Mi abuelo paterno era de la CNT. Mi abuela, una católica practicante hasta el final de su vida. Mi historia familiar no es nada excepcional, más bien más frecuente estadísticamente de lo que podríamos pensar. De hecho, por mi procedencia social, la mitad de los abuelos de mis amigos venían de situaciones similares, teniendo en cuenta que Cataluña ha sido la capital mundial del anarcosindicalismo, hecho completamente compatible con una tradición religiosa imponente, y en ambos casos, aunque teóricamente incompatibles, con la circunstancia de representar dos grandes tradiciones culturales e intelectuales.
Cuando, a finales del siglo pasado, decidí dedicarme a esto de la historia, y debía elegir un tema para mi doctorado, elegí el anarquismo. Más allá de cualquier afinidad ideológica que pudiera inspirarme, me interesaba sobre todo enmendar mi ignorancia particular sobre el tema, en un país sobre el que, pese al innegable papel histórico de este movimiento político e intelectual, quedaba enterrado por un abrumador silencio. Ni en la misma facultad, con contadas excepciones, se tenía en mucha consideración. Como si la CNT, la organización anarcosindicalista más importante del mundo nunca hubiera tenido su sede en Barcelona, o como si una experiencia revolucionaria como las colectivizaciones del 36 nunca hubieran tenido lugar. Uno de los primeros impactos sobre esta extraña relación con la memoria colectiva era darme cuenta de cómo, en los diversos archivos sobre el anarquismo catalán (muy especialmente la Biblioteca Arús o el Ateneo Enciclopédico Popular) era más frecuente encontrar removiendo papeles a estadounidenses, franceses, suizos o de cualquier parte del mundo que un catalán. De hecho, en una conversación con Jordi Nadal, discípulo de Vicens Vives y probablemente el mejor historiador de la economía de este país, ya me decía que dedicándome a estas cuestiones nunca tendría carrera académica, porque en el fondo había una especie de tabú intelectual sobre una cuestión que incomodaba a las fuerzas vivas de un país donde se había podido demostrar, con todos los matices que se quiera, que podía salir adelante sin líderes ni élites. El trauma de un Vicens Vives de veintiséis años que se daba cuenta de que su grupo social de provinencia resultaba prescindible, resultó un choque terrible que todavía perdura en el inconsciente colectivo y en el trato de la historiografía oficial del país.
Aunque un cuarto de siglo después de que decidiera dedicarme a lo que algunos historiadores definieron “los perdedores de los perdedores”, si bien se ha avanzado y escrito mucho más sobre el anarquismo catalán (cuando empezaba, éramos quizá menos de una decena de historiadores los que nos dedicábamos a ello, y salían a lo sumo tres o cuatro libros al año), la presencia del papel del anarquismo en nuestra memoria colectiva sigue siendo desproporcionadamente desconocida respecto a la relevancia que tuvo. Cierto, también, que entre la izquierda, el sector más marxista, sus implacables enemigos, es el que ha predominado en el mundo universitario y adjudicado una visión desfavorable en el canon historiográfico. Sin embargo, la historia del país está incompleta sin asumir ese espíritu libertario que perdura en el inconsciente colectivo: el hilo rojo, del que hablaba David Fernández. Pese a que Cataluña, como nación sin Estado, tenga cierta predilección por la historia (recordemos el tricentenario de 2014), en realidad parece como si le tuviera miedo al pasado que no encaja por determinados esquemas políticos, normalmente vinculados a proyectos parciales de la nación.
Lo mismo que ha ocurrido con el anarquismo, que ha marcado profundamente nuestra historia y, por tanto, nuestra identidad, está pasando ahora con la otra parte del binomio. La tradición cristiana se está invisibilizando, desterrando de la cultura colectiva, como si estorbase. Ciertamente, ha habido una historia marcada por un antagonismo entre una izquierda anticlerical y una iglesia con episodios recurrentes de reaccionarismo. En toda historia nacional parece inevitable que haya disputas entre grupos sociales que utilizan los elementos simbólicos como armas de guerra. Sin embargo, el anticlericalismo, en términos de Lenin, no deja de ser una especie de enfermedad infantil del izquierdismo. Y en una sociedad neoliberal fundamentada en la disolución de nexos sociales, cualquier cosa que nos remita a la tradición, y que no cumpla con los valores sofisticados y a medida que improvisa, siguiendo la moda, determinadas ideologías de temporada, la conexión con el pasado, que es lo que nos remite a una identidad colectiva, está crecientemente cuestionada.
Si hay algo que hermana a izquierda y derecha, en este momento, es el desprecio al pasado. Y buena parte del malestar existencial que se constata políticamente tiene que ver con ello, con la pérdida de conexión entre hoy y ayer, un sabotaje para serrar el cable de lo que nos liga con la experiencia histórica de quien nos precedió. En el fondo, como era el lema de un congreso de jóvenes historiadores de cuando yo era un joven historiador, «sin pasado no hay futuro», y parece que la profecía se ha cumplido.
En el mundo neoliberal vigente, también se ha cumplido con la profecía de Margaret Thatcher. «No se trata de cambiar la economía, sino de transformar los corazones y las almas». Quizá lo que no sospechaba aquella conservadora con cierto tufo de naftalina es que ese experimento se escaparía de las manos a sus propagadores. La extraña mezcla entre desregulación económica e individualismo extremo pregonado por la izquierda hedonista y triunfante de mayo del 68, con su individualismo vital, su voluntad de romper con la tradición y erradicar cualquier convencionalismo ha generado, esto, una sociedad de mercado, en la que el concepto libertad se ha transformado, no en una voluntad política de suprimir las cargas de opresiones sociales, sino en la destrucción de todos los límites, especialmente los éticos y morales, para cumplir con deseos individuales. Javier Milei es una caricatura que podría representar esto: una sociedad de mercado es aquella en la que incluso puedes comerciar con tus propios órganos. Al otro lado de la trinchera, y en un extraño antagonismo en el que el deseo individual representa el nuevo motor de la historia, aparece cierta izquierda de origen estadounidense que tiene como emblema el movimiento ‘queer’, con teóricas como Judith Butler, en el que el deseo de ser se impone a la realidad marcada por la naturaleza. O en otros términos, que determinada izquierda que domina los marcos políticos actuales, se establece la teoría de la “performatividad”, que para quien requiera una traducción a ese alud incesante de neologismos, podría definirse como el hecho de que una intención se convierta en realidad sólo por el hecho de formularla. Por ejemplo, que un hombre de cuarenta años exija a la comunidad política –y sobre todo mediática– que sea reconocida como chica adolescente de catorce.
No hace falta ser demasiado suspicaz para entender que buena parte de los malestares sociales tienen que ver con que el culto al individuo y a las nuevas subjetividades, en un mundo, especialmente el occidental, marcado por el lento hundimiento de las perspectivas materiales, tiene que ver con lo que hemos asistido durante estas últimas décadas. La progresiva destrucción de los nexos sociales. De hecho, el individualismo lleva a factores como el narcisismo de la identidad, convertirnos todos juntos en nuestra marca para participar en una competencia permanente y darwinista por la atención. Como explicaba Zygmunt Bauman, las personas tienden a convertirse en productos de consumo, con una fecha de caducidad cada vez más corta y con el destino de convertirse en redundantes, “residuos humanos”, que decía. De la misma manera que Christian Laval define a las personas como “empresarios de sí mismos”, en los que nos convertimos a un tiempo, y de modo esquizofrénico, en explotados y explotadores. Esto implica una diferenciación total y absoluta, y la necesidad de abrazar identidades blandas, efímeras y cambiantes, con la voluntad de aislarnos socialmente. Un aislamiento que implica una vulnerabilidad que apenas está emergiendo en forma de pandemia mundial de mala salud mental.
¿Y cómo se traduce políticamente? Pues que mucha gente no compra el producto y busca refugiarse en identidades fuertes, en la vieja seguridad del grupo, en aquellos referentes que abandonamos. En el caso catalán, uno de los traumas y errores del Proceso fue aquella estúpida idea del postnacionalismo, es decir, creer que la catalanidad era un estorbo y que había que adoptar una especie de referentes globales, prescindir de la lengua, olvidar la tradición. El descrédito de la historia (abandonada progresivamente de los currículos escolares y hundida en una corriente de innovación esterilizadora) consiste en renegar del pasado. Al igual que espacios como los Comunes han hecho lo posible por ignorar el pasado libertario, la obsesión contra el cristianismo (y, por el contrario, hacer la pelota a otras religiones importadas, por cierto, en versiones bastante fundamentalistas) han sido interpretadas como una tergiversación de la realidad, como un ataque al fondo de un alma que siempre es colectiva, como si nos dedicaran a profanar a nuestros ancestros. De la misma manera que los sectores conservadores catalanes hicieron todo lo posible para hacer olvidar el pasado revolucionario de los catalanes (el propio Vicens Vives, contrariado, contabilizó hasta once revoluciones en nuestra historia nacional), lo que llamaríamos las izquierdas pretenden resucitar un anticlericalismo con un punto de infantilismo, pretendiendo faltar a la conexión con la tradición. Nadie parece haber leído a Byung-Chul Han cuando precisamente explica que la tradición representa esta necesaria conexión entre pasado y presente, que nos permite, sobre todo, ofrecer continuidad y, por tanto, seguridad a las nuevas generaciones.
Cierto, como nos recordaba Benedict Anderson, que la nación es una “comunidad imaginada” que recurre a la invención y reinvención de la tradición. Sin embargo, el conocimiento de nuestro pasado es imprescindible para conocernos a nosotros mismos. Cada generación tiene, por supuesto, el derecho, e incluso la obligación de reinventar a la nación. Sin embargo, parece que buena parte de nuestra clase política, con tácita alianza con una España que anhela aniquilarnos como pueblo, han comprado la moto del postnacionalismo y del desprecio a lo que somos. Si queremos que millones de recién llegados quieran formar parte de nuestro cuerpo nacional, ¿qué les ofrecemos? ¿Dónde y cómo los incorporamos, si no tenemos claro quiénes somos? Y si no sabemos de dónde venimos, ¿cómo sabremos adónde queremos ir? En estas últimas elecciones, como está ocurriendo en otras muchas elecciones en toda la vieja Europa, mucha gente está optando claramente por recuperar una idea de nación, probablemente muy parcial y con los aires reaccionarios del pasado. Y los han votado porque todos hemos dejado a la intemperie nuestra propia ciudadanía, harta de competir a ver quién es más singular y particular. Todos somos nietos de anarquistas y católicos. Debemos asumirlo globalmente, para gestionar esta herencia de la forma más justa, generosa e inteligente posible. Estamos entrando en un terreno en el que millones de individuos desprotegidos buscan cobijo en la seguridad que confiere una identidad sólida. Y si los dejamos solos, elegirán –de hecho, están eligiendo- una versión sesgada y oscura. Ocurre con los fundamentalismos religiosos. Ocurre con la deriva ultraderechista. ¿Responderemos, como hace la izquierda, desde la soberbia condescendiente que confiere la superioridad moral, su pecado capital, o seremos capaces de reconstruir un “nosotros” capaz de ofrecer seguridad y protección a los componentes de la comunidad? Parafraseando a Joan Fuster, la identidad la haremos nosotros o nos la harán en nuestra contra.
EL MÓN