¿Iguales ante la ley? ¡No, gracias!

Solemos idealizar la igualdad ante la ley como un valor absoluto, sin darnos cuenta que la ley misma regula desigualdades necesarias. Os hablaré bajo la óptica de las personas para aplicarlo después a las lenguas y razonar por qué creo que la cooficialidad sería el motor del genocidio lingüístico.

 

Haré este paralelismo porque, al hablar de las personas, la mayoría estamos de acuerdo en que las leyes y la justicia se prostituyen en beneficio de los poderosos, también a menudo las argucias de los profesionales hacen que la letra de las leyes entierre su espíritu y también que, en caso de que entren en conflicto dos principios legales, la balanza de la justicia tiene costumbre de inclinarse hacia los privilegiados (etimológicamente, ‘que tienen leyes privadas’).

 

En los tiempos que corren con fiscales haciendo de defensores (Pinochet, Cristina de Borbón, Gallardón…), jueces procesados si procesan según a quien… me parece tan evidente, que no me extenderé para no hacerme procesar. Dejaré que te lo explique Rafael Silva (http://www.rebelion.org/) en ‘Una justicia protectora de los poderosos’ o el diario Público (http://www.publico.es/politica/498894/la-fiscalia-tambien-protege-a-gallardon-se-opone-a-que-declare-en-el-caso-noos).

 

Sobre los mecanismos legales que inevitablemente favorecen a los poderosos tenemos el excelente escrito de Lucas Salelles sobre ‘La mirada de las sardinas’ o el escrito de un exministro de Justicia español sobre el carácter clasista y reaccionario de las actuales tasas judiciales en el Huffington Post. Pero seguramente todos tenemos presente la indignación que nos suscitó la noticia de que, en premio a las reiteradas maniobras obstructivas de su cohorte de abogados que fueron retrasando persistentemente el proceso, al señor Josep Luis Núñez le reducían la condena.

 

Pero más que todas estas iniquidades, me interesa destacar la que siempre favorece a los poderosos cuando se contradicen las propias leyes. Evidentemente, si hay conflicto entre poderosos, los veredictos se alternan, como son los casos de conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor: depende del ascendente social que tenga el famoso que considera agredido su honor y el medio de expresión que pueda haberlo vulnerado, las sentencias oscilan. Pero tenemos dos casos recurrentes que no se resuelven nunca contra los poderosos. El primero es el conflicto en la constitución neofranquista de 1978 entre la propiedad privada (art. 33) y el derecho de vivienda (art. 47), que siempre se resuelve como si no existiera el artículo 47, y no me refiero a la dación; la ley permitiría nacionalizar el piso de cualquier persona en riesgo de desalojo: bastaría dar preferencia al artículo 47 por encima del 33. El segundo es entre el artículo 33 sobre la propiedad privada y el 35, que establece que «los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, […] y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia’, pero todo el mundo sabe que hay empresarios que no paran de chantajear a los trabajadores con la amenaza de deslocalizaciones si no aceptan rebajas de sueldo, chantaje aplicado en masa, también para empresas con beneficios, que ha llevado, según noticias recientes, a un 13,7% de los trabajadores catalanes al riesgo de pobreza. Como en el caso anterior, si el Estado cumpliera sus obligaciones con la mayoría, debería colectivizar aquellas empresas que pagan remuneraciones anticonstitucionales.

 

Los hechos nos demuestran que, en vista de la necesidad de elegir entre dos preceptos legales que se contradicen, el establishment siempre elige los que favorecen a los poderosos y no los que favorecerían a amplias mayorías.

 

No sorprenderá que el ejemplo que encuentro más clamoroso lo tengan que soportar las lenguas distintas de la castellana: mientras el artículo 3 de la constitución neofranquista dice que los castellanohablantes tienen más derechos y menos deberes que el resto, el artículo 14 dice que los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social (curiosamente, del redactado universal se ha ‘caído’ la lengua); y el 10 dice que las leyes se interpretarán de conformidad con la declaración universal de derechos humanos, que justamente incluye la lengua entre los factores de discriminación que hay que evitar. Dos artículos para la igualdad y uno para la desigualdad, y es este último el que impera…

 

En síntesis, los ciudadanos no somos iguales ante la ley porque no lo somos detrás: nuestro nivel económico, nuestro entorno social, nuestra cercanía al poder acaba consiguiendo que unos sean más iguales que los demás…

 

Incluso los juristas que se creen eso de la igualdad ante la ley saben que la ley no puede ser igual cuando tiene que compensar las desigualdades extremas de las partes traseras de la ley: el abogado de oficio es una desigualdad ante la ley que intenta corregir la desigualdad detrás de la ley; la discriminación positiva, también; la paridad en las listas electorales por encima de los méritos particulares de determinados candidatos, también. La ley y la justicia no pueden ser iguales ante ciertas desigualdades sociales.

 

¿Y eso, cómo se aplica a las lenguas?

 

Las lenguas tampoco son iguales tras la ley, sobre todo por razones demográficas (están las que se expanden y las hay que no paran de retroceder), geopolíticas (en qué organismos internacionales tienen algún papel) y por razones económicas: están las que son lucrativas y hacen que el pérfido mercado invierta dinero en su tecnificación, mientras que otras quedan fuera del ciberespacio o dependen del voluntariado social o de la acción de los gobiernos. Así, el manifiesto que en 2005 proponía la creación de un partido supremacista español en Cataluña aducía ‘el importantísimo valor cultural y económico que significa la lengua castellana’, realidad innegable que hace radicalmente innecesario que la República Catalana tenga que hacer nada para promover esta lengua.

 

De modo que, si hacemos iguales ante la ley a dos lenguas que detrás de la ley son tan desiguales como el catalán y una de las lenguas de la inmigración que es oficial en una treintena de estados, que es lengua de trabajo de múltiples organismos internacionales y empresas multinacionales, que multiplica por 25 o por 30 el número de hablantes del catalán, que todos los fabricantes incluyen gratuitamente en sus productos y que todos los desarrolladores de tecnologías lingüísticas favorecen sin pasar por caja a cobrar de los gobiernos, lograremos que en realidad la lengua lucrativa sea más igual…

 

¿Podríamos reprochar a un inmigrante chino, ruso, malinés o gambiano, desconocedor tanto del castellano como del catalán y urgido de aprender una de estas lenguas, que se inclinara por el castellano, si ambas lenguas tienen el mismo rango jurídico? Si no le garantizamos trabajo a perpetuidad, pensará que el español le ofrece más oportunidades y se convertirá en un nuevo obstáculo para los que queremos vivir en catalán en Cataluña.

 

Cualquier régimen de cooficialidad entre el catalán y cualquiera de las diez lenguas más habladas del mundo conduciría en poco tiempo a la desaparición del catalán. Pero si esta lengua es la de los campeones del ‘sin que se note el cuidado’, se lo daremos masticado y facilitaremos aún más las ofensivas contra el catalán de los enemigos de la igualdad.

 

Porque no hay que engañarse con los partidarios del genocidio lingüístico. Si un juez dice que el coche tiene derecho de circular, pero que tiene que ir con tres ruedas, es que no se atreve a decir abiertamente que le deniega el permiso. Como han hecho los jueces que no han prohibido formalmente la inmersión lingüística, pero prohíben una cuarta parte para hacerla inviable. Y lo hacen con el principio de igualdad que dice que tiene más derechos una sola familia catalanofóbica que quiere evitar que su hijo termine la escolarización con un dominio equilibrado de catalán y castellano que las familias de los otros 34 alumnos.

 

Y también nos muestran cómo entienden la igualdad los que, cuando se trata de utilizar el catalán en el parlamento español, salen diciendo que es un gasto innecesario porque en Madrid lo que nos hace iguales es que todos hacemos uso de la misma lengua, de la común, pero cuando van al Parlamento Europeo encuentran que el español es indispensable porque en Bruselas lo que nos hace iguales es que todos tengan el derecho de utilizar su lengua (de Estado, claro).

 

De estos amigos de la igualdad, podemos esperar que empleen todos los mecanismos internacionales a su alcance para sabotear cualquier progreso del catalán y, aunque formalmente seremos iguales ante estos mecanismos, no debemos ser tan ingenuos como para esperar su ecuanimidad.

 

¿Iguales ante la ley? Todo, menos cooficialidad.

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