Inmigración e integración nacional

Ante la oleada migratoria de los últimos años, el discurso público ha oscilado en Cataluña (y, en general, en Europa) entre dos polos igualmente preocupantes. Por un lado, la inmigración ha sido acogida con un silencio pragmático: cómo que los recién llegados han representado una fuente de mano de obra barata y un paliativo para el estancamiento demográfico del país, han sido muy pocos los que han querido interrogarse sobre su encaje social y cultural. Por otro lado, se ha agitado la bandera del cosmopolitismo liberal: en nombre de la solidaridad, se han condenado todo tipo de cuotas migratorias; y, en nombre de la libertad individual, se ha considerado ilegítimo todo intento de asimilar los recién llegados a la cultura receptora.

El primer discurso,  el del pragmatismo silencioso, dominante en la calle, deja a los inmigrantes en una posición subordinada, de una grande debilidad. Cuando las cosas van bien, se suspende todo debate porque se supone que la situación del inmigrante, incluso cuando no es muy satisfactoria, es mejor que la de su país de origen. Cuando las vacas gordas se acaban, sin embargo, los recién llegados pasan a ser un estorbo y entonces se aprueban paquetes económicos para incentivar su salida. Si se quedan, corren el peligro de ser ciudadanos de segunda, quebrantados por el paro, hacinados en áreas urbanas guetizadas.

El discurso cosmopolita, con su insistencia en la identidad individual y con su negación de una identidad colectiva que vaya más allá de la suma aritmética de muchas identidades culturales diferentes, es un producto de filósofos de salón, de catedráticos que un día fueron maoístas y ahora predican un liberalismo edulcorado. Al cosmopolita la fascina la metáfora de la sociedad como arca de Noè, exuberante en su variedad de especies y a la vez hecha de una especie de leones, ovejas, pitones y bonobos ilustrados, capaces de dialogar y respetarse automáticamente. El ciudadano normal y corriente sabe que esto no es en absoluto posible: una sociedad estable y democrática necesita valores compartidos, una identidad común, un acuerdo sobre los principios que tienen que marcar todo tipo de interacciones sociales.

Los inmigrantes también saben esto: si algo les ha hecho marchar de casa ha sido la promesa de vivir en una sociedad más dinámica y más próspera. Y este dinamismo sólo se produce en las sociedades donde sus miembros cooperan entre sí de una manera efectiva, cumplen la palabra dada y trabajan de una manera eficaz y predecible, donde el esfuerzo individual (y de equipo) domina sobre los contactos y las clientelas personales, donde las instituciones públicas son transparentes y eficientes, y donde los contribuyentes pagan los impuestos que les corresponde. En una palabra, sostener un cierto progreso humano exige tener, por encima de todo, un cierto poso cultural, un conjunto de hábitos cívicos, una estructura común de valores y expectativas sobre lo que es aceptable y sobre lo que no es permisible.

No todas las sociedades cuentan, sin embargo, con estas herramientas culturales. En las sociedades más atrasadas sus miembros viven atrapados, como señalaba Joan F. Mira hace pocos días en este diario, en una telaraña de relaciones en absoluto cívica, en un contexto social que apoyado en los intereses privados, particulares y cortoplacistas. Por esto, mientras en las economías más avanzadas cerca de los dos tercios de los encuestados declaran tener confianza en la gente en general, en los países menos desarrollados menos de una tercera parte de la opinión pública confía en los demás. La confianza en las instituciones públicas e incluso en el sector empresarial y la percepción del nivel de corrupción siguen pautas similares en todas partes.

Estas diferencias no tienen nada que ver con determinados atributos genéticos o étnicos o con ciertos gustos individuales. Sabemos, gracias a encuestas idénticas hechas en todo el mundo, que, independientemente de las condiciones reales de su país, todo el mundo prefiere vivir en un lugar con instituciones y comportamientos cívicos. Sabemos también que los mismos individuos, una vez han emigrado a sociedades más cívicas, son capaces de adoptar los valores de las sociedades de acogida. Salvo una minoría ligada a la mafia, la mayoría de los emigrantes sicilianos y calabreses que marcharon a los Estados Unidos ahora hace cien años se integraron completamente en las pautas y formas de vida norteamericanas. En una escala menor, este es el mensaje central de «Cuando hice las maletas: un paseo por el ayer», un libro autobiográfico, injustamente olvidado en mi opinión, de José Luis López Hierva, sobre la emigración andaluza a Cataluña.

No hay duda de que la emigración es una de las grandes soluciones a la trampa del subdesarrollo en que todavía vive una gran parte de la humanidad. Aun así, es este hecho precisamente el que obliga a las sociedades receptoras a gestionar los flujos migratorios de acuerdo con tres principios fundamentales:

1. Cómo el progreso económico y humano del país receptor descansa en algo tan delicado como por ejemplo la estructura de hábitos que hace posible la cooperación y la confianza sociales, es necesario asegurarse que tales normas de comportamiento no se resquebrajen con la llegada de nuevas poblaciones. Esto obliga a apostar por una política de asimilación de los recién llegados. Por lo tanto, mientras que en el ámbito privado, como por ejemplo la lengua en la familia, la práctica religiosa o las costumbres alimentarias, el inmigrante tiene que disponer de plena autonomía, en la arena pública hay que reforzar los valores comunes de la sociedad: una sola lengua vehicular, un conjunto de expectativas claras en las relaciones contractuales y en la vida social, y la adhesión a un conjunto de principios de tolerancia democrática estrictas.

2. Incluso las sociedades más abiertas tienen que regular el flujo migratorio e imponer límites (razonables) a la entrada de recién llegados. Aceptar, por ejemplo, una emigración masiva que ponga en peligro todos los vínculos sociales y culturales en que se basa el éxito de la sociedad receptora perjudica tanto a los nativos como los recién llegados. Y hace un mal servicio incluso a los que se han quedado en su país de origen a la espera de poder emigrar en un futuro no muy lejano.

3. Finalmente, los receptores tienen el deber activo de hacer que la inmigración no fracase. Esto les obliga a mantener una sociedad abierta, exenta de discriminaciones de cualquier tipo. Por eso las segregaciones geográfica y educativa son peligrosas. La segregación laboral y la carencia de movilidad social son, sin embargo, mucho peores. De hecho, es aquí donde el mercado de trabajo dualizado que existe en el Estado español (y, en parte, en otras zonas del continente europeo) se tiene que reformar, porque plantea una de las amenazas más graves a la posibilidad de crear una sociedad plenamente integrada. 

* Carles Boix / Catedrático de política y asuntos públicos de la Universidad de Princeton

 

Publicado por Avui-k argitaratua