ÉSE debería ser el pedido adicional de un conductor cuando se acerca a repostar y llenar el depósito de combustible en su estación de servicio. Sí, 50 árboles deben trabajar durante un año para absorber el CO2 que emitimos con un coche al consumir un depósito de combustible. Y si hacemos 10.000 kilómetros en un año, necesitamos poner a nuestra disposición 750 árboles para que compensen lo que provocamos, capturando del aire el CO2 que emitimos con la combustión del motor. ¿Y estos árboles de quién son? ¿Dónde están? ¿Cuántos hay? ¿Quién los planta? ¿Quién los cuida? ¿Qué trabajo supone cuidarlos?
Sería muy interesante preguntarnos por estas cosas y tomar conciencia de ello, pero esto sólo es posible si se asocian con facilidad nuestros comportamientos medioambientales con el impacto de los mismos en términos entendibles. Si pensamos que hay que pagar el combustible, su extracción, refinado, transporte y servicio por una parte, y también el coste de reponer oxígeno que quemamos -en aras de la sostenibilidad-, habría que añadir al pago del combustible el alquiler de los 50 árboles al llenar el depósito.
Así se lograría que el impacto o huella ecológica fuera cero, y además podríamos destinar estos dineros a sostener y desarrollar el espacio arbóreo de una comunidad. Parece que el destino del coste adicional del combustible, o los pagos de la sostenibilidad ambiental de lo más cercano, debería preceder a la recaudación de impuestos de ámbito más general.
Este pago para reponer lo consumido, el oxígeno tomado del aire que se combina con el hidrocarburo, debe gestionarse en el espacio local donde se consume, en las proximidades del recorrido. Éste es sólo un ejemplo de tratar con la misma relevancia el combustible que alguien vende como recurso privado, con ese otro bien colectivo y más local que es el aire que respiramos junto a otros animales y plantas, que no pueden opinar sobre lo que estamos haciendo. Es ésta una forma de revalorizar y disponer de recursos para crear actividad económica y ambiental próxima en el sector primario y en el forestal en especial.
La necesidad de tomar conciencia sobre el impacto de lo que hacemos -en cualquier tema- requiere que nos aclaremos previamente con los términos que empleamos en el lenguaje con el que comunicamos y sobre todo con las medidas que nos dimensionan las cosas y sus relaciones, con nuestro comportamiento diario.
De nada nos sirve leer sobre el volumen de las emisiones de CO2 del parque de vehículos de un territorio, si esto no se referencia con algo que nos es cercano. Si sabemos que necesitamos 50 árboles por depósito seremos más conscientes de su cuidado, y seguramente educaremos a los más jóvenes con esas sensibilidades. Entender de las proporciones y de las relaciones entre los distintos fenómenos en los que estamos inmersos, requiere familiarizarse con los términos que usamos para medir las cosas.
No es extraño que hasta hace algún tiempo las medidas de las cosas emplearan longitudes tan familiares como la pulgada -correspondiente a la última falange del pulgar-, o el pie, o el codo o la vara. Ahora usamos el metro, para el que tomamos como referencia popular un paso grande, o el kilómetro como distancia señalizada en la carretera, o los cientos de metros en las pruebas deportivas en sus distintas modalidades. También en el ámbito económico, nos faltan referencias en relación a los números de la crisis. Nos aturden las macrocifras cotidianas de los miles de millones de euros que se destinan a un asunto detrás de otro. Aquí también nos faltan medidas que nos sitúen para comparar y valorar las cifras con algo que entendamos. Para los que siguen pensando en pesetas -que son muchos-, la conversión de euros a miles de pesetas y millones sigue siendo necesaria. Y casi siempre la conversión a pesetas nos escandaliza por comparación a cómo era el valor de las cosas antes del año 2000. Para las macrocifras hay algunas referencias estables que merece la pena emplear de forma sistemática.
Por ejemplo, el PIB (Producto Interior Bruto) es una buena referencia. El PIB viene a ser lo que producimos en un año -entre todos- en la parte de la economía visible. El PIB es aproximadamente un millón de millones de euros para España. Es una referencia siempre útil y redonda para comparar con las grandes magnitudes con el total de nuestra producción de bienes y servicios en un año. Se dice que son 60.000 millones de euros las reservas para las pensiones, acordadas en el pacto de Toledo. Y que el presupuesto anual de las pensiones asciende a 108.000 millones de euros. Comparando con el PIB -nuestra referencia- podemos darnos cuenta que las reservas se corresponden con lo producido en tres semanas de trabajo de toda la población activa. Y el presupuesto anual es una décima parte del PIB. Uno de cada diez euros que producimos se destina a las pensiones. Y si relacionamos las dos cosas las reservas son el 55% del gasto de un año en pensiones.
Para algunos éstas son unas cifras muy solventes, pero para otros no. Alguno pensará que si ha estado trabajando y cotizando 30 años, habrá unas reservas, por lo menos de varios años para él. Pues no, cobramos en cada momento -dentro del año- de lo que se cotiza, con una limitada cobertura de seguridad económica, pero con un sistema que a sí mismo se define como muy seguro. No es fácil evaluar la situación de nuestra crisis y de los datos del déficit sin tomar estas referencias, y no es posible tomar conciencia de las medidas adoptadas y del impacto de las mismas en la vida cotidiana, si no tenemos una visión de las dimensiones de las grandes cifras.
A pesar de tener mucha información no se dispone del conocimiento necesario sobre el significado de las cosas. La transparencia de la información no tiene valor si no se comprende y se crea una opinión fundada de las personas, que deben construir una opinión social. No basta con el acceso a la información y no se avanza hacia un modelo socialmente participativo si las dimensiones y significados de las cosas no se expresan en un lenguaje entendible por la mayoría. La accesibilidad a la información que conduce a valorar la importancia de las cosas, no es sólo cuestión de rápidos medios de comunicación, sino sobre todo de lenguaje próximo, comparativo y didáctico. Podemos ver otros ejemplos de inaccesibilidad informativa o indefensión comprensiva, en los muchos documentos contractuales que firmamos en un banco, en una compraventa de un piso, en un seguro o en un contrato informático en la red.
Hacer que el lenguaje sea un medio de sensibilización y responsabilización en unas ocasiones, y de comprensión de la magnitud de los problemas y oportunidades que nos rodean en otras, es un requisito básico para comprender la situación en la que estamos.
Entender nuestra crisis requiere comprensión -no hay más que ver el éxito de los libros que la explican con simplicidad-. Para salir de ella -en la dirección acordada- haría falta una sociedad que opine y elija entre opciones diversas y viables. Es urgente desplegar una información que cree opinión fundada, que permita evaluar el desempeño de ciudadanos y gobernantes, y que permita basar las decisiones en alternativas innovadoras a través de la participación informada y del conocimiento fundamentado.