojan, se les descoyunta el alma. Los círculos que hasta ahora se han llamado naciones llegaron hace un siglo, o poco menos, a su máxima expansión. Ya no puede hacerse nada con ellos si no es trascenderlos. Ya no son sino pasado que se acumula en torno y bajo lo europeo, aprisionándolo, lastrándolo. Sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa». Esta visión de Ortega y Gasset (1930) de una Europa vital que trascienda su horrible pasado de luchas internas resume el proyecto europeo hoy todavía atrapado en las redes de los egoísmos nacionalistas; 50 años después de la firma del Tratado de Roma la Unión Europea se encuentra en una situación desconcertada a pesar de medio siglo de impresionantes éxitos en términos de paz y bienestar. Desde el fin de la guerra fría la UE afronta una alternativa decisiva: integración o erosión.
La Unión Europea (mantengo el término para evitar los saltos desde la Organización Europea de Cooperación Económica (1948), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1952), la Comunidad Económica Europea (1957), la Comunidad Europea hasta la UE) es el resultado de dos procesos en dos tiempos muy distintos: la formación de una sociedad o civilización europea y la guerra fría como constelación geopolítica resultante de la II Guerra Mundial.
Europa como modernidad específica. En la Europa del siglo XVI en adelante se formó una dinámica social y económica en expansión y creciente interdependencia que desborda las instituciones políticas tradicionales y que demanda una organización gubernamental correspondiente más allá del sistema de estados existente. Europa se diferenció de los espacios vecinos como el este ruso-ortodoxo o el bizantino o el magrebí por su temprana separación entre poderes religiosos y políticos, su secularización y racionalización de la vida pública (Ilustración, Renacimiento, Reforma) y la resultante idea de democracia y ciudadanía.
El camino específico a la modernidad de Europa generó la utopía de una sociedad amplia y plural dentro del marco de una «paz perpetua» (Kant). La Revolución Francesa proclamaba la nación política de los ciudadanos (del Tercer Estado, la comunidad de todos los ciudadanos que han alcanzado la mayoría de edad), no de los pueblos. La revolución burguesa fue una revolución europea que estableció derechos y valores universales.
La utopía de una comunidad social, política y económica continental es el resultado del camino particular europeo hacia la modernidad, un camino que implica mucha desigualdad interna y que dejó fuera muchas regiones geográficamente europeas (sobre todo las cristiano-ortodoxas y eslavas). Esta utopía es anterior a la utopía de la nación que surgió después, en el siglo XIX, e interrumpió y desvió este proceso, que también es una utopía en el sentido de que no existe ni puede existir una nación como cuerpo social homogéneo ni un Estado idéntico con una nación en el sentido cultural, étnico o lingüístico. Esta utopía tan desastrosa gobierna desde entonces junto con otra utopía imperante en la Europa moderna, que es la economía del libre mercado autorregulador.
Con la consolidación del sistema de estados nación y sus luchas hegemónicas a lo largo del siglo XIX se consolidó también una debilidad política europea: Europa no se une por su propia voluntad, sino sólo en contra de intentos hegemónicos en su interior: contra el Reino de España de los siglos XVI y XVII, contra Napoleón a principios del siglo XIX, contra Hitler y Stalin en el siglo XX, y lo hace no buscando la unidad federalista, sino un sistema precario de equilibrio de fuerzas en el continente.
Europa en perspectiva histórica presenta, así, una paradoja: su único proyecto realmente común, la racionalidad occidental y los derechos humanos y civiles, no es europeo, sino universal, y todas las demás innovaciones político-culturales europeas, el cristianismo, el nacionalismo, el socialismo, el conservadurismo, han resultado fuerzas destructoras y divisoras en vez de unificadoras.
La UE como un proyecto de la guerra fría. La UE de 1948 hasta 1989 era una solución pequeña, es decir una Europa parcial occidental. Junto con la OTAN tenía dos funciones principales: establecer la frontera de Occidente frente al bloque soviético y controlar a Alemania. La UE como unión económica pero no política, y como instrumento de la guerra fría, restaurando el sistema de estados nación anterior a la guerra, fue una gran frustración para las aspiraciones de los movimientos antifascistas y de resistencia al final de la guerra. Este movimiento quería erradicar las raíces de los desastres humanos de la primera mitad del siglo XX: sustituir el sistema de estados nación por una comunidad solidaria europea según principios de una unión federalista, tal y como lo expresó Ortega en la cita inicial.
La UE no fue el proyecto progresista del movimiento europeo, sino el proyecto conservador del bloque del mundo occidental cristiano contra el bolchevismo (de Gasperi / Italia, Schumann / Francia, Adenauer / Alemania, Spaak / Bélgica), basado en la creciente integración económica bajo el liderazgo de EE UU. Así se desarrolló hasta 1990 profundizando en un mercado, algunas políticas económicas y algunos fondos estructurales comunes, e incorporando nuevas democracias europeas occidentales, entre ellas España.
La nueva dinámica: ampliación desintegradora. El fin de la guerra fría generó una nueva dinámica para la UE: la ampliación hacia el Este con la incorporación de una multitud de países sin tradición europeísta. Esta dinámica coincidió con los primeros intentos serios de avanzar en un proyecto político y social común generando una tensión entre integración y ampliación con potencial explosivo para el futuro de este «primer espacio político transnacional del mundo» (Jeremy Rifkin).
La UE es la única organización supranacional en el mundo que financia políticas activas de formación y empleo, de igualdad de género, de seguridad e higiene, de calidad en el trabajo, que fomenta los derechos sindicales y medidas contra la exclusión social. Los fondos estructurales y sociales, el diálogo social europeo y estándares mínimos comunes la convierten en el espacio más social del mundo y la UE es la única forma político-institucional capaz de proteger y desarrollar estos estándares en su interior frente al «dumping» social desde dentro y desde fuera. Los estados nacionales ya no son capaces para defenderse frente a la competencia exterior y el poder de las multinacionales. Lo que ocurre es que hay poca voluntad y poca presión para utilizar las potencialidades de desarrollar la Europa social. Lo mismo cabe lamentar acerca del desarrollo de los órganos democráticos (Parlamento y Comisión), que todavía carecen de competencias y, sobre todo, de legitimidad democrática. No son el resultado de elecciones europeas directas.
Mientras la ampliación y la integración económica siguen unos ritmos acelerados bajo presiones geopolíticas, la integración social y política tropieza una y otra vez, y amenaza incluso con convertirse en un fracaso. Los países del centro europeo no participan, o sólo de forma muy precaria, en las dos dinámicas fundadoras de la UE: no pasaron por el proceso de civilización democrática a partir de una revolución burguesa ni estaban en la parte occidental de la guerra fría. En cambio, añaden otra tradición, potencialmente explosiva, a los fundamentos de la nueva UE: un antirrusismo infantil y traumático que se opone a la unidad europea y busca la alianza atlántica al lado de EE UU como único garante militar contra Rusia. Los países centroeuropeos, con Polonia y la República Checa (en contra de la voluntad de su primer presidente democrático, el europeísta Václav Havel) en la vanguardia, no han participado y no quieren participar en la construcción europea, sino seguir la guerra fría desde el otro lado, como aliado de EE UU.
Dos eventos marcaron la nueva división europea difícil de superar en el futuro. En las guerras de los Balcanes la UE no fue capaz de elaborar una posición común para intervenir, con lo cual una vez más dejó paso a la lamentable intervención norteamericana en un conflicto bélico intraeuropeo. Hasta hoy la integración europea y pacificación de los países balcánicos queda a medias. La desunión política europea quedó mas patente todavía en la guerra de Irak. En su posición «eurocínica» (Lluis Bassets) de aprovecharse sin contribuir, los nuevos miembros centroeuropeos se encuentran con un viejo socio. El Reino Unido nunca quería profundizar en la integración europea, que sino siempre priorizaba la alianza atlántica bilateral y sólo participaba en la UE para controlar y frenar. Así se forjó el grupo de los ocho que apoyaron la guerra criminal de EE UU contra Irak, liderado por el Reino Unido y asistido por Polonia, Hungría y la República Checa, y apoyado por unos gobiernos derechistas de turno como la España de Aznar y la Italia de Berlusconi. Este grupo recibió el inmediato apoyo del grupo de Vilnius, con los siete países centroeuropeos entonces candidatos y hoy miembros de la UE.
Mientas España e Italia volvieron al proyecto europeo con el cambio hacia gobiernos más sensatos el eje entre británicos y centroeuropeos representa una bomba de relojería en el corazón de la UE. En el futuro el Reino Unido ya no tiene que reservarse «opt-out» posiciones individuales, como fue el caso de no firmar el Protocolo Social de Maastricht y no participar en la moneda única, si no puede bloquear colectivamente con los países centroeuropeos. La Europa ampliada se parece así mucho más a un proyecto de control de Europa desde fuera, es decir, desde EE UU y su aliado inglés, para evitar una Europa unida que a un proyecto europeísta.
Con el fracaso del mal denominado Tratado Constitucional (una constitución requiere un pueblo soberano, un «demos» europeo inexistente hasta ahora) se paga el largo retraso del proyecto político y social común frente a la prioridad del mercado. Mientras los gobiernos nacionales pierden la capacidad de desarrollar políticas económicas y sociales efectivas, la UE no ha ganado esta capacidad de regulación de una economía generadora de conflictos, desigualdades, flujos migratorios e impactos negativos medioambientales. Su poder económico permitiría una infinidad de intervenciones inteligentes para regular mejor este gran espacio económico y social. Pero la UE despierta actualmente todo tipo de desconfianzas (hacia la globalización, el libre mercado, un superestado, algunos países dominantes, la burocracia intransparenteÉ) y ninguna confianza.
La UE no puede avanzar como una mera asociación de estados y mercados. O se consigue generar una dimensión ciudadana y societal o se convierte en el autor de su propia tumba. En su despedida como ministro del Exterior alemán Joschka Fischer dejó claro que la única solución factible para los problemas de Europa es el paso de una asociación de estados a una unión federal con auténticos órganos democráticos. A esto había que añadir que una Europa federal sería la única potencia capaz de corregir los desequilibrios geopolíticos actuales. Sólo Europa podría intermediar en Oriente Próximo, sólo Europa podría presionar a EE UU a respetar la ONU y los tratados internacionales, sólo Europa podría poner un peso correctivo entre EE UU, Rusia y China, sólo Europa (y no Chávez y Fidel) podría ayudar a Latinoamérica a salir del patio trasero de EE UU, sólo Europa tiene que sacar a África del peligroso subdesarrollo e inestabilidad por intereses propios, sólo Europa como unión posnacional podría empujar el fortalecimiento de los organismos internacionales, etcétera. Sin embargo, no hay movimientos europeístas renovados ni fuerzas políticas a la vista para empujar este proyecto de una federación transnacional de ciudadanos. La izquierda o es antieuropeísta o sólo europeísta retórica sin proyecto, la derecha siempre ha sido antieuropeísta y el liberalismo se ha autoimputado políticamente poniéndose el «neo» por delante.
En un mundo en el cual la superpotencia restante fomenta cada vez más conflictos bélicos y movimientos terroristas que desbordan su propia capacidad de control, Europa es tan imprescindible como ausente. Así, nos quedamos con la pregunta: la Europa que se construyó contra el muro de la guerra fría aportando al mundo la innovación política más interesante desde el Estado nación, ¿de dónde puede alimentarse ahora para seguir construyéndose contra nada?
* Holm-Detlev Köhler es profesor titular de Sociología de la Universidad de Oviedo.