Uno de los dramas de la historia de la Cataluña contemporánea ha consistido en que los movimientos de emancipación nacional o bien han sido aplastados por una burguesía sin alma o bien han sido disueltos en una revolución social con elementos del proletariado y del subproletariado de matriz española. Algunas de las grandes crisis que ha vivido el país durante el siglo XX han basculado entre estos dos polos en los que el catalanismo siempre ha acabado desgarrado por un conflicto de clases que ha beneficiado a los poderes en torno al kilómetro cero de Madrid.
En un contexto muy diferente, y afortunadamente con menos pulsiones violentas, temo mucho que el movimiento de los «indignados» que acampan en la plaza Catalunya y, sintomáticamente, en la Puerta del Sol, reproduzca estos anhelos que lo quieren transformar todo menos la misma estructura del Estado. Un inmovilismo de fondo que, como es habitual, dispone de la irresponsable complicidad de algunos actores políticos e intelectuales de la izquierda catalana, a veces autodenominada «catalanista», que apoyan todas las luchas antiglobalizadoras, pero que miran hacia otro lado cuando la reivindicación de derechos se concreta en el derecho a la autodeterminación, unas élites supuestamente progresistas que han fomentado durante décadas el autoodio nacional y la persistencia de bolsas de población de origen español no integradas en el país.
Comparativamente, los 500 acampados de la plaza Cataluña de los primeros días con sus inciertas demandas han tenido más repercusión en los medios españoles y mundiales que el millón de catalanes que desfilaron por el paseo de Gràcia el 10 de julio del año pasado para protestar contra la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut y gritando «independencia» o que las más de 900.000 personas que han votado por el Estado propio en los municipios del país en las consultas populares. Quizás también habría que recordar que el plante organizado en el parque de la Ciutadella para exigir a los diputados del Parlamento que tramitaran la proposición de ley de declaración de independencia presentada por SI tuvo que soportar la burla de los medios de comunicación catalanes y el desalojo expeditivo a cargo de la Guardia Urbana de Barcelona comandada por Jordi Hereu que, en cambio, se ha mostrado tolerante y pasivo a la hora de disolver la concentración de los «indignados».
En esta tesitura, desde el catalanismo nos debemos preguntar por qué, teniendo un peso social muy superior al de otros movimientos, somos incapaces de canalizar las energías para propiciar que los anhelos de transformación social desemboquen en una transformación nacional. Y la respuesta es que desde el mismo país se levantan poderosos diques de contención que, cuando la situación se encuentra abierta y a punto de reventar, acaban reconduciendo las aguas hacia el orden español.
Desde julio del año pasado cuando los catalanes podríamos tener nuestro Tahrir independentista, con un liderazgo que hubiera sabido conjugar las protestas derivadas de la crisis socioeconómica con la situación de expolio y de dominación política de la que es víctima el país, y que hubiera aprovechado el empuje de las grandes manifestaciones ciudadanas para reclamar una democracia avanzada que permita celebrar referéndums de soberanía oficiales, pero buena parte del estamento político y los actores sociales que podrían haber empujado el movimiento prefirieron amortiguarlo o combatirlo con hostilidad, quizás en parte por incertidumbre, por cobardía, por miedo a no controlar los cambios, pero, sobre todo, para continuar disfrutando de los privilegios del sistema autonómico que, a ellos, los ha encumbrado a considerables cotas de bienestar personal. El centroderecha -representado por CiU- apoyó las reivindicaciones nacionales hasta que, una vez parapetados en la Generalitat, se han dedicado a invocar excusas para esquivar el proceso de ruptura con España y esperar a que baje la reverberación, y ahora tiene que lidiar con un conflicto social que desconoce (y desprecia) las demandas de soberanía atizadas por grupos alternativos y también por algunos sectores de la izquierda tripartita desalojada del poder. Unas protestas, en la plaza Catalunya, ancladas, como digo, en un marco mental español, sea porque muchos de ellos son hijos y nietos de un sistema que no ha conseguido integrarlos en la catalanidad, sea porque identifican que el único cambio real de las estructuras socioeconómicas sólo puede proceder de un cambio de quien tiene el poder y los recursos: España.
Y en el caso de las Acampadas en la Puerta del Sol, unas protestas que a veces rozan la catalanofobia, de modo que la reacción social alternativa no se aleja nada del discurso político convencional. La fuerte aversión a la pluralidad nacional y cualquier insinuación que ponga en peligro la unidad del Estado palpita en la grotesca demanda de circunscripción electoral única española y también en los comentarios en Twitter de algunos de los manifestantes madrileños. Entre el jueves y viernes de la semana pasada, cuando en Barcelona se empezaba a reclamar que el motivo ‘spanish revolution’ fuera sustituido por ‘catalan revolution’, desde Sol se quejaban diciendo que «ya estáis con la independencia; no os carguéis la intenciones de la acampada; no mezcléis la política», identificando, pues, la reclamación soberanista con el sentido más peyorativo de la actividad política -a la que ingenuamente, o con toda la mala intención- ellos creen no dedicarse.
En cualquier caso, si tiene algún sentido que prospere la revuelta de los «indignados» en Cataluña, sólo es precisamente si deriva hacia un movimiento que reúna las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales, una verdadera ‘catalan revolution’ que enarbole los ideales de justicia, de igualdad y de libertad individual y colectiva.