Imperio y modernidad

En el artículo “Un gobierno capaz de impulsar una segunda modernización”, publicado en “Le Monde diplomatique” (edición español) correspondiente al mes de febrero de 2020, Bruno Estrada nos habla de la “crisis poliédrica” que vive España desde “hace una década”. Económica y social; crisis de representación política; “y en los últimos años una grave crisis institucional entre el gobierno de España y la Generalitat de Cataluña”. Después de un análisis de las dos primeras, dice: “por último pero no menos importante porque está monopolizando la agenda política (el subrayado es mío), se ha producido una profunda crisis constitucional entre Cataluña y España”. Claro, si se continuara viviendo una situación de sometimiento por parte del Estado Español sobre Cataluña y una actitud de sumisión y conformidad por parte de Cataluña, resulta que no sería ni menos importante, ni más importante, ni nada importante. Es que no sería. No hablaría de una situación de crisis, sino de normalidad. En fin, que ya tenemos en acción al cegador supremacismo imperialista español haciendo acto de presencia.

Más adelante escribe que “Una España nueva […] preñada de futuro, debe partir del rechazo a […] y también a esa Cataluña y ese País Vasco excluyentes e intolerantes, construidos sobre el rechazo a las aportaciones culturales, políticas, económicas de, al menos, la mitad de su población que no se siente nacionalista”.

Aclarar que la mitad de la población que, considerando la reflexión anterior, se deduce nacionalista, es una población que tiene conciencia nacional, no que sea nacionalista. Uno de los requisitos fundamentales que definen al nacionalismo, es su carácter expansivo. En estas sociedades no aparece ese afán por ningún sitio. El País Vasco, para guardar su soberanía y defenderse de los ataques, sobre todo del Reino de Castilla, constituyó en el año 824 d.n.e. el Reino de Pamplona, que después se transformó en Reino de Navarra y de esta manera pasó a formar parte del conjunto de los Estados de Europa. Voy a transcribir un párrafo de la obra de J.M. Lacarra “Historia del Reino de Navarra en la Edad Media”, que fue publicado en 1967.

“Vascos fueron quienes crearon el Reino de Pamplona, más tarde de Navarra. Bajo su autoridad política, la sociedad vasca se reconoció a sí misma y fue evolucionando hacia un sistema político en el que, en la práctica, existía un pacto entre el pueblo navarro, el reino y sus reyes, por el cual sus representantes dinásticos juraban cumplir y hacer cumplir las leyes, fueros y costumbres. Si no cumplían podían ser desposeídos y derrocados de su gestión. Este proceso resulta comparable con los usos de Inglaterra, sin que aparezcan procesos de institucionalización europeos con tal grado de control del poder por parte de la propia sociedad”.

La autoridad real no le es conferida por la Gracia Divina, ni por los poderes de la Iglesia. En este caso, es del pueblo de donde procede su legitimidad.

Nada de una construcción basada en el “rechazo a las aportaciones culturales, políticas y económicas de la mitad de la población”.

El aspecto más destacable de este proceso es la elaboración y compilación de un sistema jurídico propio, sin vinculación ni con el romano ni con el germánico. Puede considerarse como una de las instituciones pioneras –si no la primera- en la Edad Media por la lucha de los derechos. Así pues, nos encontramos ante un sujeto político –el de los vascos-, o sea, ante un Estado con reconocimiento internacional. Se organizó socio-económicamente a modo de sistema de “tenencias”. No es un estado feudal como los de la época. Los “tenentes” son nombrados por el rey para administrar los territorios asignados, pero no implican la cesión de la propiedad; no son ni vitalicios ni hereditarios. El fundamento económico lo constituyen las rentas en especie y trabajo de los labradores, de las cuales la mitad son transferidas a la corona. Carecen de competencias, lo mismo en materias jurídicas –éstas siempre en manos de los alcaldes- como en la imposición de derechos fiscales, que son ejecutados por funcionarios locales y reales.

Las Cortes surgen ya para el año 1090 y hacia 1200 aparecen las llamadas “Juntas de Infanzones”, una institución de carácter independiente y fuera del estamento oficial -constancia del ansia social de la ciudadanía vasca-. En ella está representada la mayoría de sus sectores. Se trata de una organización en la que sus cargos son elegidos democráticamente con el fin de proteger al pueblo de posibles agravios de los mandatarios y de exigir al rey el juramento para defender la identidad, derechos, libertades, usos y costumbres de Navarra. Por encima de las bulas y del poder de los papas de la Iglesia, lograron imponer a los reyes electos por el pueblo. La más conocida era la “Junta de los infanzones de Obanos”, cuyo lema era “Pro libertate Patria gens libera state” (Para la libertad de la patria, las personas han de ser libres). Asombroso contenido democrático para la época de la que estamos hablando. Y no digo nada para la que vivimos. ¿O no?

Otro hecho relevante fue la creación de la Cámara de Comptos, organización independiente, encargada del control del patrimonio y de las finanzas públicas (hoy en otras latitudes, les llaman “Tribunales de Cuentas”), vigente en nuestros días, respetada (aunque no siempre atendida) por su funcionamiento y dictámenes.

Por otra parte, se inicia una etapa dolorosa de nuestra agitada historia, que culmina con la usurpación, por la fuerza y en contra de su voluntad, del Estado de Navarra por las tropas del Reino de Castilla en 1512, tras más de 300 años de acoso. Una colosal afrenta a una sociedad que había sabido dotarse de un sistema político y jurídico que le hubiera permitido progresar de manera equilibrada a lo largo de los años. Pero no fue así. Tomo una reflexión de Josep Pla (me parece que de manera oportuna, ya que el autor del artículo hace referencia, sobre todo, a Cataluña): “Desde entonces no se conocen momentos de sosiego. ¡Cómo nos ha estorbado la Historia! No hemos conocido ninguna ventaja. Entrados en un vasto imperio, la Historia se ha convertido en una angustia permanente, en una continuidad de despropósitos que nos han conducido a un país de una Historia dual, nunca unánime y fanático”.

Así hasta nuestros días, en que nos encontramos víctimas de una usurpación política y cultural absolutas y, por si fuera poco, de una dominación militar demoledora. Todo ello con la incalculable colaboración del cuerpo diplomático del Estado del Vaticano.

Ahora no estaría de más saber qué es lo que piensa el autor del artículo que habría que hacer con las dos mitades a rechazar. ¿Tal vez aniquilarlas?

Nos trata de excluyentes e intolerantes y nos dice que rechazamos las aportaciones culturales y económicas de otras comunidades, o sociedades, o lo que quiera decir cuando hace alusión a la “mitad no nacionalista”.

Para empezar, nuestro proyecto nacional no es étnico. No es que seamos una raza. Somos una sociedad, una cultura, una identidad que ha incorporado todas las aportaciones valiosas que, a lo largo de la Historia, se nos han propuesto. Desde siempre. Por ejemplo: el euskera es el tesoro más valioso de esta comunidad; pues bien, un altísimo porcentaje de las palabras son derivadas del latín, adaptadas durante le época romana, en la medida que se descubrían conceptos y objetos que hasta entonces eran desconocidos. Cabe constatar que ha mantenido su estructura y vigor, pese a los ataques despiadados. Así, receptiva a las aportaciones positivas que nos han ido llegando y adaptándolas a nuestros valores, intereses, referentes y prácticas colectivas, se ha llegado a conformar una sociedad de alta calidad democrática, solidaria, igualitaria, progresista (entendiendo el progreso como “la capacidad de considerar un número cada vez mayor de diferencias entre las personas como algo irrelevante desde el punto de vista moral”, según la apreciación de Rorty), que busca la recuperación de su Estado, indispensable para la resolución de los conflictos políticos y sociales que nos impiden un desarrollo equilibrado. A este respecto. I. Berlin escribe: “Los movimientos revolucionarios o regeneradores no tendrán ninguna posibilidad de éxito si se desligan del patriotismo. La reivindicación social sin la nacional, está condenada al fracaso”. Y añade: “Esta curiosa ceguera por parte de los pensadores sociales, en otras cosas tan agudos, me parece un hecho que necesita explicación”.

Y, por terminar: desde nuestras posiciones, no nos proponemos excluir a nadie. Al contrario, somos sociedades dispuestas a acoger y a facilitar su integración a toda persona bienintencionada que opte por convivir en nuestras comunidades.                            Podrá comprobarlo a nada que se esfuerce.