Ferran Sáez Mateu
Como explicaba el lunes en estas mismas páginas del ARA el sociólogo Salvador Cardús, los resultados de las primarias en Francia invitan a hacer una reflexión profunda en relación con los partidos políticos tal y como los conocemos hoy. ¿Es posible, por ejemplo, interpretar la espectacular derrota de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, como un rechazo casi unánime de los franceses a la socialdemocracia? Parece obvio que no: triangular los hechos de esta forma no permite entender nada de lo que ha pasado. «Como se mantiene el modelo de análisis –decía Cardús– los comentaristas deben forzar la realidad hasta hacerla encajar como sea dentro del viejo esquema». En efecto, las claves interpretativas del siglo XX no valen para el siglo XXI, al igual que las del siglo XVIII no valían para el siglo XIX. A esta aserción podemos añadirle todas las apostillas y matizaciones que queramos, sin duda. En cualquier caso, no resultaría serio impugnarla en nombre de la nostalgia ni tampoco de unas complicidades generacionales que a menudo constituyen uno de los factores más decisivos del debate.
Los veintidós años y medio que conocemos del siglo XXI resultan literalmente ininteligibles sin trascender, o al menos sin situar en un segundo plano, la clave que nos permitió entender buena parte del siglo XX, la ideología. Hemos pasado del referente de la ideología política al de la identidad ideológica. Como la cosa suena un poco críptica, trataré de explicarme con un ejemplo muy actual. El radicalismo de clase media (llamarle de «extrema izquierda» hace reír) que ahora mismo da un apoyo tácito a la invasión de Ucrania, o bien la relativiza, no toma como referente una ideología política sino la necesidad de preservar una identidad ideológica que todavía no puede renunciar al legado de la URSS sin desnaturalizarse. En el caso de los más frívolos, esta identidad pasa incluso por vivir la realidad como si todavía existiera la Guerra Fría («No estamos de acuerdo ni con Putin ni con Biden»).
Entre esta adhesión identitaria y la adscripción ideológica formulada en positivo esixte, en todo caso, un abismo conceptual del que no podemos hacer abstracción a pesar de que una cierta mirada ‘naif’ yuxtaponga confusamente ambas actitudes. Los proletarios de las fábricas o de las minas del siglo XIX sufrían un problema inverso al de los actuales radicalismos de trasfondo estético: eran un sujeto histórico definido –dramática y dolorosamente definido– pero carecían de un conjunto de ideas más o menos sólidas, que no llegaron hasta la obra de Marx o Bakunin. En ese caso, el referente era inequívocamente ideológico; en el caso de la cínica «equidistancia» entre Putin y Biden la prioridad radica, en cambio, en el mantenimiento artificial de una identidad colectiva. ¿Se está gestando una nueva izquierda a nivel mundial? No lo sé. ¿Se está gestando un nuevo sujeto colectivo –es decir, una nueva identidad ideológica– a partir de elementos en apariencia antitéticos (criptoburguesía occidental sobrealimentada y lumpenproletariado del Tercer Mundo)? Pese al carácter evidente de farsa, esto es lo que parecía hace veinte o veinticinco años cuando un antiguo profesor universitario blanco como el papel, el Subcomandante Marcos, dirigía el movimiento indígena de Chiapas, pongamos por caso. Este tipo de historias han pasado a mejor vida. Ya nadie se las cree. ¿Significa esto, pues, que el personal se ha hecho «de derechas»? No, esto significa que sin la configuración de un sujeto histórico mínimamente coherente tampoco existen verbos, ni predicados, ni complementos circunstanciales posibles para el relato, por muy razonables o sugerentes que sean. Con fantasear con un nuevo sujeto histórico, por muy atractivo que sea, no es suficiente.
Volvamos a Francia. Hay un hecho reciente al que siempre se le ha puesto una prudente sordina porque no cuadra en el viejo esquema derecha/izquierda: el movimiento de los ‘los chalecos amarillos’, nace por algo tan concreto como la subida del impuesto del CO₂, que encareció sobre todo el gasóleo hasta límites inasumibles para muchos transportistas. La alianza imposible de Chiapas que hemos visto antes no permitía una segunda parte en la que los camioneros franceses y Greta Thunberg hicieran juntos un tramo de la Historia (con mayúscula hegeliana). En definitiva, la primera vuelta de las presidenciales francesas no hizo más que confirmar la obsolescencia del análisis puramente ideológico. No es ninguna novedad eso: hubo un momento en que la gente dejó de entender qué carajo querían o dejaban de querer los güelfos y los gibelinos. Ahora estamos reviviendo, atónitos, un proceso similar.
ARA