La teoría de las ventanas rotas, que proviene de la criminología, sugiere que las señales visibles de la delincuencia de baja intensidad –vandalismo, graffitis, colarse en el transporte público, consumo de alcohol o estupefacientes en la vía pública– propicia una atmósfera de indisciplina social que deteriora la convivencia pública, una espiral negativa y una sensación de caos que después resulta difícil de revertir. Es una teoría formulada en 1982 por los sociólogos Kelling y Wilson que se popularizó en 1990 por Rudolph Giuliani cuando era alcalde de la ciudad de Nueva York. Los teóricos -y las políticas puestas en marcha por Giuliani, probaron y demostraron que políticas de represión contra pequeños delitos permitía revertir estas dinámicas y propiciar un clima de seguridad y orden. Ciudades como Nueva York, que eran proverbialmente conocidas como una madriguera de delincuencia, mejoraron ostensiblemente con este tipo de políticas de “tolerancia cero”. El precio, no menor, de esta política implicaba detención de inocentes, de una dinámica de abusos y brutalidad policiales, identificaciones con sesgo racial y otras muchas cosas que culminaron con una serie de escándalos como el de George Floyd, que acabaron con esta dinámica, que implicó a menudo la retirada de la policía de las calles, y que, a su vez, han propiciado un regreso a la extensión de la delincuencia e indefensión de la gente normal, fenómeno que explica, en cierta medida modo, este segundo mandato de Trump en la presidencia.
Cuando se habla del éxito de las políticas neoliberales implementadas a partir de 1979-1980 (cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan acceden al poder), a menudo se pierde de vista que, más allá de sus discutibles propuestas económicas, vinieron precedidos de una ola conservadora, empujados por un porcentaje nada despreciable de voto popular. En el caso inglés, más allá de las crisis económicas y de las políticas de bienestar, a menudo se olvida que pocos meses antes de la elección de Thatcher vino precedida de lo que se denominó “el invierno del descontento”, un continuo de huelgas, especialmente de los servicios públicos, que inundaron de basura las calles inglesas, de cierto caos social, e incluso con el hecho de que la huelga de los trabajadores municipales impedía enterrar a los muertos. En el caso estadounidense, el grado de inseguridad –y de ventanas rotas– había alcanzado límites insostenibles. Y esto en un momento en el que, con más de una década de medidas y políticas sociales empujadas por la ‘Great Society’ del presidente Johnson –afirmación positiva, cuotas, subsidios…– no parecía dar resultados. De alguna forma, la ola conservadora que cambió el paradigma económico y social del último medio siglo, fue precedida de una época de indisciplina social.
Continuando con los precedentes históricos, existe la experiencia reciente de Brasil. La primera presidencia de Lula da Silva (2003-2010) implicó unos programas sociales, trabajo público y extensión de políticas de bienestar que sacó de la pobreza a decenas de millones de brasileños. Estas políticas virtuosas trajeron la paradoja de que, con el ingreso de buena parte de la ciudadanía brasileña en las clases medias, en 2019 la tortilla se dio la vuelta y se eligió de presidente a un Jair Bolsonaro de claro pensamiento ultraconservador, neoliberal y de formas más que autoritarias. ¿Cómo podía ser? No se explica sin que buena parte de los beneficiarios de las políticas redistributivas de Lula le concedieran su apoyo electoral una década después de su cambio de estatus. Los mecanismos psicológicos que llevan a las personas a modificar radicalmente sus comportamientos políticos son complejos. Sin embargo, todo indica que buena parte de quienes habían vivido en favelas y, por primera vez disponían de un empleo en la economía formal, propiedad y una vida relativamente ordenada parecían resentidos respecto a sus antiguos vecinos que no habían podido o querido aprovechar las oportunidades del momento y se mantenían en sus hábitos de indisciplina social, delincuencia y violencia que, pese a los esfuerzos de la izquierda brasileña, no habían logrado mejorar. Si a todo esto añadimos a la ecuación la presencia e influencia de grupos religiosos evangélicos, los cuales, con unas recomendaciones morales razonables (no a la bebida, ni a la prostitución ni la promiscuidad, trabajo duro, estabilidad familiar y compromiso comunitario) habían propiciado un panorama en el que antiguos vecinos y amigos habían seguido caminos radicalmente distintos, y los ganadores del proceso querían vengarse de los perdedores que, además, ya fuera por las drogas, el alcohol o la perseverancia en la delincuencia, mantenía unas insalvables diferencias. Porque, efectivamente, buena parte de los votos de Lula fueron a parar a un Bolsonaro que había prometido mano dura contra personas que, en el pasado, podrían haber sido ellas mismas.
No desvelaré ningún secreto de estado si afirmo que, en todo occidente y en Cataluña en particular, tenemos un problema creciente de indisciplina social. Que, apelando a la teoría criminológica de Kelling y Wilson, tenemos cada día más ventanas rotas (o grafitis, o consumo de cannabis en el espacio público, o problemas crecientes en el transporte público…). Ya sé que existen estadísticas para todos los gustos, y que en las redes sociales hay tantos datos contradictorios que hacen prácticamente imposible conocer cuál es la realidad. Ahora bien, en una época en la que las emociones se imponen a la razón, la sensación de inseguridad es más poderosa que cualquier aproximación objetiva a la misma. Las ‘okupaciones’, sin ir más lejos, que hace quince años, en épocas de infamas desahucios a personas que habían perdido la casa en una crisis que no habían provocado, propició una ola de simpatía y solidaridad con una Plataforma de Afectados por la Hipoteca que, en las actuales circunstancias, con grupos criminales organizados okupando casas y narcopisos, se ha ido diluyendo hasta dibujar un espectro. La sensación de que existe un orden que se disuelve en un cierto caos de inseguridad que, cuando es protagonizado por personas de la última ola migratoria empuja a la ciudadanía hacia una suerte de odio ancestral, de desconfianza y resentimiento tribal. La izquierda puede sacar su artillería ideológica y hablar de racismo, de exageración o cualquier argumento, a menudo bien fundamentado, de que todo se trata de una exageración o una manipulación que alimenta las fuerzas oscuras de la reacción. Y quizás no les falta razón, porque en un mundo acostumbrado al sensacionalismo, las reacciones instintivas y emocionales pueden llegar a ser incontrolables. Ahora bien, la izquierda tiene un grave problema que arrastra en las últimas décadas, que es su mala relación con el concepto de seguridad. Quizás no deberían haber consumido compulsivamente la obra adulterada de Michel Foucault y sus manipulaciones históricas.
La seguridad pública, para bien o para mal, no tiene sentido que tenga ideología política. De hecho, si entendemos que la izquierda (o al menos lo que entendíamos por eso en el pasado) debía proteger los grupos sociales más vulnerables y con menor poder, la seguridad debería ser su máxima preocupación. Las principales víctimas de la inseguridad son las clases trabajadoras, porque, como ya hemos visto en sociedades duales como las latinoamericanas, las clases altas han blindado su posición a partir de generar, gracias a la seguridad privada, un gran muro que las separa de la gran intemperie social: urbanizaciones privadas y vigiladas rodeadas de un gran caos de favelas en donde manda quien dispone de un mayor arsenal. Las izquierdas, en este sentido, pierden porque no cumplen con su obligación política e intelectual de procurar seguridad y protección a la ciudadanía común, esto es, acabar con las “ventanas rotas” y evitar la descomposición del orden a partir de su tolerancia con la indisciplina social. Los anarquistas, los comunistas, los socialistas que proporcionaron las filas del movimiento obrero de los siglos XIX y XX lo tenían clarísimo. Para crear una sociedad igualitaria, para llegar a la revolución, era necesaria una férrea disciplina social que implicaba culto a la educación y la cultura, censura al alcohol, las drogas o la prostitución y un cierto puritanismo moral. Todo esto se acabó a partir de mayo de 1968, y una liberación moral que, en cierto modo, se ha convertido en una especie de “liberalización” de las costumbres que nos ha empujado hacia una especie de nihilismo ético.
Cuando se percibe cómo en estos últimos años asistimos a una creciente ‘reaccionarización’ política, habría que plantearse si esto no se debe a un cambio de paradigma social. Si en el fondo la gente, que no suele conocer las sofisticaciones de las teorías políticas, morales y económicas, cuando apuesta por partidos que algunos tachan de ultraderecha (y quizás hay cierta razón en esto), ¿no tiene nada que ver con esta necesidad de orden y disciplina social? O en otros términos, que lo que ocurre es que la mayoría quiere vivir en un país sin grafitis, en el que todo el mundo, independientemente de su condición social, color de la piel o religión, tenga exactamente los mismos derechos y obligaciones, e incluso si somos capaces de consensuar unas mínimas normas de convivencia social. De lo contrario, parece que volveremos, una vez más, a estar sometidos a la ley del péndulo. Y el panorama no es nada edificante.
EL MÓN