¿Posmodernos?

LA DERIVA CRETINITZADORA DE NUESTRA CULTURA

 

Hace unos años, un conocido periodista y buen amigo me preguntó: «¿Qué dice, Kant?». Me quedé perplejo. Durante los años de mi formación académica había dedicado muchas horas a estudiar las ideas del filósofo alemán, y era y soy incapaz de resumirlas en un titular. Se puede hacer, naturalmente. Uno dice, por ejemplo, «Montesquieu», y añade como un resorte: «¡La división de poderes!». Es curioso que toda la obra de Charles-Louis de Secondat (así se llamaba, en realidad, el barón de Montesquieu) pueda ser reducida a esta vaguedad, mientras que frases como «el fútbol es el fútbol» o «hemos venido a ganar» puedan dar lugar a largas cavilaciones e inacabables tertulias. Resulta insólito que alguien quiera comprimir el pensamiento de Kant en tres o cuatro palabras, pero, en cambio, se vea en la obligación de hacer notas a pie de página cuando un jugador de fútbol afirma en una rueda de prensa que «la culpa es de los árbitros», o que «todavía queda mucha Liga». Todo esto no es nuevo, evidentemente: en el siglo XVIII, en tiempo de Kant o de Montesquieu, las personas que intentaban ir algo más allá de los tópicos eran una minoría insignificante, mientras que los que jugaban a las cartas bebiendo el vinazo agrio de las tascas constituían la inmensa mayoría. He aquí, sin embargo, que en un buenos días todo esto quedó equiparado. Todo valía, todo era igual, todo era lo mismo. Aunque pueda parecer lo contrario, la legitimación intelectual de este estado de cosas es recentísima: tiene 25 años, aproximadamente.

Cuando en el año 1985 Gianni Vattimo publicó La fino della modernità, seis años después de La condition postmoderne, de Jean-François Lyotard, una extraña convulsión se apoderó de los intelectuales europeos. Nadie sostenía ya sin ruborizarse que «el marxismo es la filosofía insuperable de nuestro tiempo, y el resto, simples ideologías», como había dicho Sartre en 1960 (este año hará 30 que murió, precisamente). Pero tampoco nadie osaba afirmar todavía que las tesis postmarxistas de la Escuela de Frankfurt, sólo eran «nostalgia de Dios», tal como acababa de argumentar Vattimo. Eso sí, ya casi nadie citaba con tanta generosidad los análisis de Althusser -que no hacía mucho, por cierto, había estrangulado a su mujer- ni las teorías de Marcuse, ávidamente leídas en los campus universitarios de los años setenta, entre fotos del último viaje iniciático a Katmandú (o, más modestamente, a Ibiza) y entradas del cinefòrum en el que, supuestamente, se combatía de manera feroz la dictadura y se minaban, de forma irreversible, los fundamentos de la pútrida sociedad capitalista. Quien no seguía estas directrices liberadoras era sólo un alienado por la ideología dominante: un «hombre unidimensional», en célebre fórmula del mismo Marcuse.

Todo el mundo presentía hace 25 años el crepúsculo de la escolástica marxista. Un problema muy discutido durante los setenta profundos fue, por ejemplo, si el adjetivo marxista denotaba lo mismo que el adjetivo marxiano. También, en cierto modo, se certificaba la defunción de toda la línea de pensamiento ilustrada, cosa que resultaba más grave. Se estaba cuestionando la idea de un pensamiento abstracto que no sólo pretendía comprender el mundo como totalidad, sino también transformarlo. Todo ello se hacía, además, en nombre de un modelo de pensamiento pretendidamente debole, débil. Las reacciones no se hicieron esperar: Jürgen Habermas identificó postmodernidad con antimodernidad, y el pensiero debole de Vattimo, con neoconservadurismo, y salpicó, además, su discurso con termas como «hedonismo», «narcisismo», «individualismo», etc. Era una respuesta basada en la idea de que el proyecto moderno-ilustrado y sus derivaciones resultaban todavía incompletas y abiertas.

Este debate se consumó ahora hace exactamente un cuarto de siglo, a pesar de que había empezado mucho antes. La reacción posmoderna a los dogmas del izquierdismo progre, que constituían el pensamiento único de la época, fue muy higiénica. En el ambiente malsano de la universidad de los años setenta, que en nombre de la ideología había dimitido de la tarea de transmisión del conocimiento, la sacudida posmoderna tenía un cierto sentido. También lo tenía en el seno de una sociedad que, en muy pocos años, había experimentado un cambio de valores extraordinario. Equiparando Bach con Torrebruno, los chistes de Jaimito con el Génesis y los grafitos con la pintura de Veermer, los posmodernos no hacían más que recoger una creencia que entonces -y ahora- resultaba mayoritaria: la necesidad de dignificar la cultura de masas en detrimento de lo que se denominaba despectivamente «la cultura de élite». Repito que esta actitud tiene muchos años, pero sólo se legitimó o justificó con el triunfo de estos planteamientos, y especialmente con el libro de Vattimo.

Contemplando, con estupor, la deriva cretinizadora de nuestra cultura: ¿es posible un regreso crítico y meditado a un mundo en el que una teoría científica o una película de calidad no se ubicaban en el mismo estante de los prejuicios irracionales o de los programas televisivos de asuntos del corazón? ¿Es posible un rechazo respetuoso, pero a la vez firme, del omnipresencia de la cultura de masas y sus efectos socialmente narcóticos? Hay una generación educada en la creencia inversa que se opondría. O quizás ni esto: es probable que ni siquiera entendiera muchas palabras de este artículo… Dejémoslo, pues, como estaba: el fútbol es el fútbol y todavía queda mucha Liga. Así, en comunión posmoderna, nos entendemos todos.