Es altamente digna de estudio la deriva conceptual que en estos últimos tiempos ha tomado la categoría identidad. En particular, puede afirmarse que una de las maneras más habituales de despreciar y de descalificar las opciones soberanistas a catalanas ha sido considerarlas un fenómeno identitario. Efectivamente, el término identidad ha pasado de ser una categoría analítica sin calificativos, propia de la psicología y la sociología –por ejemplo, la identidad de género o juvenil, o bien las identidades asignadas o adscritas–, a tomar una significación política claramente negativa. De ser considerada un componente básico de la personalidad –los estudios sobre las “crisis de identidad” juvenil– o de la dinámica de los grupos sociales –entendida como aquello que hace posible su reconocimiento mutuo–, ha acabado definiendo peligrosas tendencias hacia el aislamiento, la agresividad y la exclusión. En definitiva, la identidad y sus derivados han pasado a formar parte del lenguaje de guerra político.
Tengo la sospecha –no bien contrastada– de que se trata de un fenómeno muy particular de nuestro país, o cuando menos, que aquí se expresa con una virulencia especial. En contextos internacionales, particularmente en los no europeos, puedo dar fe de que términos como etnia e identidad son utilizados en los análisis sociológicos sin los supuestos –por no decir prejuicios– desde los que se estudian en nuestro entorno. Por ejemplo, ahora mismo, a lo que aquí se vincula con la identidad, a lo que es identitario, se le supone que carece de ideología y que es prisionero de una sentimentalidad irracional de la que no se puede huir. Así, puede leerse, en un contexto supuestamente analítico, que hay un “bando identitario” –pongamos por caso, el de los partidos independentistas–, que se diferencia de los partidos orientados no por sentimientos, sino por ideas e ideologías.
Cabe destacar que este clima de identifobia es ideológicamente transversal. Últimamente hemos visto expresiones contundentes desde la izquierda política de parte de un reconocido director de cine y de un no menos popular conductor televisivo que públicamente han abominado de su vinculación con la identidad nacional española. Pero también es un recurso habitual entre la derecha española cuando quiere calificar cualquier otra identidad nacional que no sea la determinada constitucionalmente, y que es la suya, claro está. Sólo hay que recordar las declaraciones del ministro José Ignacio Wert sobre la necesidad de que la escuela españolice a los niños catalanes… para descatalanizarlos, claro está. Pero la transversalidad de la identifobia llega también a una cierta derecha e izquierda catalanas, que, puestos a la defensiva y quizás para evitar ataques, creen posible crear un futuro Estado sin nación, es decir, sin apenas ningún rasgo de identidad o, como dirían, no “identitario”. No es la primera vez que los catalanes, a base de querer ser tan y tan abiertos, a menudo han acabado en una especie de intemperie identitaria que les ha abocado a exhibir un cosmopolitismo absolutamente provinciano.
Desde mi punto de vista, y como consecuencia de los usos bélicos a que hemos llevado el concepto de identidad, hay algunas confusiones graves que convendría clarificar. Así, y en primer lugar, si bien se ha asociado el concepto de identidad a unos contenidos supuestamente rígidos, en realidad lo que describe es un proceso de reconocimiento abierto y cambiante. O para ser más exactos, apunta al proceso de negociación de un reconocimiento que, obviamente, lleva implícita la atribución y la distribución de espacios propios, hecho que explica el carácter conflictivo de tal negociación. En segundo lugar, se atribuye a la identidad una significación particularmente fuerte, como si se tratara de un todo consistente, coherente y perfectamente descriptible. Pero, en realidad, las identidades suelen ser internamente poco consistentes y muy contradictorias, y no están en el núcleo de la personalidad sino en la superficie. Además, la exacerbación de ciertas expresiones identitarias sólo tienen voluntad estratégica y no suponen una identificación plena.
En definitiva, y para volver al contexto político del debate, no es que no existan elementos de continuidad en una identidad nacional. Pero estos elementos no configuran un todo homogéneo. Por poner un caso, uno de los componentes más significativos de la identidad nacional de los catalanes es ser una nación de antiguos inmigrantes. Y por lo tanto, en Catalunya, las raíces de la nación no nos remiten tanto al pasado, sino al futuro, al lugar donde uno arraiga y no de dónde se ha desarraigado, de agrado o a la fuerza. O por poner otro ejemplo, en un documental sobre la identidad nacional inglesa, se mostraba cómo ni uno solo de los elementos de identificación básica era, precisamente, de origen inglés, empezando por la monarquía y acabando con el té.
No me escandaliza particularmente que se utilicen las palabras para tirarse los platos a la cabeza. Siempre es mejor que utilizar armamento más pesado… El problema es que, en estos casos, las palabras no sirven para dialogar, sino para hacer callar al adversario. Y es una lástima.
LA VANGUARDIA