Para el gran y olvidado Francis Bacon de Verulam, los «ídolos de la tribu», como los de la caverna, los de la plaza pública y los del teatro, que critica en el Novum organum, eran las falsas imágenes y falsas formas de la percepción, que nos impiden llegar a la realidad de las cosas como son. Ya se sabe, por otra parte, que la utilidad visible de los ídolos es unir y congregar a los creyentes alrededor de imágenes y representaciones reconocidas por la comunidad, y así consolidar la cohesión que solemos llamar «social». Es una función que han tenido muy clara la Roma imperial con el culto a las imágenes del emperador, o la Europa cristiana con los santos y las vírgenes. Ahora pensamos: ¿qué haría un país moderno sin obras y nombres «culturales» comúnmente o mayoritariamente reconocidos como referentes valiosos? ¿A quién tributaria este «culto de cultura» que se hace patente en toda sociedad humana que se considere moderna y avanzada? De la misma manera que «antes» la gente vivía en una atmósfera cargada de religión, respirando religión, empapados de religión, «ahora» respiramos cultura y estamos empapados y rodeados de cultura: vivimos en la «cultura», tanto si lo buscamos como si no. Quiero decir que la presencia de eso que solemos llamar cultura es tan densa, difusa, cotidiana y penetrante -e incluso impuesta públicamente y, como quien dice, obligatoria- como «antes» la presencia de lo que habitualmente llamamos «religión». Con sus templos, jerarquías y ceremonias, y con el empleo del espacio mental o emocionales de las personas. Pero los ídolos de la cultura no sólo son obstáculos para el conocimiento, sino que a menudo aparecen ellos mismos como divinidades -en carne mortal, o ya en la gloria perenne- dignos de las más diversas formas de culto: dignos de idolatría. ¿Quién es, entonces, el hereje, o el aspirante al ostracismo, que duda en público del carácter divino de estos ídolos, que afirma que tal puente o tal edificio de tal arquitecto famoso no pasa de ser una exhibición gratuita, que buena parte de la obra de aquellos pintores carísimos es sólo una estafa banal, o que muchas páginas del gran escritor canónico no son exactamente textos sagrados? Yo haría de hereje eventual, pero es tarea ingrata y aburrida y no tengo ninguna gana. A pesar de que el demonio me incita a menudo, con tentaciones muy atractivas.