Crucero por los Grandes Lagos
Marc Bassets
Una de las cualidades de Bill Kristol, director del semanario The Weekly Standard y figura central del neoconservadurismo en Estados Unidos, es su sentido del humor. «Vamos a hacer un crucero por los Grandes Lagos», anunció el viernes en un almuerzo-coloquio en Washington.
Kristol hablaba de los posibles candidatos del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de 2012. El público se rió. La broma era una alusión a un crucero por Alaska que The Weekly Standard organizó para sus lectores en el verano de 2007.
Aprovechando el crucero, Kristol y su número dos, Fred Barnes, se reunieron con la gobernadora de Alaska, una política desconocida fuera de su estado que se llamaba Sarah Palin. Kristol y Barnes quedaron prendados. Cuando regresaron a Washington empezaron a promocionarla.
Quizá la influencia de Kristol y Barnes se exagere, pero el resultado es conocido. Poco a poco aquella gobernadora desconocida adquirió fama en los círculos conservadores, el candidato republicano John McCain la eligió para ser su vicepresidenta, McCain y Palin perdieron, pero Palin se convirtió en una estrella mediática, y en una de las líderes del movimiento sin líderes que es el Tea Party. Algunos ya la ven como la frontrunner –la favorita– para las primarias que designarán al candidato republicano contra Barack Obama.
Ahora Kristol dice que quiere hacer un crucero por los Grandes Lagos (en realidad el próximo crucero de The Weekly Standard tendrá lugar en mayo y pasará por Barcelona; el pasado verano Kristol ya pasó por Barcelona con otro crucero, y asegura que entonces no vio a ningún político ni figura pública, ni descubrió a un o una Palin catalana: se limitó a visitar durante unas horas los museos de rigor y regresó al barco).
La broma de los Grandes Lagos indica que es los estados de esta región donde puede buscarse al próximo candidato a presidente del Partido Republicano. En el coloquio con Kristol y otros conservadores apareció reiteradamente el nombre de Paul Ryan, congresista de Wisconsin y autor del plan económico alternativo al de Obama más articulado.
Estos días, las conversaciones políticas en Washington desembocan todas en 2012, en las presidenciales de 2012. Entre los republicanos aún no se ha declarado ningún candidato, pero se da por hecho que Mitt Romney lo será y Sarah Palin es la otra candidata que más suena. No son los únicos; la lista es larga.
Byron York, columnista de The Washington Examiner, cree que en el bando republicano «hay unas ganas extremas de que llegue alguien nuevo y les salve». Romney, prosiguió, nunca logrará hacerse querer por la base conservadora. Es demasiado distante, tecnócrata (y es mormón y, además, cuando era gobernador de Massachusetts, aprobó una reforma sanitaria similar a la muy denostada reforma de Barack Obama). Y Palin es una figura que divide.
A Fred Barnes, de The Weekly Standard, le gustaría una candidatura con Jeb Bush para presidente y Chris Christie, gobernador de Nueva Jersey, como vicepresidente. «Sería un ticket ganador», dijo, pero añadió que ninguno de los dos desea presentarse. Y está por ver si Estados Unidos podría digerir a un tercer Bush.
En el almuerzo-coloquio, organizado por The Weekly Standard y The Washington Examiner, un tabloide de orientación conservadora, surgió la pregunta sobre si emergerá un tercer partido en 2012, un candidato centrista que divida el voto y pueda acabar dando la victoria a los republicanos. También surgió la pregunta sobre si Obama, como le sucedió a Jimmy Carter, un presidente con el que suele comparársele, deberá superar unas primarias demócratas para volver a ser candidato a la presidencia.
No es habitual que un presidente se someta a unas primarias, su autoridad suele ser incuestionada. Pero la derrota del martes puede propiciar divisiones en el Partido Demócrata. De momento, los demócratas centristas –muchos de los cuales han quedado desalojados del Congreso– no han callado sus críticas a Obama, acusado de haberse dispersado con iniciativas como la reforma sanitaria en vez de centrarse en la economía.
Sin embargo el desafío en unas primarias, según Michael Barone, uno de los periodistas políticos más respetados de la ciudad, podría venir de la izquierda antibelicista. A fin de cuentas, el Nobel de la paz sigue manteniendo decenas de miles de soldados en Iraq, ha triplicado la presencia militar en Afganistán y en contra de lo prometido no ha cerrado Guantánamo.
¿Nombres? Barone advierte que todavía ve improbable que algún demócrata se enfrente al presidente, pero también da a entender que cada vez lo ve menos improbable. Y cita a Howard Dean, ex gobernador de Vermont y candidato en las primarias de 2004. En aquella campaña Dean se erigió en el candidato de la izquierda contraria a la guerra de Iraq. El entusiasmo juvenil que despertó y el uso de internet prefiguraron, a una escala menor, la campaña de Obama en 2008. Después, como jefe del Comité Nacional Demócrata, Dean tuvo un papel destacado en la estrategia del Partido Demócrata para recuperar el Congreso. La Administración Obama, sin embargo, le ha hecho poco caso.
¿Significa esto que los conservadores dan por acabado a Obama? Ni mucho menos. Es llamativa la prudencia con la que la derecha de EE.UU. se ha tomado una victoria que, por sus dimensiones, es insual. Pero los conservadores saben que el presidente podrá vetar las leyes que impulse una oposición que, a partir de enero, cuando se constituya el nuevo Congreso, tendrá el control de la Cámara de Representantes. Y una posibilidad es que en los próximos dos años se escenifique un baile en el que republicanos y demócratas se acusen de bloquear cualquier legislación de calado, y que Washington se paralice.
Los conservadores también son conscientes de que la mayoría que los votantes les han otorgado es provisional, que Obama es un magnífico político en campaña, que la base que en 2008 le llevó a la Casa Blanca esta vez se ha desmovilizado pero que en 2012 puede volver a apoyarle. Saben, como dijo Michael Barone, que «los americanos suelen concederle al que está en cargo el beneficio de la duda». Y añadió una nota interesante: «No veo el mismo odio [hacia Obama] que el odio que había hacia Bill Clinton y hacia George W. Bush».
La memoria a veces es corta, pero a Clinton -ahora idealizado por los conservadores- llegaron a mezclarlo con corruptelas de todo tipo y el Congreso intentó destitituirlo. Hillary Clinton habló entonces de «una vasta conspiración de derechas».
Curiosamente, en las primarias demócratas de 2008 uno de los argumentos de Obama contra su rival de entonces, Hillary Clinton, era que los Clinton y Hillary era demasiado polarizadores, dividían el país, y que de ser ella la candidata a las presidenciales la derecha la atacaría con furia. Obama, en cambio, era el candidato pospartidista que uniría el país, inmune ante la «vasta conspiración de derechas»
En su tono jocoso habitual, Bill Kristol abundó al concluir el acto en la comparación entre Barack Obama y Bill Clinton, un presidente que intentó adoptar una reforma sanitaria, pero fracasó. Obama en cambio consiguió que se adoptase, pero el coste en las urnas de esta ley que divide el país ha sido elevado.
«Un problema que Obama tiene y Clinton no tenía -dijo Kristol- es que la reforma sanitaria de Obama sí se adoptó». El éxito del presidente ha sido su condena.
El galimatías del foco de atención
Paul Krugman
Los demócratas, declaraba el miércoles Evan Bayh en un artículo de opinión en The New York Times, “se excedieron al centrarse en la atención sanitaria en vez de en la creación de empleo durante una recesión grave”. Muchos otros han estado diciendo lo mismo: la idea de que el Gobierno de Obama se equivocó al no centrarse en la economía se está consolidando en la opinión pública.
Pero no tengo ni idea de qué quiere decir la gente, si es que quiere decir algo, cuando dice eso. Centrar toda la atención sobre el foco de atención es, a mi modo de ver, un acto de cobardía intelectual, ya que es una manera de criticar la trayectoria del presidente Obama sin explicar qué habrían hecho ellos de forma diferente.
Después de todo, ¿la gente que dice que Obama se tendría que haber centrado en la economía está diciendo en realidad que debería haber aplicado un paquete de estímulos mayor? ¿Está diciendo que debería haber seguido una línea más dura con los bancos? Si no es eso, ¿qué están diciendo? ¿Que debería haberse paseado frunciendo el ceño y murmurando: “Estoy centrado, estoy centrado”?
El problema de Obama no ha sido la falta de atención, sino la falta de osadía. Al inicio de su mandato optó por un plan económico que era demasiado débil. Agravó ese pecado original al pretender que todo estaba encarrilado y al adoptar la retórica de sus enemigos.
Las consecuencias de las crisis financieras importantes casi siempre son terribles: las crisis graves vienen seguidas normalmente de numerosos años de desempleo muy elevado. Y cuando Obama ocupó su cargo, EE UU acababa de sufrir su peor crisis financiera desde la década de 1930. Lo que el país necesitaba, teniendo en cuenta el gris panorama, era un plan de reactivación realmente ambicioso.
¿Podría Obama haber ofrecido realmente dicho plan? Puede que no hubiera conseguido un gran plan por medio del Congreso, o por lo menos no sin usar unas tácticas políticas extraordinarias. Sin embargo, se podría haber decantado por ser atrevido y hacer que el Plan A fuese la aprobación de un plan económico verdaderamente adecuado y que el Plan B consistiera en culpar a los republicanos de los problemas económicos si lograban bloquear dicho plan.
Pero eligió un rumbo aparentemente más seguro: un paquete de estímulos de tamaño medio que era claramente insuficiente para el cometido. Y eso no es hablar a toro pasado. A principios de 2009, muchos economistas, entre ellos un servidor, advertían más o menos frenéticamente de que las propuestas del Gobierno distaban mucho de ser lo suficientemente atrevidas.
Lo peor es que no había Plan B. A finales de 2009 ya era obvio que los agoreros tenían razón, que el programa era demasiado pequeño. Obama podría haberse dirigido al país y declarar: “Mi predecesor dejó la economía en un estado incluso peor del que nos imaginábamos y necesitamos más medidas”. Pero no lo hizo. En vez de eso, él y sus funcionarios siguieron afirmando que su plan original era el correcto, y eso dañó su credibilidad todavía más, ya que la economía seguía sin cumplir las expectativas.
Mientras tanto, las políticas y la retórica del Gobierno condescendientes con los bancos -dictadas por el miedo a dañar la confianza financiera- acabaron por desatar el enfado populista, en beneficio de unos republicanos todavía más condescendientes con los bancos. Obama acrecentó sus problemas al ceder de hecho en la discusión sobre el papel del Gobierno en una economía en crisis.
Percibí una sensación de desesperación en el primer discurso de Obama sobre el Estado de la Unión, en el que declaró que “las familias de todo el país se están apretando los cinturones y están tomando decisiones duras. El Gobierno federal debería hacer lo mismo”. Eso no solo era mala ciencia económica -en estos momentos, el Gobierno debe gastar porque el sector privado no puede o no quiere hacerlo-, sino que era una repetición literal de lo que John Boehner, el futuro portavoz del Congreso, dijo cuando atacó los estímulos originales. Si el presidente no dice lo que piensa sobre su propia filosofía económica, ¿quién lo hará?
Por tanto, en esta historia, ¿dónde encaja el foco de atención? ¿En la falta de coraje? Sí. ¿En la falta de valentía en sus propias convicciones? Sin duda. ¿En la falta de atención? No.
¿Y por qué el hecho de no abordar la asistencia sanitaria habría arrojado un resultado mejor? La gente del foco nunca lo explica.
Por supuesto, del argumento que mantiene que la reforma sanitaria fue un error se extrae lo siguiente: principalmente, que los demócratas deberían dejar de comportarse como demócratas y convertirse en republicanos light. Analicen lo que está diciendo la gente como Bayh, y ello se reduce a exigir que Obama se pase los dos años próximos muerto de vergüenza y admitiendo que los conservadores tenían razón.
Existe una alternativa: Obama puede adoptar una postura. Para empezar, sigue teniendo la capacidad de elaborar una ayuda importante para los propietarios de viviendas, un ámbito en el que su Gobierno ha perdido una oportunidad durante sus dos primeros años. Más allá de esto, el Plan B sigue disponible. Puede proponer unas medidas reales para crear empleo y ayudar a los desempleados, y poner a los republicanos en un aprieto por interponerse en el camino de la ayuda que necesitan los estadounidenses.
¿Podría ser políticamente arriesgado adoptar esa postura? Sí, por supuesto. Pero la política económica de Obama ha acabado siendo un desastre político precisamente porque trató de jugar sobre seguro. Es hora de que pruebe algo distinto.
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de Economía 2008.
© New York Times News Service.
Traducción de News Clips.
Las elecciones en EU: atroces y equivocadas
Noam Chomsky
Las elecciones intermedias de Estados Unidos registran un nivel de cólera, temor y desilusión en el país como nada que pueda recordar en mi existencia. Dado que los demócratas están en el poder, ellos reciben el impacto del rechazo en torno a nuestra situación socioeconómica y política actual.
Más de la mitad de los estadunidenses de la corriente principal, según una encuesta Rasmussen del mes pasado, dijeron ver favorablemente al movimiento del Tea Party –una muestra clara del espíritu de desencanto. Las quejas son legítimas. Durante más de 30 años, los ingresos reales de la mayoría de la población se han estancado o declinado en tanto que las horas de trabajo y la inseguridad han aumentado, junto con la deuda. La riqueza se ha acumulado, pero en muy pocos bolsillos, llevando a una desigualdad sin precedentes.
Estas consecuencias surgen principalmente de la financialización de la economía desde los años 70 y el correspondiente ahuecamiento de la producción. El proceso se ve alentado por la manía de desregularización favorecida por Wall Street y es apoyado por los economistas hipnotizados por los mitos del mercado eficiente.
La gente ve que los banqueros responsables en su mayor parte de la crisis financiera y que fueron rescatados de la bancarrota por el público ahora están disfrutando de utilidades sin precedentes y de enormes bonos. En tanto, el desempleo oficial permanece en más o menos 10 por ciento. La manufactura está en niveles de la Depresión; uno de cada seis carece de empleo, y es poco probable que los buenos trabajos regresen.
Con todo derecho, la gente quiere respuestas, y no las está recibiendo salvo por parte de voces que dicen cuentos que tienen alguna relevancia interna –si usted está dispuesto a suspender su incredulidad e ingresar a su mundo de irracionalidad y engaño.
Sin embargo, ridiculizar las argucias del Tea Party es un grave error. Es mucho más apropiado comprender qué hay detrás del atractivo popular del movimiento, y preguntarnos por qué gente justamente enojada está siendo movilizada por la extrema derecha y no por el tipo de activismo constructivo que surgió en la Depresión, como el CIO (Congreso de Organizaciones Industriales, en inglés).
Ahora los que simpatizan con el Tea Party están escuchando que toda institución, gobierno, corporación y las profesiones, está podrido, y que nada funciona.
Entre el desempleo y las ejecuciones hipotecarias, los demócratas no se pueden quejar acerca de las políticas que llevaron al desastre. El presidente Ronald Reagan y sus sucesores republicanos quizá hayan sido los peores culpables, pero las políticas empezaron con el presidente Jimmy Carter y se aceleraron con el presidente Bill Clinton. Durante las elecciones presidenciales, los principales electores de Barack Obama fueron las instituciones financieras, que han conquistado un dominio notable sobre la economía desde la generación pasada. Ese incorregible radical del siglo XVIII, Adam Smith, hablando de Inglaterra, dijo que los principales arquitectos del poder eran los dueños de la sociedad –en su día, los mercaderes y los fabricantes– y ellos se aseguraban de que la política gubernamental atendiera escrupulosamente a sus intereses, por más doloroso que resultara el impacto para el pueblo inglés; y peor aún, para las víctimas de la salvaje injusticia de los europeos en el extranjero.
Una versión moderna y más sofisticada de la máxima de Smith es la teoría de las inversiones de la política del economista Thomas Ferguson, que ve las elecciones como ocasiones en las que los grupos de inversores se unen con el fin de controlar el Estado, seleccionando a los arquitectos de políticas que servirán a sus intereses.
La teoría de Ferguson resulta excelente para predecir la política a lo largo de periodos prolongados. Eso no debería sorprender a nadie. Las concentraciones de poder económico naturalmente tienden a extender su influencia sobre cualquier proceso político. En Estados Unidos, esa dinámica tiende a ser extrema.
Puede decirse, sin embargo, que los grandes protagonistas corporativos tienen una defensa válida contra acusaciones de codicia e indiferencia por la salud de la sociedad. Su tarea es maximizar las utilidades y su porcentaje del mercado; de hecho, ésa es su obligación legal. Si no cumplen con ese mandato, serán remplazados por alguien que lo cumpla. También ignoran el riesgo sistémico: la probabilidad de que sus transacciones dañarán a la economía en general. Tales externalidades no son asunto suyo –no porque sean gente mala, sino por razones institucionales.
Cuando la burbuja revienta, los que han corrido riesgos pueden huir al refugio del Estado protector. Los rescates –una especie de póliza de seguro gubernamental– son algunos de los muchos incentivos perversos que magnifican las ineficiencias del mercado.
Hay un creciente reconocimiento de que nuestro sistema financiero está operando en un ciclo del juicio final, escribieron en enero los economistas Pete Boone y Simon Johnson en el Financial Times. “Cada vez que falla, dependemos de dinero laxo y políticas fiscales para rescatarlo. Esta respuesta enseña al sector financiero: corre grandes riesgos para ser pagado abundantemente, y no te preocupes por los costos –los cubrirán los contribuyentes” mediante rescates y otros instrumentos, y el sistema financiero “es así resucitado para apostar nuevamente– y fracasar de nuevo”.
La metáfora del juicio final también se aplica fuera del mundo financiero. El Instituto Estadunidense del Petróleo, respaldado por la Cámara de Comercio y otros cabildos empresariales, ha intensificado sus esfuerzos para persuadir al público de descartar sus preocupaciones acerca del calentamiento global antropogénico –con un éxito considerable, como lo indican las encuestas. Entre los candidatos congresionales republicanos en las elecciones de 2010, prácticamente todos rechazan el calentamiento global.
Los ejecutivos detrás de la propaganda saben que el calentamiento global es real, y que nuestras perspectivas son terribles. Pero el destino de la especie es una externalidad que los ejecutivos deben pasar por alto, en la medida que el sistema de mercados prevalece. Y el público no podrá correr al rescate cuando la peor de las posibilidades se presente.
Soy apenas lo suficientemente viejo para recordar esos estremecedores y ominosos días en que Alemania descendió de la decencia a la barbarie, para citar a Fritz Stern, el distinguido académico de la historia alemana. En un artículo en 2005, Stern indica que tiene en mente el futuro de Estados Unidos cuando revisa un proceso histórico en el que el resentimiento contra un mundo secular desencantado encontró su solución en un escape extático de sin razón.
El mundo es demasiado complejo para que la historia se repita, pero hay, no obstante, lecciones que debemos recordar al registrar las consecuencias de otro ciclo electoral. No habrá escasez de tareas para quienes intentan presentar una alternativa a la furia y la equivocación mal dirigidas, ayudar a los incontables afectados y encabezar el avance hacia un futuro mejor.
Chomsky es profesor emérito de Lingüística y Filosofía en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en Cambridge, Mass.
El libro más reciente de Noam Chomsky es Hopes and Prospects
Jaque a Obama
Manuel Castells
Pero no mate. Le quedan dos años para recuperar la confianza de un electorado que había depositado en él la esperanza de superar la crisis y la guerra. Mucho depende de la lectura que Obama y los demócratas hagan de la grave derrota sufrida en las elecciones legislativas del martes. Para los contrarreformistas, muchos de ellos demócratas, sería necesario moderar la acción de gobierno, acercarse a los republicanos, reducir gasto y no subir impuestos. Pero un primer análisis de los datos de opinión de los votantes lleva a conclusiones diferentes. La reforma de la salud, que los republicanos quieren anular, divide a los ciudadanos por igual: un 39% están en contra y un 37% a favor, y sólo un 18% le ha dado importancia para determinar su voto.
Una mayoría ha votado contra el gasto público pero igualmente una mayoría quiere mantener o ampliar el Estado de bienestar, lo cual sólo es compatible aumentando impuestos, algo a lo cual también se oponen. Es decir, el voto no se ha producido a favor o en contra de un programa, sino como reacción a una crisis económica y de empleo que no acaba y como rechazo a quienes están en el poder. Y sobre la crisis económica, la gente considera que el mayor culpable es Wall Street, luego Bush y sólo en tercer lugar Obama. En medio de esta confusión política, lo que parece determinante han sido los procesos de movilización y desmovilización política que se han producido en la sociedad. Desmovilización de la base militante que llevó a Obama a la Casa Blanca, a saber, los jóvenes y las minorías étnicas. Aunque la gran mayoría de los menores de 30 años, los negros y los hispanos han seguido votando demócrata, ha bajado notablemente su participación electoral, salvo en algunos estados como California, lo que explica precisamente que en California hayan arrasado los demócratas en todas las elecciones merced al voto hispano. La desmovilización de la izquierda que apoyó a Obama procede de una cierta decepción con las tácticas conciliatorias de Obama en reformas clave. Actitud beatífica que fue inútil porque los republicanos decidieron una estrategia de oposición sistemática que les ha dado resultados. La presidencia de Obama consiguió salvar al país y al mundo de una catástrofe económica, logró aprobar la primera reforma de salud importante desde hace décadas, estableció una nueva regulación del sector financiero para prevenir la especulación destructiva que lo caracterizaba y extendió la protección del medio ambiente. Pero no consiguió iniciar suficientes programas públicos para crear empleo y se empantanó en varios temas clave, en particular en la guerra de Afganistán. Si bien se ha producido una retirada de las tropas de combate en Iraq, en Afganistán Obama ha tenido y tiene en contra a sus generales, que quieren ganar una guerra que es imposible ganar. Aunque en esta elección las guerras no han sido un tema de campaña, sí que han producido una decepción en la amplia corriente pacifista generada en torno a la candidatura de Obama. Y está por venir una crisis con el popular general Petraeus cuando a mediados del 2011 el presidente inicie la retirada de Afganistán. Y como Al Qaeda sigue en Pakistán, probablemente protegido por los sectores islámicos más radicales del ejército, la amenaza de un ataque terrorista se cierne sobre el futuro inmediato de Obama.Paralelamente a la decepción de la izquierda, se ha producido una extraordinaria activación de la derecha populista, en torno al llamado movimiento Tea Party, muchos de cuyos candidatos han sido elegidos merced a una participación electoral muy alta y a una cuidadosa estrategia dirigida por el resucitado Karl Rove, el maquiavélico estratega de Bush y la extrema derecha. Un elemento decisivo en esa movilización ha sido el apoyo financiero masivo que el Tea Party ha recibido de magnates empresariales, tales como las Koch Industries, un conglomerado multisectorial con intereses enormes en el petróleo y la química, que ha redoblado sus esfuerzos para derrotar la legislación medioambiental de Obama. Considerada una de las empresas más contaminantes, la familia Koch lleva tiempo intentando convencer a la opinión pública, en contra de toda evidencia, de que el calentamiento global no está científicamente aceptado. Los republicanos han podido gastar siete veces más que los demócratas en las elecciones porque la reciente anulación de cualquier límite a la financiación política por parte del Tribunal Supremo (en nombre de la libertad de opinión) ha dejado la puerta abierta a que, ahora sí, el imperio del dinero desvirtúe la democracia estadounidense.
Pero hay algo más: un rechazo profundo a la clase política tradicional, que jugó a favor de Obama y ahora se ha vuelto en su contra una vez asimilado al establishment.Y también se organiza en internet. La diferencia es que el rechazo que se expresó en el apoyo a Obama provenía sobre todo de jóvenes, mientras que las tropas de choque de la extrema derecha están formadas por obreros blancos del Sur y el Medio Oeste, zonas rurales o de vieja industrialización en crisis y sin perspectivas.
Ahí es donde pesca Sarah Palin, líder e icono del movimiento. Lo cual provoca el temor de los republicanos a que el movimiento se les lleve por delante (como el movimiento obamista desbordó a los Clinton) y sitúe a Palin como candidata presidencial difícilmente elegible. Aunque según como evolucione la crisis, la dinámica del enfrentamiento podría llevar a lo impensable: la elección de Sarah Palin o uno de sus congéneres con una plataforma nacionalista radical, con consecuencias dramáticas para el mundo.
Aún no estamos ahí, aún puede Obama (cuyo apoyo del 46% está al nivel de Clinton en 1994, cuando también perdió las legislativas para luego ganar fácilmente la presidencia) retomar la iniciativa, sobre todo si sus políticas empiezan a surtir efecto. De lo que ocurra estos dos años dependerá que continúe una reforma en profundidad de un gran país enfermo o que se amplíe una reacción extremista de consecuencias dramáticas para el mundo.