El 30 de octubre de este año se celebra el 50 aniversario de la muerte de Pío Baroja. Como no podía ser de otro modo, cierta artillería pesada de la intelectualidad ha aprovechado tal ocasión para dar a conocer algún nuevo punto de vista sobre la vida y obra de quien iba para médico, se convirtió en panadero y acabó emborronando cuartillas durante sesenta años. Escribió tanto y sobre tantísimas cosas de la vida real e imaginaria que no es mera casualidad que haya producido tantos entusiastas de su obra como enemigos de su persona, y de ambas cosas a la vez.
Lo curioso del caso es que sus apologetas y sus calumniadores coinciden, aunque no lo deseen, en algo que los unirá sine die: ser lectores compulsivos del vasco escritor más controvertido de todos los tiempos.
De cada uno de ellos, defensores y agraviadores, elegiré un aspecto con el que se quiere ponderar hasta lo inefable su bondad y otro con el que se quiere denigrar hasta lo imposible su persona y su obra. Empezaré por este último.
En el año 2001, E. Gil sostenía que Baroja era un farsante, un mentiroso, un oportunista y, atención, un mal fermentador de novelas de acción, amén de otros sambenitos la mar de deleitosos. Peor todavía: sugería que todo lo que llevaba el apellido Baroja estaba recubierto de una pátina de mierda que ocultaba un pentimento de farsa total. Una farsa que pringaba a toda la familia: a su padre, Serafín, a sus hermanos Carmen y Ricardo, y al perro de la criada. Bueno, es que el ensayista se descuajeringaba, incluso, de quienes, por debilidad intelectual seguramente, cayeron en la incomprensible torpeza de alabar al vasco de Itzea.
Esta era la tesis principal. Aunque, a mí, lo que me dejó colgado de la viga de la perplejidad fue su afirmación de que la novelística de Baroja «daña el corazón».
Supongo que E. Gil hablará por sí mismo y no por boca de ganso. Y que, por tanto, su corazón, u otra víscera, se habrá visto dañado en grado sumo, habida cuenta que ha estado expuesto a una obra detrítica durante años. Y eso es lo que extraña. No se entiende bien que, sabiendo que una obra dañe tanto, se sea tan poco precavido y pase uno tantas horas expuestas al contacto de un virus horrible y letal.
En fin. En cuanto a la otra parte convocada, es decir, a quienes de alguna manera son genuflexos devotos de la obra y vida del escritor, hay un aspecto que apenas se dice, o si se dice lo es para hablar de las «radicales opiniones» del vasco, con cuya expresión se pretende justificar lo injustificable. Sólo les falta apelar al contexto histórico en que fueron dichas.
Fue Ortega y Gasset el primero en hablar del «fondo insobornable» de Baroja, en cuyo pozo cultivaba orquídeas como la independencia de espíritu y, sobre todo, una coherencia ideológica marmórea, que mantendrá hasta las últimas miserias de la guerra.
Sabido es que Baroja decía de sí mismo que era «hombre de consecuencia lógica». Que nunca cambió de ideas, porque, en su opinión, las suyas eran unas ideas estupendas, aunque fueran erróneas o, porque, como dice él con socarronería incluida, no encontró en los demás ideas mejores.
En este terreno, cabe señalar que sus más acérrimos defensores no han perdido ocasión para enarbolar la coherencia barojiana como uno de los atractivos y valores más excelsos de su obra. Yo, desde luego, no negaré que Baroja vivió con una «coherencia muy coherente». Ahora bien: ¿coherente con qué?
Yo no sé si la gente se retrae a la hora de hablar de estas cosas porque le da miedo, o siente que el edificio barojiano se va a venir abajo irremediablemente.
El hecho incontrovertible es que Baroja fue impermeable al cambio climático de las ideologías. Si Mark Twain decía que «la filosofía de la coherencia es el cambio», Baroja diría, como Parménides, que es el inmovilismo. Así, afirmará con cierto entusiasmo y vanidad incontenibles:
«Yo he seguido mis opiniones y, la verdad, no he comprobado en mis ideas grandes errores. Me he engañado poco o, si me he engañado, he vivido siempre en el engaño, lo cual es casi lo mismo. Cambiar me parece arbitrario (…). Siempre he sido lo mismo (…). No he encontrado nada en mi vida que me haya hecho cambiar de opinión».
Por un lado, en este país se da una propensión casi enfermiza a ser fiel a las ideas recibidas o metidas por un embudo en el cerebro. Como si las ideas se nos dieran de una vez por todas y tuviéramos que mantenerlas para siempre intactas. A tanto puede llegar el desvarío ideológico que hay gente capaz de morir por ellas. Enternecedor. Por otro, cambiar de ideas se presenta como algo terrible y un desliz ético imperdonable. Cuando lo más normal sería cambiarlas, si se comprueba que las ideas de los demás son mejores. Pues se tiene que ser muy fatuo o muy egotista Baroja presume de ello para no darse cuenta de que hay ideas por ahí fuera mucho mejores que las de uno. Porque no todas las ideas son respetables. Hay algunas que dan grima. Ahora y siempre.
En el caso de Baroja nada insólito, por cierto uno se pregunta a qué ideas fue fiel. Y si no a todas las ideas u ocurrencias que tuvo, por lo menos a algunas de ellas. Porque así, en abstracto, la independencia e insobornabilidad barojianas suenan muy bien. Pero no sé si la canción es tan dulce cuando, por ejemplo, se descubre que Baroja en el ámbito de la ideología política fue enemigo declarado del sufragio universal, de la democracia, del sistema parlamentario: «El parlamentarismo es una hoguera que lo consume todo». Defendió con claridad y exactitud la dictadura como forma idónea de Gobierno y apoyaría a Primo de Rivera.
¿Más coherencia ideológica made in Baroja? Desde que tuvo uso de razón kantiana como «fauno reumático que leía a Kant» se describía en alguna ocasión fue germanófilo hasta el rabo de la boina. La cultura germánica siempre le pareció superior a la latina, lo cual no es un desdoro. En la Primera Guerra su coherencia le condujo a ser el único germanófilo de entre los intelectuales de postín. Mientras el Gobierno de Dato se declaró neutral, y los Unamuno, Maeztu, Machado y otros se manifestaban aliadófilos, sólo él y Benavente apoyaron a Alemania.
En los años cuarenta, hizo lo propio, que para eso era coherente. Fue de los primeros en alabar la Alemania de Hitler, en quien veía «un destino extraordinario», y no sólo porque fuera antisemita, algo en lo que coincidía con Baroja.
Para remate, supongo que su íntima e insobornable consecuencia ideológica lo llevaría en 1940 a llamar la atención sobre «esa maravillosa personalidad de Pilar Primo de Rivera». Así que, cuando el chiflado Giménez Caballero lo calificó como «el padre del fascismo», y él lo corrigió diciendo que era «sólo el abuelo», pues eso…
Así que, ¿qué hacemos con Baroja? Pues supongo que leerlo, el que quiera, claro. Es la única manera de saber personalmente si daña o alegra el corazón; si su coherencia ideológica nos sigue perturbando o nos produce tristeza o indiferencia y, también y sobre todo, si su andamiaje narrativo y memorialístico sigue siendo legible en una época en que Baroja hace tiempo que dejó de ser nuestro contemporáneo. –