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Mientras el procesado Asier Tapia, para quién la Fiscalía pide la espectacular condena de 112 años de cárcel en el marco del sumario Jarrai-Haika-Segi, abordaba en una entrevista ese y otros aspectos de la administración político-judicial española, de Estados Unidos llegaba la noticia de que el joven que acusó al mutante-cantante Michael Jackson de abusos sexuales había, al final, declarado en la vista oral que efectivamente no había pasado nada.
La defensa de Jackson enfatizó dicha declaración, prestada en el 15 de marzo último, mientras el fiscal replicó que precisamente suele pasarles a las víctimas de abusos sexuales bloquear la memoria de lo ocurrido o incluso negarlo, por lo que el hecho de que no subsista la acusación no significa que el procedimiento pueda extinguir-se.
Además, con espectacularidad, en el caso de la estrella pop, igual que en el caso del universo estelar de la constelación antiterrorista, la máquina jurídico-penal se puso en marcha. Y eso tiene sus costes. Hay que pagarles a todos: magistrados, abogados, funcionarios judiciales, policías, periodistas, ilustradores, reporteros de tele, satélites, teléfonos, electricidad, incluso el agua del water del tribunal. Pero hay que justificarlo también frente a los millones de voyeurs que siguen devotadamente la faena acompañada a su mínimo tramo por las luces y las cámaras. El juego comenzó más importante que el resultado. Pero el resultado pasó a contar a partir del momento en que la sentencia debe justificar la inversión del acusador.
Quizás lo novedoso sea verlo aplicado a un cantante pop, porque en el marco de la administración político-judicial, se trata de un procedimiento viejo como la Historia. Justo de ello nos habla Tapia, confrontado con el hecho de que mientras un puñado de jóvenes comparecen en el Tribunal antiterrorista de Madrid bajo la acusación de ser dirigentes de Segi, la misma Segi sigue siendo la más importante organización juvenil en actividad en el País Vasco. Ironizaba, por eso, Asier Tapia citando a Otegi en el Velódromo, en diciembre último: «Bienvenidos a un acto ilegal de un grupo ilegal».
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¿Como justifica el fiscal estadounidense que la caída de la queja no conlleve la caída de la acusación? ¿O, asimismo, cómo explica el fiscal español que Segi siga en la calle, mientras se ajustician sus presumibles dirigentes?
Siempre podríamos buscar las respuestas en los terrenos más lejanos de la metafísica o del absurdo. Pero en realidad, las explicaciones las tenemos bien más cerca, como nos enseña el investigador portugués João Manuel Gomes que, estudiando las «escritas inquisitoriales», subrayó su carácter de «objeto que inventa las palabras, que tiene el poder de tornar hecho todo lo que enuncia, para quien una palabra es una realidad totalmente significante y que puede encender hogueras para quemar a todo lo que sea opinión dudosa, idea o palabra sospechosa», a la vez «comandando la gramática, como la filosofía o la moral».
Es muy probable que esté en lo cierto, Asier Tapia, al decir como «han montado una tesis y se la creen», igual que al evocar a De Lancre y sus hogueras, de mixtura con Le Vert y su colección de geriátrico-terroristas, o Garzón y su mágica colección de espejos de él mismo. Es que la operación inquisitorial sobre la palabra no se juega solamente en el ámbito del significado sino en la alteración misma del significante. Una «ficción de género policial», donde «cada una de las frases subrayadas se trasforma en un lugar-común» que va «a repetirse indefinidamente hasta acabar disuelta en la nada». O lo mismo es decir hasta acabar agotando la totalidad de la significación posible. Ese es el efecto por el que se dispensa la queja que sostiene la acusación; por lo que se encarcelan a supuestos dirigentes de organizaciones que siguen en la calle.
La vieja Inquisición, más preocupada con la viabilidad de sus acusaciones que la actual, se daba al trabajo de enfatizar en sus reglamentos que incluso «de resultar totalmente desproveída de verdad, el inquisidor no está obligado a borrar del Libro la acusación que formuló, pues lo que no se descubre en un determinado momento puede que venga a descubrirse en otro». ¡Pues actualmente ya no! La simple formulación y difusión masiva de las imputaciones judiciales les convierte en enunciados mágicos que, por totalidad y repetición, hacen el mundo a medida que le nombran. Una ficción policial que al sustituir al real se autoriza la supresión de todos los indeseables que le habiten.
«Bienvenidos -pues- a este acto ilegal, de un grupo ilegal», empezarán pronto los fiscales, jueces y periódicos sin que nadie pueda, en verdad, sorprenderse.