La mitificación es especialmente evidente en la demonización del adversario. Durante milenios el demonio ha sido un gran aliado del poder.
A menudo se cree que entre la historia y el mito existe una distancia insalvable. El pensamiento mítico correspondería a la fase primitiva de la humanidad y habría sido superado en la etapa ilustrada por el pensamiento racional. La historia trabaja para integrar los hechos particulares en una relación de sentido global, articulándolos en una operación discursiva, es decir, en un recorrido lingüístico que no se estanca en ninguna imagen, sino que procura conceptos cada vez más capaces, con más aforo de observaciones minuciosas. Conceptualizar es sintetizar experiencias diversas en virtud de analogías o atributos compartidos. Pero la operación complementaria, consistente en analizar, implica todo lo contrario: disolver, separar los componentes de una realidad compleja y examinarlos en detalle.
Quien piensa conceptualmente –y pensar es propiamente utilizar conceptos– debe ser consciente de que el mundo se presenta ordenado en categorías de carácter lingüístico. Normalmente la mediación permanece invisible a causa del hábito y la aparente naturalidad con que las palabras se interponen entre la mente y las cosas. En muchas culturas, la separación del ser humano del resto del reino animal se produce con el acceso al lenguaje. En el mito judeocristiano de la creación, Dios confiere a Adán la prerrogativa de nombrar a los animales, y así le otorga un poder mágico sobre la naturaleza. Poseer el nombre de las cosas es en cierto modo dominarlas. De ahí la prohibición de decir el nombre de la divinidad, o por el contrario, la multiplicación de los nombres divinos en toda una selva de apelativos.
Con las categorías inscritas en el lenguaje, la mente abstrae esquemas útiles de la realidad inalcanzable y con ello piensa que la domina. No hace falta recurrir al positivismo lógico para entender que las disciplinas intelectuales, en tanto que disciplinas, deben ser escrupulosas con el lenguaje, pues depende no sólo el cómo sino también el qué de la reflexión. Dicho esto, en vano distinguiríamos cronológicamente la historia y el mito, pues la historia, incluso la más positivista, surgió del suelo mítico, como una planta que busca la luz con las raíces hundidas en la tierra. No puedo detenerme a explicarlo, sólo indicar que esta relación la estudié hace un buen puñado de años en un capítulo del libro ‘Mythopoesis’ (Anthropos, 1992). Pero vale la pena señalar al vuelo que la distinción entre pensamiento mítico y pensamiento discursivo es funcional. Si éste aspira a entender la historia como un todo articulado, el pensamiento mítico queda cautivo de una impresión que invade la conciencia. De esa magnificación viene la dimensión sobrehumana de la huella en forma de divinidad o de demonio.
Considerando comparativamente una gama expansiva de impresiones, el pensamiento discursivo amplía el horizonte intelectual más allá del concepto de salida. Por el contrario, el pensamiento mítico se detiene en una idea o imagen obsesiva. Es un pensamiento esencialmente idólatra. No es por casualidad que el mito se encuentre en la base de las religiones, ni que la teología ilustrada se esfuerza en desmitologizar la doctrina en una empresa racionalista que paradójicamente pone la religión en peligro. Como ocurre con la experiencia religiosa, la conciencia mítica se consagra al objeto de veneración o de temor, cara y cruz de una misma fijación.
Pero si el relato de la historia no sabría prescindir de elementos míticos, menos puede prescindir de ellos el discurso político. La mitificación es especialmente evidente en la demonización del adversario. Durante milenios el demonio fue un gran aliado del poder. Su utilidad no merma en la época actual; simplemente se ha mimetizado y en lugar de reflejarse en las divinidades paganas se enmascara con doctrinas políticas. Las ideologías se convierten en míticas hasta el punto de descartar el sentido histórico en favor de una inmediatez con valor absoluto. Las explosiones de satanismo que se amparan de una sociedad, como ocurrió en Loudun a raíz de la posesión de unas monjas ursulinas, o en Estados Unidos durante la época del senador McCarthy, son ejemplos de absolutización de una idea segregada de la discursividad. En tales momentos la escrupulosidad conceptual es desterrada por el pánico inducido por una imagen obsesiva. Influida por el cine, la teología política popular ha hecho del fascismo la esencia del diabolismo. Y así como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, hoy la mitomanía transforma en fascismo todo lo que le produce angustia o rechazo. La operación alquímica carece de la observación empírica de los elementos, tanto como el exorcismo de la rigurosa deducción del concepto.
El psicoanálisis asegura que el subconsciente asimila el oro a los excrementos. Quienes están poseídos por esta fijación están en peligro de enfangar todo aquello con lo que tienen contacto. Y así, de las palabras lapidarias, arrojadas escondiendo la mano, salen las piedras con las que otros ejercen la violencia física. Arbolados por el poder mítico del lenguaje, los ángeles vengadores se anticipan a la violencia figurada convirtiéndose en su imagen simétrica. Todas las revoluciones comienzan con el delirio de las palabras y el Apocalipsis es muy claro sobre la educación gradual de los ángeles de la ira divina: “Entonces fueron desatados los cuatro ángeles que estaban preparados para tal hora y tal día de tal mes y tal año, para que mataran la tercera parte de los hombres”. En lo tocante a la violencia política, inspirada para la hora, el día, el mes y el año del Señor de 2025, que lance la primera piedra quien esté libre de culpa.
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