La previsible apertura de un proceso de diálogo que conduzca a una refundación del escenario político vasco está desatando un sinfín de opiniones, reacciones, análisis y teorizaciones sobre qué puede pasar de aquí en adelante. Debates sobre mesas, interlocuciones, representatividades y compromisos se entremezclan con alusiones a víctimas, presos, armas, extorsiones, lanzamientos de pintura y otros fenómenos relacionados. Una vez dentro de ese bosque es fácil que el caminante, el inexperto explorador de fin de semana, se encuentre en un cruce de caminos del que no sepa muy bien cómo salir. Demasiadas flechas indicadoras, contrapuestas unas con otras, para poder discernir cual es la senda buena, la que conduce irremediablemente a la salida del bosque, a la cima de la montaña o, por resumir, a la libertad de Euskal Herria.
No entraré en disquisiciones de carpintero sobre mesas y sillas. Es evidente que el mapa de trabajo consta de dos, una «técnica» y otra «política», para entendernos más rápido, y que en la una estarán los Gobiernos y ETA y en la segunda todos aquellos agentes sociopolíticos que tengan algo que decir sobre el futuro de nuestra nación. Punto. Los juegos malabares emprendidos por algunas formaciones políticas para distraernos con propuestas de múltiples mesas tan sólo sirven para que quienes las proponen escondan su total falta de oferta política tras el 22 de marzo. Así de sencillo.
Por lo tanto, me centraré en aspectos más concretos sobre la senda para salir del actual bosque. Hay quien ha dicho, solemnemente y por escrito, que la conformación de una mesa política transversal es incompatible con la puesta en marcha de un proceso soberanista. Y quien ha afirmado eso, jamás ha movilizado a sus decenas de miles de afiliados en pos de esa soberanía. Y por lo que parece tampoco lo va a hacer en un futuro. Tal vez porque a buena parte de esos afiliados les traiga al pairo la soberanía.
Observando el estado de cosas existente en Europa en estos momentos, nos encontramos con la obstinada realidad de sucesivas conquistas de soberanía, derivadas unas del derrumbe de la URSS y de Yugoslavia y otras de procesos de realineamiento nacional que nada tienen que ver con esos dos fenómenos citados. Quienes en los estados español y francés combaten a diario -desde los distintos poderes, incluidos los medios- las aspiraciones libertarias de Nafarroa Osoa, Països Catalans, Corsica o Bretaña, insisten en afirmar que la autodeterminación es un ejercicio que tan sólo asiste a pueblos colonizados del resto de continentes. La historia de Europa en el siglo XX desmiente con tal contundencia esa afirmación, que más les valdría permanecer callados. Esos mismos agentes centralistas añaden que, aun cuando se pueda instrumentar ese derecho en Europa en algunos contextos muy determinados, el caso español o el francés nada tienen que ver. Para ellos, el restaurado (por Franco) Reino de España y la V República francesa son naciones-Estado con una larga historia de siglos a sus espaldas. Para ellos la URSS y Yugoslavia eran entes artificiales, Checoslovaquia, al parecer también, por lo que podemos deducir que los asimilan al Imperio Austro-Húngaro o al Otomano.
Lo cierto es que, efectivamente, si nos ponemos a echar una mirada sobre la historia de estas naciones-Estado, veremos rápidamente que sus cimientos son tan artificiales como los de esos imperios, ya que su conformación, salvo honrosas excepciones, obedece a un proceso de conquista (violenta unas veces, fáctica otras) del todo actual por una de sus partes. El ejemplo de Castilla es, tal vez, el más evidente. Una vez consumada esa conquista se procede a instaurar un proceso de homogeneización (Stalin lo llamó rusificación), para borrar del mapa las diferencias lingüisticas, sociales, económicas y culturales que impiden la visualización de ese estado-nación fruto de la conquista. Y en esas estamos, porque si la conformación del Estado español actual no fue tal hasta la definitiva derogación de los fueros vascos en el último tercio del siglo XIX, aún les resta a sus responsables demasiada tarea para lograr que los millones de «no-españoles» que vivimos dentro de sus fronteras nos «pertenezcamos» a España. Por el contrario, todo parece indicar que cada vez son menos los ciudadanos que respiran esa condición con naturalidad, pese a los éxitos de la selección hispanoamericana de balompié.
España, como proyecto de Estado-nación ha fracasado. De hecho nunca ha llegado a conformarse con una legitimidad sostenida por las poblaciones de las naciones anexionadas a la fuerza como la vasca o la catalana. Y si eso es así, la conclusión que se deriva es ¿qué demonios seguimos haciendo dentro de sus muros?
La lista de naciones del mundo que han logrado su independencia en las últimas décadas es tan larga que haría demasiado espeso este artículo. La lista europea, algo más ligera, resulta sonrojante. Podemos hablar de Estonia, de Lituania, de Letonia, de Eslovenia, de Eslovaquia, de Andorra, de Chequia, de Croacia, de Ucrania, de Moldavia, de Bielorusia y hasta de Montenegro, la última, por ahora. Un medio tan poco sospechoso como el diario «Wall Street Journal» afirmaba el 23 de mayo que tras Montenegro irán Kosovo, Flandes y Valonia y que pudiera ser que a esos nombres se añadiesen los de Euskal Herria y Catalunya. Un centenar de responsables económicos, financieros e intelectuales flamencos acaban de firmar un «Manifiesto por la independencia de Flandes dentro de Europa», en el que argumentan que el modelo belga (un estado federal desde 1993) «no puede hacer frente a los enormes desafíos culturales, políticos y socioeconómicos a los que se enfrenta Flandes». El próximo año hay elecciones y los representantes flamencos están dispuestos a bloquear la formación del nuevo gobierno si no obtienen una seguridad social propia y la total soberanía sobre el mercado de trabajo. El partido mayoritario flamenco ha elaborado ya un proyecto de Constitución propia. Lo ocurrido en Checoslovaquia, que los politólogos denominan «divorcio de terciopelo», puede repetirse en Bélgica. ¿Y nosotros?
El dirigente abertzale Arnaldo Otegi manifestaba a finales de mayo en una entrevista a la revista mexicana «Eme-equis» que «si las voluntades políticas no se dilapidan, si se respetan los tiempos, nosotros estamos convencidos de que Euskal Herria va a ser una nación, un Estado republicano y socialista (…) Queremos crear un estado independiente. Queremos reunificar nuestro país y conformar una república federal en Europa». Alude Otegi en la entrevista, como referente, al caso de Montenegro, lo cual es absolutamente lógico, lo que no lo es tanto es que un experto constitucionalista situado en las antípodas de la causa vasca, como Javier Pérez Royo, afirme con rotundidad: «Pero es que además el referéndum de Montenegro es un precedente porque lo es. No es un precedente solamente porque los nacionalistas vascos así puedan considerarlo, sino porque lo es objetivamente». Una opinión que comparte, con melancolía, Antonio Elorza, martillo del nacionalismo vasco desde su tribuna madrileña.
Pero no se trata de centrarse en Montenegro, una nación donde es evidente que no se habla euskara ni se levantan piedras al hombro como aquí, sino que tenemos otros casos de libro. Aunque el tamaño no importa, Eslovenia tiene unas dimensiones territoriales muy similares a las nuestras y una población que supera los dos millones de habitantes. O sea, no es tan pequeña como Montenegro. Independiente desde 1991, el próximo año ingresará oficialmente en la zona euro. El entonces secretario general de la CDU alemana, Walter Rühe, preguntado sobre si apoyaba la independencia eslovena, señaló a la revista «Der Spiegel»: «¡Cómo voy a negar a otro pueblo lo que reclamo para Alemania!». Habrá que seguir recordando, como hace a menudo Xabier Arzalluz, que la reunificación alemana se hizo en virtud del derecho de autodeterminación del pueblo alemán, como declaró solemnemente Helmut Kohl, a la sazón canciller germano.
Pero volvamos a Montenegro. Algunos portavoces nacionalistas se han quejado de las duras condiciones impuestas por la Comisión Europea para reconocer el resultado de la consulta: Participación superior al 50% del censo de ciudadanos con derecho a sufragio y votos afirmativos superiores al 55% de los emitidos. Puede que lleven toda la razón. No obstante y adelantando que un 50,1% es siempre más democrático que un 49,9%, tal vez la mejor manera de orillar para siempre a quienes nos intentan acallar desde Madrid y París con argumentos torticeros, sea aceptar el reto y poner en marcha una consulta similar a la de Montenegro, con una pregunta clara y sencilla: «¿Quiere usted que Euskal Herria sea un estado independiente con plena soberanía nacional?». Sobre quienes tendrían derecho a votar escribiremos en otra ocasión, pero no me importaría que fueran todos los ciudadanos mayores de 16 años que hubiesen nacido en nuestro país o llevasen residiendo en él al menos cinco años, excluidos los funcionarios de ambos estados, que deben ser neutrales en este asunto.
Si en ese contexto, 55 de cada cien vascos decimos «bai», seremos independientes, si no llegamos a ese alto porcentaje habremos puesto las bases para repetirlo unos años después y de paso habríamos ganado lo fundamental, nuestro derecho inalienable a poder ser libres. Por de pronto, el Gobierno español aprobó la semana pasada el intercambio de embajadores con Podgorica. A eso le llaman en mi pueblo realismo político. ¿Probamos, aunque sea con el 55%?