En su campaña política del miedo, los políticos del PP insisten en que Cataluña quedaría automáticamente excluida de la Unión Europea si se constituyera en un estado soberano. Más allá del principio del ordeno y mando, que utilizan como último recurso cuando todo lo demás falla, aducen dos artículos del Tratado de la UE. Primero, el artículo 4.2, que indica que «la Unión respetará las funciones esenciales [de los Estados miembros], especialmente las que tienen como objetivo garantizar su integridad territorial». Segundo, el artículo 20, que establece que «será ciudadano de la Unión toda persona que tenga la nacionalidad de un Estado miembro».
El artículo 20 del Tratado es, sin duda, irrelevante para la cuestión que nos ocupa. Introduce un principio importante: que la ciudadanía europea deriva de y se superpone a la ciudadanía estatal original y que, por tanto, la UE protege los derechos humanos de sus ciudadanos (si es necesario contra los estados miembros). De esta declaración, sin embargo, no podemos deducir nada sobre la regulación de un proceso de creación de un nuevo Estado en el seno de la Unión, de la misma manera que, por ejemplo, no podemos extraer ninguna conclusión sobre la misma cuestión mirando las normas europeas que regulan cuántos representantes corresponden a cada Estado en el Parlamento Europeo.
La referencia a garantizar la integridad territorial de cada Estado miembro en el artículo 4.2 parece escrita expresamente para proteger la indivisibilidad de la nación española. De hecho, algunos tendrán la tentación de conectarla con el infame artículo 8 de la Constitución de 1978, que atribuye a las fuerzas armadas la misión de defender la «integridad territorial» de España e, incluso, intentarán afirmar que la UE ha aceptado convertirse en garantía última y directa de los territorios de sus miembros. Sin embargo, esta interpretación del artículo 4.2 es superficial y, por eso mismo, equivocada.
El principio de integridad territorial tiene una larga historia en el derecho internacional. El artículo 10 del pacto que creó la Sociedad de Naciones en 1919 lo reconoció formalmente. Pero el concepto de integridad territorial hace referencia a las fronteras entre estados ya existentes y no tiene mucho que ver con el ejercicio del derecho a la autodeterminación. Como estableció el Tribunal Internacional de Justicia en una sentencia de diciembre de 1986 sobre una disputa territorial entre Mali y Burkina Faso, el principio de integridad territorial se dirige a evitar cambios de fronteras existentes entre estados ya soberanos. Y, por tanto, sólo sería aplicable en un caso de autodeterminación (por ejemplo, el del Sáhara marroquí) si un estado vecino (como Argelia o Mauritania) aprovechaba la creación de una República sahariana independiente para cambiar las fronteras actuales.
En 1975 los Estados Unidos, la Unión Soviética y todos los países europeos (salvo Albania) firmaron el Acta de Helsinki sobre seguridad y cooperación en Europa. El Acta fue mucho más lejos que el Tratado de la UE. Además de comprometerse a «respetar la integridad territorial de cada uno de los estados participantes» (punto 4), los estados firmantes declararon «inviolables tanto las fronteras de los participantes como las fronteras de todos los estados de Europa» (punto 3). Y, sin embargo, quince años después, cuando Eslovenia se separó de Iusgoslàvia, los países que habían firmado los acuerdos la reconocieron en pocos días.
La señora Reding, vicepresidenta de la Comisión Europea, resumió el estado jurídico (y político) de esta cuestión perfectamente en unas declaraciones al Diario de Sevilla el 30 de septiembre. Preguntada sobre una supuesta exclusión automática de Cataluña de la UE, respondió de forma tajante que «la legislación internacional no dice nada» en este sentido, que España debía resolver sus problemas internos y que confiaba plenamente «en la mentalidad europea de los catalanes». (Por cierto, el Sr. García-Margallo anunció en el Congreso de Diputados que la Sra. Reding le había enviado una carta en la que se retractaba de sus declaraciones en Sevilla. Sería bueno que el ministro de Asuntos Exteriores publicara la carta porque, incluso si la Sra. Reding pasa a defender en ella una hipotética posición común de la Comisión, esta última no se ha desviado nunca del principio de estricta neutralidad).
En una palabra, los tratados de la UE no pueden ser utilizados en contra de la voluntad democrática de un pueblo. Es cierto que no regulan un hipotético proceso de ampliación interna de la UE. Pero esta falta de regulación no implica prohibición, como ha argumentado muchas veces el Tribunal Internacional de Justicia. En una interpretación estrictamente democrática de la situación (un ejercicio probablemente difícil para el gobierno español), la situación se asemeja al caso del Jura francés, que quiso independizarse del cantón de Berna en 1977. Aunque la Constitución suiza no preveía esta posibilidad, prevaleció la voluntad del Jura y este cantón se unió a la confederación helvética dos años después. Todo esto contiene una lección transparente para Cataluña: hagamos nuestro camino tranquilamente, consultemos el país y, después, cargados con la razón de la mayoría, podremos negociar en qué términos queremos continuar en Europa.