Inmersión

Uno de los subgéneros cinematográficos con un sorprendente número de seguidores es el de las películas de submarinos. Espacios estrechos y angustiosos, silenciosos, claustrofóbicos que, más allá de un periscopio, y ocasionalmente un radar o un sonar, prácticamente viajan a ciegas, sin saber qué es lo que hay alrededor.

Si hay algo que caracteriza a los submarinos es precisamente su capacidad de hacer inmersión, es decir, de sumergirse en un espacio desconocido a fin de familiarizarte con él. De ahí que el proceso por el que se aprende una lengua en virtud de vivirla habitualmente en la comunicación tomó ese nombre, como una metáfora marinera. La idea había funcionado en otros países (en Quebec o en Israel, nación forjada con millones de personas de lenguas, culturas y orígenes diversos y que se hicieron el firme propósito –exitoso– de resucitar al hebreo antiguo como ‘koiné’).

Y allí donde se había aplicado, la inmersión parecía funcionar, siempre y cuando se cumplieran ciertas condiciones. La primera, la más obvia, la determinación, es decir, tomarse en serio la tarea encomendada. La segunda, la profesionalidad, que debería entenderse como antítesis del voluntarismo que ha caracterizado toda política lingüística de los últimos años. La tercera, evidentemente, contar con el apoyo social adecuado (que en Cataluña nunca ha faltado). La que más estrepitosamente ha fallado es que, para tener éxito con cualquier política lingüística, no debes tener un Estado en contra. Y si esto sucede, evitar el autoengaño y creer en no sé qué diálogos y negociaciones donde, como hemos ido constatando con los hechos y la tozuda evidencia, aparte de inútil, representa una humillación de cajón, y optar por la opción más razonable: la independencia. Si el catalán está herido, Israel nos enseñó que cuando tienes un Estado eres capaz, incluso, de resucitar una lengua muerta. ¡Y en pleno siglo XX!

En estos últimos años, definitivamente en los últimos meses, la burbuja de la inmersión ha pinchado. Magistrados malintencionados no han hecho más que acelerar el proceso. Sin embargo, la principal responsabilidad es de un Departamento de Educación que es capaz de permitir a directores y directoras seleccionar personal a dedo –contraviniendo las leyes y el más elemental sentido común–, por poner un ejemplo, por trabajar por proyectos o por generar discutibles perfiles, y en cambio, no es capaz de hacer creer a aquellos maestros y profesores que se niegan a dar clase en catalán.

El mayor problema de nuestra inmersión nos remite a las películas de submarinos. Nuestro sistema educativo se ha quedado allí, en el fondo del mar, desconectado por completo, aislado. Y desde hace veinte años, con estas entidades fantasmas –que a menudo han ido mutando, aunque responden indefectiblemente a las estirpes franquistas, algunas de las cuales viven instaladas en Catalunya hace generaciones– y con la cobertura aérea del poder judicial, fueron tirando cargas y más cargas de profundidad. Y el submarino, cada vez más tocado por las ondas de choque, con el casco abollado, cada vez con más vías de agua, cada vez con menos oxígeno, se encuentra sin capitán, y que sólo, de vez en cuando, reciben en código morse unas palabras de apoyo, de palmaditas en la espalda, de ánimos y tantas cosas inútiles tan frecuentes en los funerales.

En las películas de submarinos, a menudo la única salvación de los que están dentro consiste en subir a altura de periscopio y apuntar y disparar sus torpedos contra los destructores que les están atacando. Y remitiendo al palíndromo glorioso de mi buen amigo Màrius Serra, el ‘català es defensa a l’atac’ (el catalán se defiende al ataque).

Bonitas palabras. ¿Y qué hacemos? Empiezan a surgir algunas voces, como las del periodista Andreu Barnils, que plantean si no sería bueno plantear el modelo vasco –que básicamente viene a decir que hay líneas de euskera, con asignatura de castellano, línea de castellano con materia de euskera y un tercero medio-medio que está en clara decadencia. Las líneas en euskera han experimentado una importante expansión, no tanto por el prestigio de la lengua, sino porque en Euskadi, como ocurre un poco por todas partes, se está viviendo un importante proceso de segregación escolar, y el modelo euskaldun, con sus excepciones, atrae mayoritariamente a las clases medias.

De hecho, en los Països Catalans, esto ya sucedía, incluso en pleno gobierno del PP, en el País Valencià, cuando había líneas en catalán y otras en castellano. La realidad es que, por cuestiones de clase social –el alumnado procedente de localidades medianas y pequeñas, con arraigo en el territorio, y estabilidad geográfica suele tener mejores resultados escolares–, la demanda de líneas de valenciano subió exponencialmente. Los padres, independientemente del idioma, quieren que sus hijos vayan a escuelas con buen nivel, y en términos generales, esto ocurría con las líneas en valenciano. El fenómeno no tardó en ser detectado, y el PP, entonces, optó por evitar a toda costa la expansión de estas líneas –la ironía es que a título particular, muchos responsables locales del partido, con un discurso españolista a morir, enviaban a sus hijos a las líneas en valenciano.

Al llegar el gobierno del Botánico, teóricamente más proclive al catalán, el conseller Marzà optó por un Tratamiento Integral de Lenguas, también conocido como TIL, prácticamente el mismo que intentaron poner en práctica en las Islas y que generó una huelga indefinida, un modelo que básicamente consiste en que el catalán pierde presencia y vehicularidad en las aulas, en detrimento del castellano y el inglés. Por cierto, 1) el Consejero Bargalló, en 2018 presentó un documento de “actualización” de la inmersión que se convertía en un TIL encubierto, y que fue unánimemente rechazado por la comunidad educativa. Por cierto, 2) la experiencia de más de diez años de intento de colar el inglés como lengua vehicular ha sido catastrófica de acuerdo con la investigación académica elaborada desde algunas universidades, y desde hace un par de años se está retirando, de forma discreta, en aquellas comunitades donde se implementó.

En resumen, la idea de abandonar la inmersión y crear escuelas exclusivamente en catalán y en castellano es tentadora, porque probablemente podría suceder lo mismo que está ocurriendo en Euskadi, y que, además, después de datos reiterados sobre el soporte a la escuela catalana, y el anecdótico número de familias que han pedido escolarización en castellano, podría representar una oportunidad para librarnos de la aberración jurídica del “si una familia quiere”. Sin embargo, para España no funcionan las leyes de la física ni de la decencia política. Si un sistema como el vasco estuviera aquí, y cada escuela reclamara escolaridad en catalán o en castellano –es obvio que el catalán mantiene su prestigio, y sigue siendo una demanda social–, algo se inventarían. De hecho, está prohibido ser catalán en España.

‘Ergo’… no hay otra solución que echar los torpedos contra los destructores. O la solución israelí para reavivar una lengua malherida: hacer efectiva la independencia. La lengua sólo puede salvarla el país, y cuando hablo de país no lo hago a un nivel abstracto, sino concreto, que significa disponer de una silla en las Naciones Unidas. Hay que ser muy ingenuo o muy malintencionado para creer que el catalán pueda ser protegido o garantizado en el Reino de España.

EL MÓN