Los datos estadísticos, resultado de las regulaciones administrativas, nunca describen toda la complejidad de la vida social. Ahora mismo, en medio de este envenenado debate público que se ha reabierto sobre inmigración, las cifras que se usan no alcanzan sus dimensiones más relevantes, y los análisis a menudo se apoyan en aproximaciones confusas y, peor, confusionarias.
De entrada hay que saber que en los datos que se utilizan sobre inmigración se suele confundir el origen, la nacionalidad y la condición de inmigrante. El origen señala el lugar de nacimiento, y los últimos datos del Idescat por Cataluña dicen que en 2022 había un 21,17% de nacidos en el extranjero (un 4,04 en 2000) y un 15,19% de nacidos en el resto de España (un 27,20 en 2000). La extranjería, en cambio, describe la nacionalidad administrativa, por lo que si algunos nacidos en el extranjero se han podido nacionalizar españoles, la cifra se reduce: en 2022 había un 16,3% de no nacionales (un 2,9 en 2000).
Como se ve, estos datos hablan de condiciones administrativas, y no deben confundirse con el concepto de inmigrante por, al menos, dos grandes razones. Una porque la condición de inmigrante es de naturaleza social –no administrativa– y es transitoria. Puede dejar de ser inmigrante, aunque se haya nacido fuera del país de destino. Las posibilidades de “dejar de ser inmigrante” son diversas, y los plazos son poco o muy largos según las condiciones sociales de recepción y las expectativas de futuro de estos mismos inmigrantes. Maria Aurèlia Capmany había hablado de “deshacer las maletas” como indicador del cambio de expectativas, es decir, la decisión de establecerse definitivamente en el nuevo país. Y no tenemos ninguna estadística que mida cuántos inmigrantes hay en Cataluña, o en qué grado se sienten o les hacemos sentirse.
Otra cuestión relevante que suele ignorarse es que un inmigrante es, a la vez, un emigrante: vive la tensión entre la desvinculación del origen y la pertenencia al destino. Entre el desarraigo y el nuevo arraigo. Y, una vez más, las condiciones sociales de uno y otro proceso, vividos simultáneamente y a menudo en contradicción, explican las dificultades y los conflictos con los que se vive el tránsito. Suponer que es posible compatibilizar la pertenencia a la cultura de origen en un nuevo marco social foráneo es una quimera basada en ideologías bienintencionadas y condescendientes.
Hay aún más dimensiones que permanecen ocultas. Uno, los datos estadísticos sólo miden momentos concretos –los padrones municipales a 1 de enero–, pero del anterior al último hay movimientos de entrada y salida no medidos. Dos, no todas las situaciones quedan registradas de forma regular y no constan en las cifras oficiales. Y tres, los procesos burocráticos de inscripción en el padrón, de obtención de permisos de trabajo o de nacionalización, entre otros, son pesados y dibujan toda una casuística transitoria de mal precisar.
Para hacerlo más complicado, es obvio que no es lo mismo inmigrar con tres, treinta o sesenta años. Ni si es hombre o mujer. Ni si vienes de Rumanía, de Marruecos o de Estados Unidos. Ni si vas a parar a Guissona, Vic o Salt. Ni si eres investigador biomédico o eres analfabeto… Ni es lo mismo, incluso habiendo nacido en Cataluña, que tus padres todavía no se sientan arraigados. De modo que hablar de inmigración en términos generales y con cifras meramente administrativas es de un reduccionismo tan brutal que no permite entender nada.
Finalmente, todavía habría que añadir otra dimensión a cualquier análisis sobre los procesos migratorios: el tiempo. Ya he dicho que la condición de inmigrante -y de emigrante, si se mira desde el punto de partida- es caduca. Manel Delgado escribía que empieza a perderse justo al bajar del tren y poner el pie en el andén. Por tanto, no todos los recién llegados –este eufemismo más lleno de buena voluntad que de eficacia– son igual de “nuevos”. Y, además, es difícil prever cómo serán unas transiciones que pueden durar dos o tres generaciones y que también transformarán los estilos de vida de los receptores.
Sabemos que Cataluña es un país de antiguos –y nuevos– inmigrantes. Por eso, hace ya más de veinte años que sugerí que, para entendernos a nosotros mismos, deberíamos considerar la inmigración como un lugar de memoria nacional. Y también he defendido que, en cierto sentido, todos acabamos siendo inmigrantes, aunque residamos donde hemos nacido, vista la rapidez de los cambios sociales de nuestro tiempo. Por eso duele tanto que unos puedan decir injustamente que no somos históricamente un país de acogida como que otros espanten sus miedos con tentaciones racistas.
ARA