Independentismo

La monumental biografía que Xavier Pla ha dedicado a Josep Pla, ‘Un corazón furtivo’, nos ha permitido descubrir elementos que no podíamos ni sospechar y que nos muestra hasta qué punto se ha impuesto una gran amnesia sobre el pasado colectivo. Entre el gran número de datos que desconocíamos del gran prosista catalán del siglo XX, Pla (Xavier) nos descubre la relación de Pla (Josep) con Francesc Macià y los conspiradores independentistas contra la dictadura de Primo de Rivera. Concretamente, nos hace referencia a la misión de inteligencia que el coronel Macià había encomendado al escritor ampurdanés (por cierto, también exiliado por la persecución judicial a la que fue sometido por delitos de opinión). A partir de la condición de periodista, el fundador de Estat Català le encargó contactar con Abd-El-Krim, el presidente de la República del Rif y el enemigo público número 1 de la monarquía española y que había humillado al ejército colonial español en la guerra de Marruecos. La idea consistía en mantener una relación entre la República Catalana en el exilio y los insurrectos norteafricanos para tratar de establecer algunas alianzas estratégicas. La misión no se concretó nunca, y es difícil que alguien como Pla, tan sumamente individualista y diletante se tomara en serio su participación, aunque, como buena parte de la sociedad catalana del momento, la independencia como perspectiva, tal y como recoge la exhaustiva biografía del profesor de la Universidad de Girona fundamentada en una extensa correspondencia, fue contemplada con buenos ojos por el de Palafrugell.

Josep Pla no fue el único que pasó por Bois-Colombes, la residencia oficial de Macià durante su exilio parisino. En su autobiografía, Joan Garcia Oliver, probablemente uno de los anarquistas de acción más relevantes de la historia europea, fue también llamado por el coronel. En la conversación transcrita medio siglo después, el anarquista de Reus afirmó que «L’Avi» (1) le propuso para el cargo de ministro de guerra de la República Catalana en el gobierno provisional que estaba preparando. Aunque el relato podría ser exagerado, no resulta inverosímil. Entre el fracaso de la huelga general de 1917 y la llegada de la República de 1931, la relación entre independentismo (en el lenguaje coetáneo, el separatismo) de Estat Català y la anarquista CNT hubo una estrecha vía de colaboración que implicaba conspiraciones comunes, apoyo para atravesar la frontera, pactos, conversaciones, proyectos comunes y apoyo económico. De esto también encontramos un libro injustamente poco difundido (como todo lo que tiene que ver con el anarquismo y el independentismo) de Marc Santasusana ‘Cuando la CNT gritó independencia’. Sin embargo, los anarquistas no eran los únicos socios de Macià y toda esa muchedumbre de políticos, activistas y dirigentes dispuestos a aprovechar la ola de independencias que siguió a finales de la Primera Guerra Mundial para que los catalanes se libraran del lastre de los Borbones y la actitud autoritaria y despectiva de la mayoría de españoles. Esto implicaba, no sólo buscar el apoyo económico y político de la diáspora catalana, especialmente en toda América –siguiendo el modelo irlandés–, sino que, acompañado por Carner-Ribalta, no dudaron en ir al corazón de la bestia: a Moscú, en busca de financiación, armas, apoyo logístico y político de la Unión Soviética que ejercía de demonio peludo de las relaciones internacionales. No les resultó difícil llegar. Tenían allí a Andreu Nin, un maestro que había iniciado su trayectoria política en la CNT, y que llegado a Rusia, acabó convirtiéndose en el secretario de la Internacional Sindicalista Roja, muy bien relacionado con el politburó y quien permitió acceder a los independentistas a los principales dirigentes soviéticos.

Si bien Macià fracasó militarmente –su operación a la irlandesa, una invasión pirenaica para liberar al país, fue interceptada en 1926 por la policía francesa– sí obtuvo rédito político internacionalizando la causa catalana y mostrando al país el grado de determinación para obtener la libertad nacional. La intensa actividad del coronel dejó claro que el independentismo iba en serio, que era una opción realista, y que estaba dispuesto a cualquier cosa. Cómo fue todo a posteriori es otra historia; sin embargo, si este episodio es minimizado es porque, cien años después, todavía sigue proyectando una sombra que hoy sigue inquietando a muchos.

En estas últimas semanas, cuando se ha hecho evidente el fracaso del Consejo de la República, las comparaciones resultan odiosas. Una de las grandes iniciativas del exilio ha quedado tocada, y quién sabe si hundida. No vamos a entrar a analizar los factores anecdóticos que pueden haber llevado la crisis a la entidad. Probablemente, lo que realmente le ha matado es la falta de definición clara y una ausencia de iniciativas lo suficientemente estimulantes para mantener el ánimo de un independentismo que, a fecha de hoy, sigue siendo mayoritario entre los catalanes (si utilizamos el término «catalán», de acuerdo con el concepto de ciudadanía mayoritario entre los estados europeos). En cualquier caso, podemos concluir que ha faltado determinación y atrevimiento. Porque, si lo que se pretende es alcanzar la independencia, es obvio que es necesario diversificar las tácticas y estrategias. Al fin y al cabo, la experiencia geopolítica nos demuestra que es necesario combinar agentes diversos y no desestimar posibilidad alguna por fea que sea. De hecho, la misma resistencia francesa durante la ocupación alemana dispuso de hasta cuatro líderes simultáneos con importantes desavenencias internas. Entre los independentistas irlandeses se encontraban irresolubles antagonismos políticos, tanto en tácticas como planteamientos ideológicos, que perduran hasta la fecha. Cualquier movimiento de liberación nacional está sometido a estas presiones internas donde varios actores, sectores y personalidades luchan enconadamente por la hegemonía.

La desestimación final de la absurda causa Volhov, según la cual el independentismo habría pactado apoyos a la Rusia de Putin resulta muy significativa. Evidentemente, lo más triste, como todo el mundo sabía, es que todo ello era una invención de los servicios secretos españoles y de su aparato propagandístico escupido por los medios madrileños (y reescupido por colaboradores políticos locales). Mentiras y difamaciones con mayor voluntad de destruir carreras y trayectorias profesionales –y practicar la represión colectiva sistemática en la larga historia criminal española– que por neutralizar internacionalmente la causa catalana. Lo triste del caso es que la trama rusa fuera mentira. Porque, objetivamente, si algunos dirigentes independentistas, con voluntad de diversificar las tácticas y las estrategias, hubieran apostado por la carta geopolítica, el independentismo sería hoy tomado más en serio, tanto desde una perspectiva interna como externa. Al fin y al cabo, no es necesario ser prorruso (o pro-lo-que-sea) para entender que el freno al principio de autodeterminación puede desestabilizar un orden injusto. Esto lo ha hecho todo el mundo, especialmente en los procesos de descolonización, porque en el fondo, cualquier disputa geopolítica busca siempre tocar los puntos débiles del adversario, y cualquier movimiento de liberación tiene la obligación de debilitar a su opresor, aunque sea buscando alianzas contra natura. Y Cataluña es el punto débil español y europeo. Desde una perspectiva histórica, tratar de ser el más simpático e íntegro de la clase no suele dar resultado ante los violentos acosadores, sino que cuando se es débil, tejer alianzas contra los enemigos de los ‘bullys» suele ser una estrategia, quizás poco ética y estética, aunque con mayores posibilidades de éxito. En este sentido, en el número de septiembre de la Revista de Catalunya, el historiador estadounidense Thomas Harrington ha publicado un interesante artículo al respecto. Esta manía catalana de parecer más europeo que nadie cuando es evidente que se dispone de poco para ofrecer a Bruselas o a los poderes fácticos globales para que aparezca una nueva República –de incierta evolución y talante– en el Mediterráneo y se debilita una monarquía de dudosa eficacia y talante corrupto y autoritario, aunque útil, no sale a cuenta, salvo que represente un grave problema. Harrington expone esto, que la carta geopolítica implica convertirse en un actor internacional, lo que fortalece la posición propia. Esto no quiere decir que necesariamente todo el independentismo lo apueste todo a una estrategia, como todas, inciertas, sino que se contemple como una opción más entre otras muchas que la realidad, la voluntad o las circunstancias descartarán. Y esto implica múltiples iniciativas, en todo momento, por parte de un independentismo que no deberían tener manías a nadie. De hecho, incluso sorprende que ni siquiera aparezca alguna opción monárquica por parte de alguien que quiera echar a una estirpe real hispánica conocida históricamente por su corrupción, incompetencia y mala leche. Un pretendiente, por impresentable que fuera, también cumpliría ese papel de irritar al ‘establishment español’. En cualquier caso, el independentismo catalán tiene la obligación de no perder ninguna oportunidad de desestabilizar a sus adversarios, de defenderse de los ataques recibidos, de ser imaginativo y atrevido en cada instante. Y tiene también el derecho a ser tan malparido como sus enemigos.

(1) L’avi’ (‘El abuelo’), así llamaban a Francesc Maçià.

EL MÓN