Hitler y la drogada Alemania nazi

De Adolf Hitler ha estudiado la biografía, la carrera política, la gestión gubernamental, la represión que ordenó, la dictadura que encabezó, el Holocausto que impulsó, la guerra que provocó… Pero hasta hace pocos años los historiadores no prestaban atención a otros aspectos que sólo ahora, en los últimos tiempos, comienzan a emerger y a ser considerados de importancia. Es el caso del abuso de las drogas que hacía el Führer, lo que era más o menos conocido pero que no se consideraba de suficiente relevancia.

 

Esta actitud ha comenzado a cambiar recientemente. Sirvió de mucho, en este sentido, la publicación, hace dos años, del libro titulado ‘El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich’, que ha merecido el elogio de grandes historiadores del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, como el británico Anthony Beevor y el alemán Hans Mommsen -que colaboró en el libro-, y cuyo autor es el periodista y escritor alemán Norman Ohler. En síntesis, la obra de Ohler pone en evidencia que el dictador era un verdadero yonqui y que quien le hacía de camello era su médico personal, Theo Morell. Es más, el abuso de las drogas afectaba, dice el autor, a toda la sociedad y también al ejército -masivamente dopado intencionadamente- a pesar de que el nazismo, paradójicamente, prohibió en 1933 las drogas que hasta entonces se habían vendido y consumido libremente.

 

El yonqui Hitler y su médico

 

Del estado físico y médico de Hitler se conoce poco. Se ha especulado si estaba enfermo de Parkinson, si tenía la boca hecha un desastre por la piorrea -por eso seguramente sufría halitosis-, que perdió el contacto con la realidad en los últimos años, que estaba infectado por la sífilis…

 

Ahora se conoce con total seguridad que al menos sufría una grave enfermedad, la drogadicción, tal como deja en evidencia el libro de Ohler. Y por este lado hay que prestar atención a un personaje poco conocido, su médico, Theo Morell. Nacido en Hesse, Alemania, en l886, Theodor Gilbert Morell se licenció en Medicina y en 1919 se sabe que ejercía en Berlín, donde se casó. Como tenía un aspecto poco agraciado -grueso, moreno, de movimientos nada gráciles…- y sus pacientes solían ser judíos de buena posición económica, levantó las suspicacias de los nazis a principio de los años treinta. Para intentar deshacer cualquier idea sobre su condición racial se afilió al Partido Nazi en 1933 y renunció a sus pacientes hebraicos. A partir de entonces se especializó en el tratamiento de enfermedades venéreas y así fue como conoció en 1936 a Heinrich Hoffmann, que sufría gonorrea. Era el fotógrafo de Hitler, El autor de las imágenes propagandísticas que habían ayudado el jefe nazi a hacerse muy conocido durante los años anteriores a la llegada al poder. Hoffman tenía como ayudante a una jovencita, Eva Braun, que también conoció al médico, pero no consta si fue como paciente. El caso es que los tres congeniaron y ese mismo año tanto ella como Hoffman invitaron el doctor al Berghof -residencia de descanso de Hitler- para que conociera al Führer.

 

En una conversación entre ambos en aquel lugar -no se sabe si el día de la presentación o en alguna ocasión posterior-, el dictador comentó al médico que sufría molestias cutáneas e intestinales que nadie le sabía curar y el doctor se comprometió a solucionarle el problema en menos de un año. A los pocos meses el Führer se sintió mucho mejor y, agradecido, ordenó que Morell tuviera acceso sin restricciones a su círculo más íntimo. Desde entonces se convirtió en su médico particular. Se ha especulado mucho con que Morell -por razón de la especialidad profesional que ejercía en Berlín- le podría haber tratado de sífilis, y no pocos historiadores dan como plausible esta posibilidad.

 

A partir de ese momento Morell se convirtió en una figura adosada a la del Führer. Aparece con el dictador, tanto en actos oficiales como, sobre todo, en el Berghof, en infinidad de fotos y en muchas de las cintas de cine que registraba Braun, la amante de Hitler, que iba por todas partes con una pequeña cámara.

 

De pronto empezó a recetar a Hitler tratamientos de lo más peculiares, que pronto incorporaron drogas en número creciente. Los jerarcas nazis no se lo creían, lo tenían por un estrambótico personaje de aspecto deplorable y costumbres repulsivas -no tenía mucho amor por la higiene personal- que engañaba al querido Führer. Sentían muchos celos o directamente lo odiaban, como era el caso de Herman Göring, Heinrich Himmler y, entre otros, Albert Speer. A pesar de la importancia jerárquica de los enemigos de Morell, nunca consiguieron arrebatarlo del círculo más íntimo de Hitler.

 

El consumo de drogas que recetó al Führer fue tan rápido e intenso que, según el libro de Ohler, el dictador acabó su vida sufriendo síndrome de abstinencia debido a la falta del montón de sustancias que solía tomar y que en el búnker donde se refugió no tenía. Morell le llegó a suministrar, en los años anteriores, durante la guerra, una combinación de numerosos estimulantes entre los que destacaban la metanfetamina, la cocaína y un opiáceo muy parecido farmacológicamente a la heroína. «El Führer acabó siendo un superionqui», escribe Norman Ohler.

 

La investigación de este periodista, hecha sobre todo en el Archivo Federal de Alemania, se ha basado en la consulta durante cerca de cinco años de las fichas médicas que Morell hizo entre 1936 y 1945 del «paciente A», que era la identificación de Hitler. Muestran cómo el Führer «Fue protagonizando una verdadera escalada en el uso de las drogas hasta convertirse en el superionqui que era el final». Según el autor, el doctor le recetaba «múltiples combinados de preparados hormonales, esteroides, medicamentos y otras drogas que, con el tiempo, llegaron a ser más de 80 sustancias que convirtieron a Hitler en un caso de politoxicomanía», si bien «él nunca tuvo la impresión de ser adicto a ninguna sustancia concreta».

 

El 22 de abril de 1945 Hitler permitió que Morell abandonara el bunker de la cancillería, donde se refugiaba y donde se suicidó el día 30. El médico se marchó y, al acabar la guerra, fue detenido por los estadounidenses. Liberado rápido, sin cargos, murió el 26 de mayo de 1948 como consecuencia de un ictus.

 

El abuso de las drogas, dice Ohler, no afectaba sólo a Hitler. Asegura que muchos alemanes de la época también se drogaban y que los mandos del ejército nazi ordenaron drogar a los soldados para mejorar su rendimiento en combate. Todo ello a pesar de que, paradójicamente, la ley nazi prohibía desde 1933 el consumo de drogas.

 

Según asevera Ohler a modo de resumen de toda su obra, «el nacionalsocialismo fue, literalmente, tóxico».

 

Pervitin, la droga nazi

 

Durante los años treinta del siglo XX algunas de las drogas que hoy están prohibidas, y muy perseguidas, todavía eran legales en muchos países y las consumía habitualmente parte de una ciudadanía que ignoraba los potencialmente perniciosos efectos secundarios. Por ejemplo, se sabe que durante los Juegos Olímpicos de 1936 de Berlín había triunfado la benzedrina, una anfetamina legal entonces en Estados Unidos que tomaron no pocos atletas y que los círculos sociales más chic de la capital alemana adoptaron como droga preferida. La nueva sustancia de moda desveló la atención -según Ohler- del director químico de los laboratorios Temmler, Fritz Hauschild, que después de varias pruebas alcanzó una nueva forma de sintetizar la anfetamina y le puso el nombre comercial de Pervitin. Había nacido la droga de la Alemania nazi.

 

El Pervitin era mucho más potente que la benzedrina, espabilaba a quien la tomaba, le llenaba de energía, le agudizaba los sentidos al máximo, elevaba la autoestima, optimizaba los procesos mentales y generaba una euforia intensa. Está claro que tenía potencialmente graves efectos secundarios, pero entonces no «era ninguna prioridad» investigar sobre ello, dice Ohler.

 

El resultado de la comercialización del Pervitin fue, cuenta el periodista, «que su consumo se propagó por todas partes». Tuvo tanto éxito popular que se llegó a vender en forma de bombones, para regalar a las personas más queridas. El autor bautiza aquellos años como «el nacionalsocialismo en pastillas» que «permitía a la dictadura funcionar» porque muchos ciudadanos «cayeron en un estado de dependencia [de la droga] cada vez mayor».

 

El éxito del Pervitin se redondeó, narra Ohler, cuando en 1938 Otto Ranke, profesor universitario y director del Instituto de Fisiología General y Militar, fijó su interés en esta droga que gozaba de tanto éxito social. Hizo varias pruebas y concluyó que podía ser interesante para el ejército. dice Ohler que «durante el ataque a Polonia [1 de septiembre de 1939] los informes que le dirigían [a Ranke] los oficiales que participaron en el ataque decían que el Pervitin era muy bueno en batalla, ayudaba a los soldados a perder el miedo y que fueran más eficaces. Antes del ataque a Francia [10 de mayo de 1940] la droga ya era oficialmente suministrada [a los soldados] por [parte de los mandos máximos de] la Wehrmacht, y cuando empezó el ataque [en Francia] 35 millones de pastillas fueron distribuidas a las tropas de los tanques para que pudieran estar sin dormir durante tres días y tres noches. Esto fue muy importante [para explicar] por qué arrasaron durante la primera semana. Los aliados no contaron con que [los soldados alemanes] no tuvieran que descansar, Churchill esperaba que descansaran en algún momento, pero se equivocó».

 

El uso militar de esta droga fue tan masivo que cuando Hitler ordenó la invasión de la Unión Soviética, Herman Göring -que también era un drogado, adicto a la morfina-, jefe de la Luftwaffe, declaró formalmente el Pervitin como «de vital importancia militar».

 

En resumen, el uso y abuso de las drogas en la Alemania nazi no fue una anécdota sino que tuvo -siempre según Ohler- relevancia política, porque ayudó a consolidar la dictadura sobre unos ciudadanos en parte drogados, y sobre todo militar, porque los soldados tomaban el Pervitin para rendir al máximo posible durante los combates. Y en la cima de la montaña de estupefacientes que era la Alemania nazi estaba el gran líder «superionqui» Adolf Hitler.

Publicado el 24 de junio de 2019

Núm. 1828

EL TEMPS