Vuelta a lo mismo
Paul Krugman
Hace ocho años, Ben Bernanke, que ya era gobernador de la Reserva Federal aunque todavía no era presidente, habló en una conferencia en honor de Milton Friedman. Cerró su charla haciendo referencia a la famosa afirmación de Friedman sobre que la Reserva era responsable de la Gran Depresión porque no fue capaz de hacer lo que era necesario hacer para salvar la economía.
Es verdad que las cosas no están tan mal como lo estaban en el peor momento de la Depresión. Pero eso no es gran cosa. Y, como en los años treinta, cada vez que se propone algo para mejorar la situación se desata una tormenta de oposición y críticas. En consecuencia, cuando la política definitiva ve la luz, está tan sumamente aguada que su fracaso está casi garantizado.
Ya hemos visto que sucedía lo mismo con la política fiscal: por miedo a la oposición en el Congreso, la Administración de Obama presentó un plan inadecuado para luego terminar viendo que el plan se debilitaba aún más en el Senado. Al final, el reducido aumento del gasto federal se vio compensado en la práctica por los recortes a escala estatal y local, por lo que no hubo un verdadero estímulo de la economía.
Ahora está pasando lo mismo con la política monetaria. Los argumentos a favor de una política más expansiva por parte de la Reserva Federal son aplastantes. El paro es desastrosamente alto, mientras que los datos de la inflación en EE UU durante los últimos años coinciden casi a la perfección con las etapas iniciales de la imparable caída de Japón en la deflación corrosiva.
Desgraciadamente, ya no se puede recurrir a la política monetaria convencional: los tipos de interés a corto plazo, que suelen ser el blanco de la Reserva Federal, ya están cercanos a cero. Por eso la Reserva ha cambiado su política habitual de comprar solo deuda a corto plazo y ahora está comprando deuda a largo plazo, una política generalmente conocida como “relajación cuantitativa”. (¿Por qué? Mejor no preguntar).
Esta medida no tiene nada de descabellada. Como Bernanke trataba de explicar recientemente, “esto no es más que política monetaria”. Y añadía: “Funcionará o no del mismo modo que funcionan las políticas monetarias habituales, ordinarias y más convencionales”.
Pero el comité del dolor -la expresión que uso para referirme a quienes se han opuesto a todos los intentos de liberarnos de nuestra trampa económica- se está volviendo loco.
Esta vez, gran parte del barullo proviene de los Gobiernos extranjeros, muchos de los cuales se quejan ruidosamente de que las medidas de la Reserva Federal han debilitado el dólar. Todo lo que puedo decir sobre este tipo de críticas es que la hipocresía es tan palpable que se podría cortar con un cuchillo.
Después de todo, ahí tienen a China, que está manipulando la divisa a una escala que no tiene precedentes en la historia mundial (y perjudicando al resto del mundo al hacerlo), atacando a EE UU por tratar de poner orden en su propia casa. Ahí tienen a Alemania, cuya economía se mantiene a flote gracias a un enorme superávit comercial, criticando a EE UU por tener déficits comerciales (y luego arremetiendo contra una política que, al debilitar el dólar, realmente podría hacer algo para reducir dichos déficits).
Desde un punto de vista práctico, sin embargo, estas críticas extranjeras no importan demasiado. El auténtico daño lo están infligiendo nuestros inflacionistas nacionales, las personas que, a cada paso de nuestra marcha hacia una deflación similar a la japonesa, nos han estado advirtiendo sobre la inflación descontrolada que había a la vuelta de la esquina. Lo están haciendo otra vez, y puede que ya hayan logrado mutilar la nueva política de la Reserva Federal.
Porque el gran problema de la relajación cuantitativa no es que vaya a hacer demasiado, sino que consiga demasiado poco. Los cálculos razonables indican que es improbable que la nueva política de la Reserva reduzca los tipos de interés lo suficiente para hacer algo más que una pequeña mella en el paro. El único modo en que la Reserva podría conseguir algo más sería modificando las expectativas; concretamente, haciendo creer a la gente que vamos a tener una inflación ligeramente superior a la normal durante los próximos años, lo cual reduciría los incentivos para aferrarse al dinero.
La idea de que una inflación más alta podría ayudar no es descabellada la han planteado muchos economistas, algunos presidentes regionales de la Reserva Federal y el Fondo Monetario Internacional. Pero en las mismas declaraciones en las que defendía su nueva política, Bernanke -tratando claramente de apaciguar a los inflacionistas- prometía no cambiar el objetivo de precios de la Reserva: “He descartado cualquier idea de tratar de aumentar la inflación hasta un nivel superior al normal con el fin de que tenga un efecto en la economía”.
Y con eso se esfuma la mayor esperanza de que el plan de la Reserva pueda funcionar realmente.
Mírenlo de esta forma: Bernanke está recibiendo el tratamiento de Obama, y dando la respuesta de Obama. Se está enfrentando a una oposición intensa y visceral por sus esfuerzos para rescatar la economía. Y para intentar silenciar esas críticas está reduciendo la escala de sus planes de tal modo que quedará garantizado que fracasen.
Y los casi 15 millones de trabajadores estadounidenses en paro, la mitad de los cuales llevan sin trabajo 21 semanas o más, pagarán el precio, mientras la recesión se prolonga indefinidamente.
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de Economía 2008.
© New York Times News Service.
Traducción de News Clips.
Justicia para algunos
Joseph E. Stiglitz
El desastre de las hipotecas en EE UU ha planteado cuestiones profundas sobre el Estado de derecho, la característica universalmente aceptada de una sociedad avanzada y civilizada. El Estado de derecho debe proteger a los débiles contra los fuertes y velar por que todos reciban un trato equitativo. En EE UU, a raíz de la crisis de las hipotecas de alto riesgo, no ha hecho ninguna de las dos cosas.
Una parte del Estado de derecho es la seguridad de los derechos de propiedad: si debes dinero por tu casa, por ejemplo, el banco no puede quitártela, sencillamente, sin seguir el procedimiento legal prescrito, pero en las últimas semanas y meses los estadounidenses han visto varios casos en los que ha habido personas a quienes se ha desposeído de sus casas pese a que no tenían deudas.
Para algunos bancos, se trata simplemente de daños colaterales: millones de estadounidenses -además de los cuatro millones, aproximadamente, de 2008 y 2009- van a ser desahuciados de sus casas. De hecho, el ritmo de órdenes judiciales de desahucio irá en aumento… de no ser por la intervención gubernamental. Sin embargo, los atajos de procedimiento, la documentación incompleta y el fraude desenfrenado que acompañó las prisas de los bancos para dar millones de créditos de dudoso cobro durante la burbuja inmobiliaria han complicado el proceso de limpieza del embrollo posterior.
Para muchos banqueros, se trata de simples detalles que se deben pasar por alto. La mayoría de las personas desahuciadas no han pagado sus hipotecas, y en la mayoría de los casos las reclamaciones de quienes están expulsándolos de ellas eran legítimas, pero los estadounidenses no deben creer en la justicia por término medio. No decimos que la mayoría de las personas condenadas a cadena perpetua cometieron un delito merecedor de esa sentencia. El sistema judicial de EE UU exige algo más y hemos impuesto salvaguardias procesales para satisfacer esa exigencia.
Pero los bancos quieren saltarse dichas salvaguardias procesales y no se les debe permitir.
Para algunos, todo esto recuerda a lo sucedido en Rusia, donde se utilizó el Estado de derecho -la legislación sobre quiebras en particular- como mecanismo legal para sustituir un grupo de propietarios por otro. Se compró a los tribunales, se falsificaron documentos y el proceso se desarrolló sin contratiempos.
En EE UU la venalidad está en un nivel superior. No es a jueces particulares a los que se compra, sino las leyes mismas, mediante contribuciones a las campañas y haciendo lobby, en lo que ha llegado a denominarse “corrupción al estilo americano”.
Se sabía de forma generalizada que bancos y compañías hipotecarias estaban utilizando métodos predatorios de préstamo, aprovechándose de los menos instruidos y financieramente menos informados, para conceder créditos que aumentaban al máximo las cuotas e imponían riesgos enormes a los prestatarios. (Para ser justos, hemos de decir que los bancos intentaron aprovecharse también de los financieramente más expertos, como con los valores creados por Goldman Sachs y condenados a la quiebra), pero los bancos recurrieron a toda su capacidad de influencia para impedir a los Estados la promulgación de leyes que pusieran coto al préstamo predatorio.
Cuando resultó claro que había quienes no podían pagar lo que debían, las reglas del juego cambiaron. Se modificó la legislación sobre quiebras para introducir un sistema de “servidumbre parcial”. Una persona que tuviera deudas equivalentes al 100% de sus ingresos, pongamos por caso, podía ser obligada a entregar al banco el 25% de sus ingresos brutos, antes de impuestos, durante el resto de su vida, porque el banco podía añadir el 30% de interés, pongamos por caso, todos los años a lo que la persona debía. Al final, el titular de una hipoteca debería mucho más de lo que el banco recibiría jamás, aun cuando el deudor hubiese trabajado, en realidad, una cuarta parte del tiempo para el banco.
Cuando se aprobó esa nueva legislación sobre quiebras, nadie se quejó de que afectara al carácter sacrosanto de los contratos: en el momento en que los prestatarios contrajeron su deuda, una legislación más humana -y económicamente racional- sobre quiebras les ofrecía la oportunidad de comenzar de nuevo, en caso de que la carga del pago de la deuda llegara a ser demasiado onerosa.
Ese conocimiento debería haber brindado incentivos a los prestadores para conceder préstamos solo a quienes pudieran pagarlos, pero tal vez los prestadores supieran que, con el control del Gobierno por parte de los republicanos, podrían conceder préstamos de dudoso cobro y después cambiar la legislación para poder exprimir a los pobres.
Como una cuarta parte de las hipotecas de EE UU -las que representan una deuda mayor que el valor de la casa- se han ido a pique, cada vez hay un consenso mayor en cuanto a que la única forma de abordar semejante embrollo es amortizar el valor del principal (lo que se debe). EE UU tiene un procedimiento especial para las quiebras empresariales, denominado “capítulo 11?, que permite una reestructuración rápida mediante la amortización de la deuda y la conversión de parte de ella en capital social.
Es importante mantener vivas y en funcionamiento las empresas para preservar los puestos de trabajo y el crecimiento, pero también es importante mantener intactas las familias y las comunidades. Así, pues, EE UU necesita un “capítulo 11 de propietarios de casas”.
Los prestadores se quejan de que semejante legislación violaría sus derechos de propiedad, pero casi todos los cambios de legislación y reglamentación benefician a algunos a costa de otros. Cuando se aprobó la legislación sobre quiebras en 2005, los prestadores fueron los beneficiarios y no se preocuparon por cómo afectaba a los derechos de los deudores.
Una desigualdad en aumento, combinada con un sistema defectuoso de financiación de las campañas, corre el riesgo de convertir el sistema legal de EE UU en una parodia de la justicia. Algunos pueden seguir llamándolo “Estado de derecho”, pero no protegería a los débiles contra los fuertes. Más bien permitiría a los poderosos explotar a los débiles.
En los EE UU actuales se está sustituyendo la orgullosa proclamación de “justicia para todos” por la más modesta de “justicia para quienes puedan permitírsela”. Y el número de personas que pueden permitírsela está disminuyendo rápidamente.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001, es profesor de la Universidad de Columbia.
© Project Syndicate, 2010.
Traducción de Carlos Manzano.
Nuevas reglas para el dinero especulativo
Nouriel Roubini
Los retos de la cumbre del g-20
Los flujos de capital hacia las economías de los mercados emergentes han sido una carrusel con grandes altibajos durante décadas. El año pasado, el mundo fue testigo de otro auge, con un tsunami de capital, carteras de acciones e inversiones de renta fija que invadió a los países de los mercados emergentes que, según lo percibido, tenían sólidos fundamentos macroeconómicos, de política y financieros. Estas inyecciones de capital están impulsadas, en parte, por factores cíclicos a corto plazo (diferenciales de tipos de interés y un muro de liquidez en busca de activos que arrojen mayores rendimientos, ya que la política de tipos cero y de expansión cuantitiva [quantitative easing] reducen las oportunidades en las economías avanzadas rezagadas). Pero también entran en juego factores seculares a largo plazo. Estos incluyen los diferenciales de crecimiento a largo plazo de los mercados emergentes en relación a las economías avanzadas; la mayor voluntad por parte de los inversores a diversificarse más allá de sus mercados internos; y la expectativa de una apreciación nominal y real a largo plazo de las monedas de los mercados emergentes.
En vista de todo esto, la cuestión política más importante en los mercados emergentes hoy es cómo responder a la llegada de capital que inevitablemente harán aumentar sus tipos de cambio y pondrán en riesgo el crecimiento liderado por las exportaciones. La primera opción es no hacer nada y permitir que se aprecie la moneda. Esta puede ser la respuesta correcta si los ingresos de capital y la presión alcista sobre el tipo de cambio son impulsados por factores fundamentales (un excedente en la balanza por cuenta corriente, una moneda infravalorada, un diferencial de crecimiento importante y persistente).
Modas pasajeras
Pero, en muchos casos, los ingresos de capital son impulsados por factores a corto plazo, modas pasajeras y una exuberancia irracional, que puede conducir a una moneda sobrevaluada, al desplazamiento de sectores exportadores no tradicionales o de sectores que compiten con las importaciones, a una pérdida de competitividad y, llegado el caso, a un déficit por cuenta corriente importante y, por lo tanto, mayores limitaciones externas sobre el crecimiento.
Este problema se ve exacerbado por el hecho de que el mayor exportador del mundo, China, está interviniendo agresivamente para minimizar cualquier apreciación del renminbi. Si China no permite que se fortalezca el renminbi, otros mercados emergentes seguirán mostrándose cautelosos a la hora de dejar que sus monedas se aprecien demasiado y perder competitividad. Si permitir que una moneda se aprecie libremente resulta costoso, la segunda opción es una intervención del tipo de cambio no esterilizada. Esto es efectivo si se quiere frenar la presión alcista sobre los tipos de interés, pero le da de comer a la bestia: exacerba el sobrecalentamiento en los mercados emergentes que ya tienen un crecimiento rápido, causando inflación y generando un crecimiento excesivo del crédito, que puede alimentar burbujas de activos peligrosas. La tercera opción es una intervención esterilizada. Evita el crecimiento monetario y del crédito, pero, al mantener altos los diferenciales de los tipos de interés, la intervención esterilizada alimenta los ingresos de capital por carry-trade, contribuyendo así al problema que se supone debe solucionar.
La cuarta opción es imponer controles sobre los ingresos de capital (o liberar los controles sobre los flujos hacia el exterior). Dejando de lado la cuestión de si estos controles son “permeables” o no, la evidencia sugiere que los controles sobre los ingresos de capital de “dinero especulativo” a corto plazo no afectan a la cantidad general de flujos de capital. En consecuencia, estos controles no son efectivos a la hora de reducir la presión cíclica a corto plazo para que se aprecie la moneda. La quinta opción es ajustar la política fiscal y reducir los déficits presupuestarios con el objetivo de reducir los altos tipos de interés que impulsan los ingresos de capital. Pero una política fiscal más sólida podría derivar en ingresos de capital aún mayores, ya que la balanza de pagos y la perspectiva de riesgo soberano del país mejoran.
Una sexta opción -especialmente cuando un país ha llevado a cabo una intervención parcialmente esterilizada para impedir una apreciación excesiva de la moneda- es reducir el riesgo de burbujas de crédito y de activos, imponiendo una supervisión prudencial del sistema financiero. Esto debería apuntar a restringir el crecimiento excesivo del crédito, que de otra manera causaría el crecimiento monetario que sigue a la intervención monetaria. Sin embargo, los controles directos sobre el crecimiento del crédito, si bien son necesarios, muchas veces son permeables y no muy vinculantes en la práctica. La opción final es una intervención esterilizada generalizada, a gran escala y permanente -o, un equivalente, el uso de fondos soberanos u otros mecanismos de estabilización fiscal- para acumular los activos extranjeros necesarios para compensar los efectos sobre el valor de la moneda generados por los ingresos de capital a largo plazo. El argumento para esta opción es que los factores seculares a largo plazo son impulsores importantes de los ingresos de capital, ya que los inversores de las economías avanzadas descubren que no tienen suficientes activos de mercados emergentes y reducen el “sesgo nacional” de sus carteras.
Demanda limitada
La intervención esterilizada normalmente no funciona: si los activos en economías avanzadas y en mercados emergentes se mantienen perfectamente conmutables, los ingresos de capital seguirán mientras persistan los diferenciales de tipos de interés. Pero la demanda de activos de mercados emergentes no es ni infinita, ni perfectamente conmutable en relación a los activos de economías avanzadas -aún con determinados diferenciales de tipos de interés-, porque estos activos tienen una liquidez y un riesgo de crédito muy diferentes. Esto significa que, en algún punto, una intervención del tipo de cambio esterilizada a gran escala y persistente -que representa varios puntos porcentuales del PIB- satisfaría la demanda adicional de activos de mercados emergentes y frenaría los ingresos de capital, aunque persistan los diferenciales de tipos de interés.
Como la esterilización induce a la emisión de activos domésticos, el deseo de diversificación de los inversores globales se cumpliría sin causar una apreciación excesiva de la moneda, con todo su daño colateral, en los mercados emergentes. Por supuesto, la apreciación de la moneda no debería impedirse por completo. Cuando existe una justificación basada en fundamentos económicos, debería permitirse que el tipo de cambio aumente gradualmente. Pero cuando la apreciación de la moneda está impulsada por ingresos de capital que representan las preferencias de diversificación de activos de los inversores de las economías avanzadas, puede y debe resistirse.
Nouriel Roubini. Profesor de Economía en la Stern School of Business de Nueva York y presidente de Roubini Global Economics.