Holocausto

La conmemoración del 80º Aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz por el ejército ruso, está siendo motivo de numerosos comentarios y reflexiones.

No cabe duda de los inmensos sufrimientos que causaron las fuerzas alemanas a las personas de raza (no de religión) judía, sobre todo en las establecidas en la Europa ocupada. Pero no fueron las únicas víctimas de la barbarie que superó el exterminio de más de 6 millones de su población; además hicieron lo mismo con más de 5 millones de seres humanos no judíos (discapacitados, gitanos, polacos, comunistas, homosexuales…). Hasta dos personas de Altsasu, que yo sepa, podemos contar entre los exterminados.

En todas las manifestaciones se utiliza la palabra “Holocausto”. Como muy bien nos advierte Giorgio Agamben en su libro “Lo que queda de Auschwitz”, el mal uso del término se ha convertido en un eufemismo que “altera o atenúa su contenido o lo arrastra hacia la ambigüedad”, debido a que los Padres de la Iglesia, al traducir la intrincada doctrina sacrificial de la Biblia utilizaron el término para referirse a los sacrificios que ofrecían los judíos a su Dios, para expiar sus pecados, para ofrecer un sacrificio comunitario de acción de gracias o para enviar una oferta a la divinidad hasta alcanzar el significado de “sacrificio supremo, en el marco de una entrega total a causas sagradas”. Nada que ver, pues, con un horno crematorio.

Parece ser que Elie Wiesel, judío superviviente y premio Nobel de La Paz en 1986, fue la primera persona en utilizar el término “Holocausto”, en lugar de “Genocidio” como quedó recogido en la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio” celebrada en 1948, aplicable a las matanzas perpetradas contra una etnia con intención de exterminio total.

En todo caso fueron los sionistas israelíes y las organizaciones “pro-sionistas” de todo el mundo, apoyados por los medios de comunicación, grupos de intelectuales, gobiernos, empresas, mundo financiero, etc., quienes se adueñaron del término, como si fueran las únicas víctimas del genocidio. Esta exclusividad les permitió el acceso a las desorbitadas reparaciones tanto económicas como políticas, que corresponden a un número de personas, por desgracia muy reducido, que se salvaron de la masacre, dejando fuera a las víctimas no judías.

Para el año 2003, Alemania había pagado 60.000 millones de dólares en concepto de “indemnización”, aparte de otros 20.000 millones de la industria alemana y otros 1.200, por extorsión, no por justificación, conseguidos de la banca suiza. He dicho que las reparaciones me parecen desorbitadas, pero no soy quién para sostenerlo desde el punto de vista económico; sin embargo sí que considero hasta amorales las incalculables ayudas políticas, económicas, propagandísticas, diplomáticas, a la industria del entretenimiento…, que supone el apoyo armamentístico de los EEUU y la fragilidad de la ONU a la hora de imponer su autoridad para terminar con el horror del proceso inhumano de “limpieza étnica” y propósito de exterminio de la nación (así, sin complejos) Palestina, iniciado en 1948 por el “Pueblo elegido por Dios”.

El término hebreo yshuv se utiliza para denominar a los judíos residentes en la Palestina Otomana y en el Mandato Británico desde 1880 hasta 1948, ya establecido el Estado de Israel. El historiador israelí Beni Morris fue el primero en sacar a la luz la intencionalidad “trasladista” del yshuv en un trabajo de investigación llevado a cabo en los archivos del ejército israelí, una vez desclasificados sus documentos. Cuando en 1987 presentó su trabajo, se refirió por primera vez a “la limpieza étnica” y participó activamente en el restablecimiento que representaban el yshuv y los acontecimientos de 1948. Sin embargo, en una entrevista concedida a Ari Shavit, periodista de Haaretz, aunque no oculta la verdad de las acciones cometidas (“Hubo, en 1948, muchas más masacres de lo que yo pensaba: y, para mi sorpresa, también numerosos casos de violación y descubrí órdenes explícitas dadas a las milicias de la Hagana de erradicar a los pobladores [palestinos]de expulsarlos y destruir sus aldeas. Allí se cometieron crímenes de guerra”, manifiesta sin reservas y continúa: “Simpatizo con el pueblo palestino. Pero si el deseo de establecer aquí un Estado judío es legítimo, entonces no había otra opción que erradicar a los palestinos”. A la pregunta del periodista “y desde el punto de vista moral, ¿este acto no le plantea ningún problema?” responde con contundencia: “Exacto. Incluso la gran democracia norteamericana no habría sido posible sin la aniquilación de los indios”.

Me resulta doloroso continuar con la reflexión sobre este comentario. Para terminar: Norman G. Filkenstein, hijo de un matrimonio judío superviviente del genocidio, nos dice en su libro “La Industria del Holocausto”: “Aún es posible que el Holocausto resulte ser el mayor robo de la historia”.

Así pues, mejor “Genocidio” que “Holocausto”. ¿O no?