Una magna exposición en Londres invita a reflexionar sobre el barroco como centro de debate de la modernidad, en unos momentos en que la respuesta a los retos del presente parece sustentarse en un retorno al refugio de las emociones, los sentimientos
El V& A Museum muestra el barroco como la primera propuesta cultural de impacto mundial
La pregunta, planteada hace casi dos décadas por Guy Hoquenhem y René Schérer (El alma atómica,1990), sigue sin encontrar una respuesta satisfactoria. Quizá porque en vez de empeñarnos en coger el rábano por las hojas deberíamos ir directamente a los principios.
Y en el principio está nada menos que el Concilio de Trento y su famosa sesión número veinticinco: «la naturaleza humana está hecha de tal modo que difícilmente llega a la contemplación de las cosas divinas sin ayuda exterior». Y, ¿qué hacer para ayudarla en tan difícil empeño? Imágenes, imágenes, imágenes. «Por eso ha instaurado la Iglesia ceremonias como las bendiciones, las iluminaciones, los decorados y otras cosas semejantes». En cuestión de pocas décadas, los templos católicos se poblaron de tantas imágenes como los metros cuadrados del edificio permitían, «para incitar, por estos signos exteriores de fervor y de adoración, a la contemplación de los símbolos sagrados».
Pero, ¿qué clase de imágenes debían ser estas? Ante todo, nada de bellezas frías y distantes como las que había producido la generación anterior. El objetivo era conmover; más aún, seducir, suspender el ánimo, arrebatar al espectador: provocar lágrimas de dolor por los propios pecados, suspiros de agradecimiento por la bondad divina, arrebatos de ira hacia los enemigos de la religión. Sentimiento, sentimiento y más sentimiento. Pasión. La estética de la contrarreforma. ¿Eso fue el barroco?
Resultados milagrosos ¿Quién iba a imaginar que la receta produciría en tan poco tiempo resultados tan milagrosos? Encabezadas por la Compañía, las huestes cristianas recuperaban el terreno perdido a manos de los herejes y, sobre todo, elevaban su nivel de autoestima y trazaban con mayor nitidez los perfiles de su identidad. ¡Basta de humillaciones por parte de los engreídos enemigos de Dios! La receta produjo efectos tan milagrosos que pronto encontró multitud de compradores. Si había servido para fortalecer las amenazadas posiciones de la Iglesia católica, ¿por qué no podía servir también para relanzar a unas monarquías que tantas dificultades encontraban para consolidar su autoridad? La estética del esplendor cortesano, ¿eso fue el barroco?
Sí, fue todo esto. Y más cosas aún.
Para muchos visitantes, especialmente europeos del sur, acostumbrados a relacionar el barroco con recargadas iglesias, suntuosos palacios y grandes telas, la propuesta del Victoria and Albert Museum de Londres resultará sorprendente. Al menos por dos motivos. El primero, por su insistencia en mostrarlo como una estética global que emigró fuera de los territorios del catolicismo y las monarquías absolutas. El barroco fue la primera propuesta cultural de impacto mundial. Desde la Roma Triumphans al resto de Italia y de ahí a Francia y el conjunto de Europa. Luego viajó a África, Asia y el centro y sur de América a través de las colonias, las misiones y los enclaves comerciales establecidos por portugueses, españoles y holandeses. Los artesanos chinos trabajaron en Indonesia, los joyeros franceses en Suecia, los fabricantes de muebles italianos en Francia; esculturas producidas en Filipinas fueron enviadas a México y desde ahí a España; objetos tallados en Londres cruzaron el Atlántico. Los talleres reales franceses elevaron sus objetos de lujo a la categoría de arte oficial, deseado e imitado por los ricos de todo el continente.
En segundo lugar por la amplitud y la diversidad de los objetos que muestra. No solamente pinturas, esculturas y estampas destinadas a alimentar la devoción, religiosa o política. La estética barroca impregnó el paisaje cotidiano de una generación: tapices, vestidos, mobiliario, cuberterías y vajillas, instrumentos musicales, cerámicas… Y, por supuesto, ciudades, edificios y jardines. De lo micro a lo macro. El barroco fue también un empeño por reordenar el espacio físico, además del mapa espiritual de los creyentes.
Ciertamente, tanta insistencia en la magnificencia acaba por oscurecer uno de los rostros de la hidra: su reflexión, cruda y atormentada, sobre el homo contradictionibus. Sobre los límites de la condición humana reflejados en las líneas curvas y los espacios cerrados. Porque el barroco fue también una respuesta cultural frente a la crisis. La crisis terrible que en forma de guerra, peste y hambre asoló el mundo de la primera mitad del seiscientos. ¿Es esta la causa de la fascinación que sigue ejerciendo sobre nuestras mentes?
Después de siglos de ser tratado con el mayor de los desprecios, el barroco se ha instalado en el centro de debate sobre la modernidad.
Recuperando una vieja propuesta de Eugeni D´Ors, Alejo Carpentier (Concierto Barroco, 1981) volvió a pensarlo como un estado del espíritu con carácter cíclico en el que la apariencia se imponía sobre la realidad; Guido Morpurgo-Tagliabue (Anatomia del Barocco, 1987) se preguntó perch`non siamo e come siamo barocchi. Omar Calabrese (La era Neobarroca, 1989) aportó su respuesta: porque con su constante apelación a los sentimientos, los modernos medios de comunicación recuperan lenguajes y estrategias genuinamente barrocas. Y es que el barroco fue, también, o quizá, ante todo, un sistema de comunicación.
¿Es posible que, una vez agotado el paradigma de la modernidad ilustrada, sustentado en el triunfo de la razón, la única respuesta que somos capaces de dar a los retos del presente sea el retorno a la premodernidad barroca, el refugio en el castillo de las emociones? Desde Jean-Francois Lyotard (La condición posmoderna, 1989) a Nestor García Canclini (Culturas híbridas, 1990) pasando por Jean Baudrillard (Cultura y simulacro, 1993) o Guilles Deleuze (El pliegue. Leibniz y el barroco, 1989) estamos asistiendo al esfuerzo, angustioso, de responder a la cuestión. Y este es el marco en el que hay que situar la exposición del Victoria and Albert Museum de Londres. No solamente es una magnífica oportunidad para descubrir nuevas dimensiones de una cultura del pasado. Quien se quede ahí, no habrá entendido nada. Es una magnífica ocasión para conocernos mejor a nosotros mismos.