Hemeroteca: ¡Adiós España!


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Salvador Cardús i Ros

¡Hasta luego, España!

Avui

El excelente documental de Dolors Genovés en TV3, ¡Adiós España! (¿Quien volverá a decir que la independencia no interesa a los catalanes, con una audiencia de casi 750.000 espectadores?), He rememorado la Oda a Catalunya que Joan Maragall escribió en 1898, en plena crisis por el desastre colonial: «Demasiado pensabas – en tu honor / y demasiado poco en tu vida: / trágica llevabas – a muerte a los hijos, / te satisfacían – con honras mortales, / y eran tus fiestas – los funerales, / oh triste España». Ahora no una derrota militar sino un fracaso económico y de país, también, ahoga a una triste España que ha tenido que ser derrotada por Europa por haberse empeñado demasiado en su honor y no haber escuchado a tiempo su (mal) vivir económico. Un texto poético, pues, de una profundidad histórica clarividente y, ciento doce años más tarde, de una actualidad política abrumadora.

Menos conocido, pero no menos pertinente para los tiempos que corren, es un escrito del propio Joan Maragall de 1895 que nunca había dado a publicar y que recoge su Obra completa, Con el título «La independencia de Cataluña». El escrito comienza: «El pensamiento español está muerto. No quiero decir que no haya españoles que piensen, sino que el centro intelectual de España ya no tiene ninguna significación ni eficacia actual dentro del movimiento general de ideas del mundo civilizado. Por eso, nosotros que tenemos corazón para seguir dentro de este movimiento general, tenemos que creer llegada a España la hora del sálvese quien pueda, Y debemos deshacernos bien rápido de todo tipo de vínculo con una cosa muerta». Maragall, en su texto, se dirige a la intelectualidad catalana y advierte de los peligros de los halagos de Madrid a los artistas y escritores, a los que intenta seducir aprovechando sus posibles desengaños en la tierra propia. El poeta advierte que «en esta sugestión hay un gran peligro para nuestra independencia intelectual».

No creo que la situación actual sea comparable a la descrita por Maragall en el plano intelectual, artístico o científico. Pero sí lo es en el terreno político. Para los catalanes, la política española está muerta, en el sentido de que no es capaz ni de escuchar las propuestas que se hacen desde aquí, ni de ofrecer nada que nos pueda seducir. Y una política que ni habla ni escucha, que no dialoga, está muerta. Pero ante esta constatación que ya comparte casi todo el mundo, vuelve a haber la misma tentación que denunciaba Maragall hace más de cien años: «Otros dirán: «Enviémosles libros y cuadros, invadámosles, dominémoslos, démosles nuestra sangre, y nosotros seremos España». Esto es una ilusión todavía más peligrosa: hoy por hoy no somos lo suficientemente fuertes como para invadir nada, ni para dominar nada, nosotros no seremos nunca la España intelectual porque en esta España actualmente muerta queda una fuerte tradición literaria y artística que en vez de dominarla, nos dominaría a nosotros».

En el plano político, ahora también, hay quien piensa que la salida a los problemas políticos de Cataluña es «dominar España», «ser España». O, al menos, es lo que entendí que proponía este domingo pasado el amigo Ferran Mascarell en este mismo periódico, con su «Deconstruir el Estado». Para Mascarell -y estoy absolutamente de acuerdo-, «en Madrid hay una ofensiva intelectual, política y mediática contra el modelo autonómico del 78», el Estado español actual es «ineficiente y unitarista, contrario a los intereses de los catalanes y de España». Ahora bien, ante esto -y aquí discrepamos de fondo- Mascarell encuentra que «no es hora de decir un adiós simbólico y metafórico a España», sino que los catalanes deberíamos imponer el objetivo político de deconstruir el Estado español y de reconstruirlo para hacer una España democrática y plural donde, entonces sí, «tal vez, [el pueblo catalán] podrá construir el autogobierno independiente».

Debo decir que me reconforta coincidir, desde la modestia de mi posición y perspectiva, con el diagnóstico bien fundamentado por la dilatada experiencia política y la sabia mirada de historiador Ferran Mascarell. Pero, en cambio, y de momento, discrepamos en la terapia. Yo soy, por decirlo así, maragalliano. Me parece una empresa inútil deconstruir el Estado para rehacerlo a una medida que nos sea cómoda, además de ser una trampa de la que no saldríamos nacionalmente vivos. Si a menudo, con toda la razón del mundo, nos piden a los que queremos la independencia de Cataluña que precisemos cómo hay que llegar y no nos es fácil decirlo, compare esto con la dificultad de imaginar qué estrategia nos podría llevar, con éxito, a deconstruir y reconstruir el Estado español según un proyecto que arrastra ciento cincuenta años de fracasos. ¿No es la propuesta de Mascarell una invitación a un nuevo fracaso histórico de los catalanes, que volveríamos a poner la esperanza del remedio de nuestros males en que un día España se acomodara a nuestra voluntad? ¿Y todo esto, para decirles que una vez deconstruidos y reconstruidos, aún, nos reservábamos la posibilidad, «tal vez», de un autogobierno independiente?

No se me ha escapado que el término clave que explica este camino tan incierto y lleno de curvas que propone Mascarell es el de la «unidad civil del pueblo catalán» que el historiador piensa que, hoy por hoy, no existe y sin el cual cree que no se puede conseguir la independencia. Cuando ya son pocos los catalanes que confían en un futuro de plenitud nacional dentro de esta España, es cierto que el último -y a veces el único- argumento que queda para dudar de la oportunidad de un proceso de independencia es el de la cohesión de los catalanes. Y a fe de Dios que es un buen desafío que necesita respuesta. Es por ello que propongo tres consideraciones. Primera: reconozcamos que si treinta años de autonomía política prudente y de toda la inteligencia de todos los partidos políticos catalanes no han conseguido todavía esa unidad civil de los catalanes, entonces es que quizás lo que precisamente impide su construcción es el baño maria político en el que la hemos tenido, por miedo o por conveniencia. Segunda: no es aceptable que se anteponga la unidad civil al único principio sobre el que debe legitimar la independencia, que es el de la existencia de una sólida mayoría democrática. Y tercera consideración: ¿por qué no podemos pensar que es el proyecto de construir un país independiente, justo y próspero, emancipado y libre, lo que conseguirá más fácilmente la unidad civil de los catalanes, más que las aventuras de deconstrucción y reconstrucción de España?

Es por todo ello que, en mi idea de independencia, el objetivo no es el maragalliano «¡Adios, España!», sino un más osado «¡Hasta luego, España!», confiado como estoy que sólo desde el reconocimiento de una misma dignidad nacional un día Cataluña y España se reencontrarán y podrán emprender entonces nuevas aventuras realmente fraternales.

 

Alfred Bosch

Hola, España

Avui

 

Cuando seamos independientes, ¿con quienes nos compararemos? La pregunta viene a cuento porque el otro día, siguiendo el magnífico documental de TV3 «Adiós, España», me encontré, como tantos espectadores, comparando la sociedad que me rodea con las realidades de países remotos. Bueno, perdón, distantes en Cataluña pero calcados en una nota destacada, la ausencia de un Estado propio. Lo que, sin duda, justifica el reportaje.

Con todo, aparte de esta condición compartida, me costó sentirme próximo a los groenlandeses, quebequeses o escoceses. Los paisajes de cielos de plomo, prados a media luz, bosques lánguidos y océanos infinitos se me hacían extraños del todo. El hablar pausado y un punto gutural de los entrevistados tampoco ayudaba. Y resulta que los que son nuestros compañeros de viaje naturales, en este extraño club de los cinco, o de los siete secretos, que marca la nómina de los países candidatos a la libertad. Los mismos de siempre, los del reportaje y añade, por huelga, una pizca de Flandes, de Euskadi o de Gales …

Desengañémonos; entre los objetivos más nobles de la independencia se podría contar el desembarazarnos de ciertos compañeros de viaje con playas impracticables y vinos indigeribles. La lata ya empezó en los noventa, con Lituania, Kosovo o Eslovaquia. ¿Que nos unía? Nada más que la independencia. Y una vez tengamos un sillón en la ONU, ¿qué relación nos espera con Edimburgo, la ciudad de Quebec o Nuuk? ¿Con una gente que tiene idiomas de ortografía ilegible, que se empeñan en hablar un inglés improbable o un francés imposible?

Difícilmente conseguiremos estirar y arrastrar este país nuestro hacia latitudes de fiordos e icebergs, o sea que después de la independencia nos tendremos que relacionar con quien toca. Para hacerlo de forma mucho mejor, naturalmente, en pie de igualdad y como mayores de edad, pero con franceses, italianos, portugueses y también, sí, también con españoles. Dejadme que lo diga «claro y catalán»: con quien realmente tenemos que aspirar a compararnos es con España. Una vez emancipados, es con quien más tendremos que contrastar, dialogar, intercambiar, comerciar y llegar a acuerdos, por ejemplo a la hora suprema y feliz de votar los respectivos cantantes de Eurovisión. No nos ayudarán los inuits. España y Cataluña tendrán que relacionarse a toda costa.

Y cuando las dos se encuentren por la calle, Se mirarán y se dirán: «Hola, España, maja, caramba, te encuentro más delgada, ¿qué?, ¿no comes suficiente?», Seguido de un «No, Cataluña, reina, es que ahora me obligan a hacer régimen para afrontar la crisis»… «Pues niña, te prueba». Y un «Oye, ¿cuándo saldremos juntas de compras?», Para acabar con un «Cuando quieras, pero a medias, que ahora ya no mezclamos cuentas.» Y tan amigas.