Las cajas de ahorros en sus inicios, unos 150 años atrás, fueron importantes instituciones educativas a favor de la modernización de las mentalidades tradicionales. Económicamente, como mecanismo de acumulación de capital, al principio no representaban gran cosa. Pero sí eran culturalmente muy relevantes. Lo argumenté en mi Estalvi, ciutat, i progrés. 125 anys de la Caixa d’Estalvis de Terrassa (2001). Utilizando los conceptos clásicos del sociólogo Jean Rémy, se trataba de pasar de una cultura económica orientada a la provisión –guiada por el pasado–, a otra fundamentada en la capacidad de previsión, con la vista puesta en el futuro. El instrumento para este cambio fue el ahorro y el cálculo racional. Ante las nuevas incertidumbres creadas por un acelerado proceso de industrialización y urbanización que sacaba a la gente del campo, el ahorro permitía encarar los desafíos del futuro, aunque fuera de modo muy modesto.
De aquellas cajas de ahorros queda bien poco. Uno de los momentos cruciales de su evolución vino de la mano de Fuentes Quintana en 1977, que incorporó las cajas en el sistema financiero general, forzando a la democratización de sus órganos de gestión, que habían quedado obsoletos para guiar los nuevos tiempos. Aquel proceso se llevó por delante once cajas –dos de ellas catalanas– hasta 1988, y luego, también en tiempos de crisis, siguieron aún los reajustes y desapariciones de muchas de ellas. Pero el decreto Fuentes Quintana, que acarreó la profesionalización de la gestión de las cajas, también permitió el desarrollo de unas fuertes obras sociales que, desde esquemas entre caritativos y suntuarios, pasaron en su mayor parte a ser organizaciones eficientes de servicio público. Obras sociales, sí, pero también servicio a las pymes y al comercio; democratización del acceso a los servicios financieros de las clases más modestas; formación del empresariado tradicional o apoyo a proyectos municipales y autonómicos. Hay que recordarlo, por si ahora alguien pierde la memoria. Un estudio realizado por Pricewaterhouse Coopers para la Confederación Española de Cajas de Ahorros (CECA) –Valoración del impacto de la Obra Social de las Cajas de Ahorros. Informe 2008, sobre las entonces 45 obras sociales, para el 2007–, calculaba en 1.824 millones de euros los recursos invertidos en ellas. La actividad social de estas suponía la creación de 3.481 puestos de trabajo directos, 18.745 puestos indirectos y otros 14.360 puestos inducidos. En Catalunya, donde las obras sociales han tenido algunas particularidades –por ejemplo, una mayor inversión en asistencia social–, en el 2010 suponían una inversión de 482 millones de euros, que entre otras cosas, permitieron financiar 451 proyectos por un valor total de 42,3 millones del convenio con la Generalitat. Una cifra que para Catalunya, a partir de las proporciones calculadas por el estudio de la CECA, podría suponer la creación de aproximadamente 10.000 puestos de trabajo, y un retorno de los beneficios obtenidos por la actividad financiera de las cajas de unos 50 euros por habitante.
A mediados del 2009, cuando tarde y mal el Gobierno español empezó a aceptar que la crisis también iba con nosotros, y a la vista del drama de los excesos hipotecarios de ciertas entidades financieras, desde el Banco de España se propició un reajuste de fondo. Las cajas catalanas respondieron con una notable diligencia. Las primeras de todas, Terrassa, Sabadell y Manlleu, fueron las que se fusionaron en Unnim Caixa. El Banco de España, tan sólo un año y medio atrás, consideró que las bases del acuerdo de Unnim serían una referencia para la reordenación general del sistema. Y en julio el Gobierno aprobaba el decreto ley de Cajas de Ahorros. Pero desde aquel momento, todo se ha ido torciendo. Primero se tardó mucho en conseguir la aprobación de Europa para el sistema de créditos a las cajas. Luego se lanzó un órdago de extrañas intenciones con unas pruebas de solvencia que no tuvieron que pasar instituciones parecidas del resto de Europa, y que han recibido ayudas superiores a los créditos –que no subvenciones– recibidos a través del FROB por nuestras cajas. Y, en un no parar de cambio de las reglas de juego, de una semana para otra, si unas condiciones no acaban con las cajas, Gobierno y Banco de España se inventan otras, en una especie de incansable ¡a por ellas!
Para nada se puede considerar de manera indiscriminada a las cajas culpables de haber provocado en exclusiva la burbuja inmobiliaria, ahora desinflada. Nadie debería olvidar las políticas municipales de crecimiento urbanístico aparecidas al rebufo de la llegada constante de extranjeros, perfecta mano de obra barata para un desarrollo económico de baja calidad pero con pingües beneficios particulares. Las culpas de la crisis están tan repartidas, que resulta inmoral señalar a nadie en particular. Afortunadamente, las cajas de ahorros catalanas, especialmente las que están haciendo sus deberes –y purgan sus imprudencias con sobriedad– no se resignan a la desaparición y siguen dando muestras de una gran capacidad de reacción e imaginación estratégica. Desde la inmensa La Caixa hasta la mediana Unnim, parecen dispuestas a adaptarse a las nuevas condiciones, reaccionando con mucha agilidad. No me atrevo ya a nuevos pronósticos, pero deseo fervientemente que aquellas cajas que demuestren voluntad para luchar ante el acoso injustificado consigan mantener y reforzar su papel y un perfil financiero catalán propio. Su hipotética desaparición supondría una pérdida insustituible, particularmente para la economía, la administración y la sociedad civil catalanas.
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