Prácticamente todos los viajeros del siglo XIX que nos han dejado sus impresiones de España mencionan la excepcionalidad española y la extrañeza que les causa un país que, estando en Europa, es muy poco europeo. También el carácter español les parece distinto al resto de los pueblos europeos. Muchos observan la presencia de una fuerte impronta oriental y consideran la arrogancia como el rasgo más conspicuo. Este rasgo, por cierto, es el que Nietzsche asignó a los españoles en su caracterología europea. Quiere decir que, a finales del siglo XIX, a base de experiencias seculares, esta idea del talante español se había convertido en un lugar común europeo. Y no sólo europeo. En 1898, mientras España luchaba por aplastar la revuelta cubana, Irving Babbitt, profesor de la Universidad Harvard, publicó un artículo en el ‘Atlantic Monthly’ sobre el carácter español. Desde la publicación se ha escurrido todo un siglo y cuarto más, pero aún sorprende por la actualidad de algunas observaciones. Y es que los pueblos cambian con más parsimonia que los acontecimientos y, como bien sabía Unamuno, una cosa es la historia superficial donde el traqueteo de la política no es sino espuma efectista, y una muy distinta el movimiento de la historia profunda, que Unamuno llamaba intrahistoria.
Babbit aporta la definición más precisa de España que nadie haya dado cuando le llama “el país de las anomalías inexplicables”. El adjetivo que emplea, ‘puzzling’, también significa enigmático, enmarañado, incomprensible. Este enigma o arcano de la conducta de los españoles todavía hoy desconcierta a muchos americanos y a no pocos centroeuropeos, que no se saben avenir con la irracionalidad de esta conducta. Por ejemplo, que el Estado perjudique deliberadamente a las regiones que le aportan más riqueza. Que atrofie su crecimiento en la medida de lo posible para hacerlas menos competitivas en lugar de promoverlas. No hace falta repetir lo que todo el mundo sabe del ahogamiento de la economía en la fachada mediterránea y el abandono de la infraestructura. Ni la absurdidad del sistema viario radial o la tontería de la alta velocidad deficitaria mientras el Estado mantiene un tramo de vía única para ralentizar artificialmente la circulación de los trenes entre Barcelona y Valencia. O el escándalo de Cercanías en el área más densamente poblada del Estado. Que nada de eso es producto del azar lo pone en evidencia el hecho de que cuarenta años después de inaugurarse el AVE Madrid-Sevilla, el PSOE vuelva a priorizar a un corredor atlántico a costa del corredor mediterráneo. Necesaria desde cualquier punto de vista que se mire, nacional o internacional, esta inversión lleva muchas décadas descartada por el gobierno de Madrid, sea cual sea la mano (derecha o izquierda) que firma los decretos y aprueba los presupuestos.
Para el viajero inglés Richard Ford, España «oscila entre Europa y África, entre la civilización y la barbarie». Babbitt, que lo cita con aprobación, ve un contraste entre el ingenio natural y la ignorancia crédula de los habitantes. Reconoce que los españoles son espabilados y capaces de todo tipo de acciones sorprendentes. Y no cabe duda de que se mueven con agilidad en la esfera de la pura necesidad. El autor del ‘Lazarillo de Tormes’, que por excelentes y actualísimas razones tuvo que permanecer anónimo, retrató a los castellanos con un realismo insuperable: el ciego astuto y maltratador que acaba descalabrándose él mismo, el cura malo, el ‘hidalgo’ enclenque pero esponjado como un pavo real y el chiquillo vivaracho que a base de experiencias amargas aprende a flotar y se considera afortunado con una plaza de pequeño funcionario que le otorga el poder a cambio de servirse indecorosamente del mismo.
Esto con respecto al ingenio. De la credulidad no hace falta ni hablar. Napoleón no sabía avenir a que, habiéndoles llevado un gobierno ilustrado, los españoles le combatieran furiosamente en nombre de la superstición. Después saludaron el regreso del oscurantismo con el famoso “¡Vivan las caenas!” Hoy la credulidad ha cambiado de objeto pero no de intensidad. En España la desinformación sobre una realidad tan cercana como Cataluña es inclasificable de tan pintoresca. O la recepción entusiasta de las teorías de conspiración promovidas por periodistas irresponsables que esparcen rumores como si fueran noticias, por ejemplo sobre el origen de la covid, la invasión de Ucrania, el supuesto nazismo de los ucranianos en general y de su presidente en particular, o la autoría del sabotaje en las tuberías Nord Stream en el mar Báltico. Hoy, como siglo y medio atrás, el problema es que “España ha dejado sin apenas cultivar la región intermedia entre la lucidez, el buen sentido y la discriminación crítica”. Por el contrario, el español, dice Babbitt, deja correr la imaginación desbocada sin prestar atención a las limitaciones de la realidad. Así se entrega inevitablemente al desengaño. Actualmente lo vemos, y aún lo veremos más, con los reveses judiciales que sufre la ‘hidalguía’ española en Europa.
La razón de tantos fracasos de la fantasía radica en el atributo más característico de los españoles: el orgullo. Este vicio se lo deben a la potencia de autoidealización, a la idea exagerada que suelen tener de su dignidad. Babbitt explica que el español es capaz de casi cualquier sacrificio por el honor, que es la forma peculiar como él toma el respeto de sí mismo. Pero también es capaz de casi cualquier violencia y crueldad cuando cree que le han faltado al honor. Basta con que, abocados por una opresión política insoportable y un desprecio cultural intolerable, los catalanes quisieran ejercer pacíficamente el derecho de autodeterminación para que España desatara una represión descabellada. El «aporellos” de evidentes resonancias de pogromo medieval, la truculencia inquisitorial de Marchena y del resto del Tribunal Supremo, la ardiente persecución de los Barrientos y los Llarena son, como decía Babbitt de la crueldad española, una supervivencia medieval y oriental. Son la herencia de los siglos en los que, batallando de espaldas a Europa, los españoles imitaban el fanatismo de los enemigos y hacían de la fe intransigente, tribal, el fundamento de la política.
Por eso su crueldad es sobre todo insensibilidad. A menudo es por insensibilidad por lo que cometen imprudencias, como la enfermera andaluza del hospital Vall d’Hebron lanzándose temerariamente a ridiculizar el catalán en YouTube. Sólo se ha arrepentido al comprobar el efecto de sacar a relucir su orgullo e ignorancia en la red. El autocentrado patológico de esta joven no es excepcional. El español, decía Babbitt, tiende a descuidar la relación con los demás; es constitutivamente incapaz de cooperar –en este caso con la institución donde la enfermera trabaja y la sociedad en la que se encuentra– y reacio a la organización y la disciplina. La reacción tibia e inoperante de la autoridad catalana –tanto del hospital como del Departamento de Salud– exponen los correspondientes vicios catalanes, pero de este tema hablaremos otro día. En España la reacción popular, lejos de manifestar vergüenza ajena por la impudicia de la joven andaluza, confirma las impresiones de Babbitt. Aunque esta reacción puede hacer pensar en el juicio de un antropólogo, que un día me dijo lapidariamente que España es fascista –en todo caso la frase debería invertirse y recordar que el fascismo tiene una fuerte impronta española–, es más útil de entender a partir del extravagante sentido del honor que gastan los españoles. Por mucho que quieran hacer de Cataluña una parte de España, son plenamente conscientes de que los catalanes no son españoles. Por esta razón no pueden admitir que les dicten normas de convivencia y se consideran heridos en el honor si se les recuerda la existencia de deberes cívicos que no emanan de la centralidad de su persona. La enfermera del vídeo, como otros muchos funcionarios venidos de las Españas, hacen suyo el dicho que Babbitt les atribuye en conjunto: “El último mono se ahoga”. En expresión catalana, más grosera y más clara: quien venga detrás de mí, que se joda.
El funcionariado es el ideal de vida de casi la mitad de los españoles. En la época del ‘Lazarillo’ sólo trabajaba una tercera parte de la población. El resto lo hacía como el ‘hidalgo’ de la novela o se cobijaba en la religión. Todavía en el siglo XX Antonio Machado describe a los castellanos como filósofos nutridos con sopa de convento. Unos años antes, Babbitt decía que el verdadero castellano aspiraba a ser caballero y era reacio a bajar del caballo y ponerse a trabajar en los trabajos de la civilización moderna. Hoy que ya no se ven jinetes por el paseo de la Castellana y que el latifundismo religioso ha sido sustituido por empresas de protección estatal, los españoles que no pueden entrar en los consejos de empresa, porque están reservados a los altos servidores del Estado, aspiran a incrustarse en la administración pública. Actualmente, tres millones y medio de españoles, el 17% de los ocupados, son ya funcionarios, pero el número global de opositores a la función pública alcanza casi siete millones. Otros cinco millones de españoles de edad comprendida entre 18 años y 55 declaran la intención de opositar, lo que eleva la proporción de quienes querrían ser funcionarios a un español de cada dos en edad de trabajar. No es de extrañar, pues, que las cifras de colocados en prebendas administrativas no dejen de aumentar. En Extremadura un ciudadano de cada once ya vive de los caudales públicos, es decir, de los impuestos recaudados a la gente que trabaja y crea riqueza. Dado que las regiones que más dependen de la función pública no pueden satisfacer la demanda de empleo en este sector, necesariamente deben exportar funcionarios a las regiones donde la proporción entre creadores y consumidores de riqueza es más equilibrada. Esto ayuda a explicar la adhesión irreflexiva de tantos españoles al desaguisado de la enfermera andaluza.
A falta de muy poco para terminar el siglo XIX, Babbitt se preguntaba si los españoles podrían pasar de la edad media a la modernidad sin caer en la anarquía y la confusión. La historia peninsular del siglo XX se encargó de responderle. Pero su predicción se cumple en la actualidad: “Pase lo que pase, podemos estar seguros de que España no cambiará de repente los hábitos mentales de siglos de absolutismo espiritual y político”. Para los bizcos que miran el mundo con un ojo mientras vuelven el otro hacia la bóveda celeste, vale la pena completar la frase: “Cuando trate de escapar del pasado, [España] sin duda pasará de la fe fanática en una religión a la fe fanática en fórmulas revolucionarias, y quizás pasará por todas las demás fases lamentables del radicalismo de los países latinos”. Me parece que eso tampoco hace falta discutírselo.
Babbitt anexa a sus observaciones una aclaración que sin duda halagará a los lectores de los Països Catalans. Después de afirmar que existen más elementos de republicanismo real en España que en Francia o Italia –basando la opinión en la pujanza del anticlericalismo y la impopularidad de la corona a finales del siglo XIX–, explica que esta observación, así como casi todo lo demás, se aplica sobre todo en las dos Castillas, Aragón y las provincias del noroeste, “verdadera columna vertebral de la Península”. Es decir, que España, lo que él y la mayoría de los españoles consideran la España real y efectiva, es la zona peninsular que, más allá del Ebro, se aparta geográfica y culturalmente del Mediterráneo. A finales de ese siglo la península ibérica era para el extranjero capaz de prestar atención al escenario de una tierra de contrastes no sólo climáticos y paisajísticos sino también humanos. «¿Qué puede afirmarse, por ejemplo, de un catalán que valga también para un hijo de Sevilla?».
¿Qué mejor prueba de diferencia nacional que la incompatibilidad entre el carácter de unos y otros? Se podría decir que la intolerancia de la enfermera andaluza a las normas de la administración catalana no tiene nada de personal, que en cierto modo está predeterminada. Su actitud es sintomática de la confusión y anarquía en la que el fanatismo religioso ha sumergido a los españoles cuando se han liberado de la tenaza eclesiástica. Y es una exhibición impagable del orgullo que prospera en la indiferencia intelectual y la indolencia moral. En esta chica, parangón de la soberbia del funcionario destinado a Cataluña, se confirma el dicho de Emerson que Babbitt recuerda a propósito de las expulsiones de los judíos y los moriscos y de la persecución del pensamiento por la Inquisición. Emerson dijo que la exclusividad se excluye a sí misma. Si pretendía cerrarse puertas en Cataluña, la enfermera no podía hacer nada mejor que lo que ha hecho. Pero la ola de apoyo que ha recibido de fuera del país es suficientemente elocuente de la dirección que España ha tomado en el conflicto con el pueblo catalán. Los españoles pusieron un pie en la modernidad cuando España se convirtió en miembro de la Unión Europea, pero lo hicieron de la forma en que Babbitt los definió: por razones egoístas e incapaces de colaborar de corazón en la tarea común. La modernidad es un asunto complejo que requiere cultivar la relación con los demás y abandonar la fijación en su propio interés. La chulería es la otra cara de la inseguridad, una preocupación enfermiza con el ego que el catolicismo medieval imbuyó a los españoles con el problema de la salvación personal. Una preocupación que con la retirada de la fe católica se ha traducido en el fanatismo de salvarse salvando a España sin calcular, como los caballeros, el coste ético o humano de semejante afán.
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