A menudo encuentro que se corrige cuando hablamos de la lengua española insistiendo en que hay que decir castellana. Siempre son los mismos argumentos, que no es necesario repetir. Yo, por mi parte, me abrazó a que 115 millones de mexicanos y una cantidad similar de pobladores de otros países de América Latina, le llaman español.
También es el caso de que en inglés se llama spanish , en francés espagnol y no hay que seguir. También resulta que los mismos españoles tienen como máxima autoridad lingüística a la Real Academia Española y el diccionario que publican periódicamente se titula precisamente Diccionario de la Lengua Española. ¿De qué viene, pues, esa manía de continuar llamándola castellana? ¿Es por qué así se enseñó en la escuela franquista? El habla en cuestión tendrá el origen donde se quiera, pero los españoles la han hecho suya y la han convertido en la lengua del Estado, excluyendo las demás.
El hecho de que se haya rechazado recientemente la lengua catalana en las Cortes españolas, haciendo gala de su intolerancia habitual e incluso de muy malas maneras, dignos sin embargo de su estirpe, por parte de algunos diputados, confirma la idea de que se debe eliminar la debilidad de hablar de «lengua castellana».
La definición debería ser muy clara: en España el español y en Cataluña el catalán -independientemente de todas las que se quiera-, lo que nos lleva también a pensar que hay que eliminar la expresión «el resto de España», como si Cataluña fuera una parte de ella, cuando ahora son tantos los que se muestran convencidos de que son dos cosas diferentes.
Para construir lo que queremos se deben hacer grandes cosas, pero también las pequeñas hazañas cotidianas ayudan a formar una sólida conciencia que aún no se ha podido generalizar por completo.
Hay que recordar, para no quitar importancia a los pequeños hechos y dichos de cada día, que durante los tiempos más amargos del franquismo fue precisamente esta acción constante de la gente lo que consolidó al fin la salvación de la identidad catalana.