Hemeroteca: Egipto

Euforia, baño de sangre y caos

Robert Fisk

Página 12

Los tanques egipcios, los manifestantes sentados sobre ellos, las banderas, las 40 mil personas que lloraban y alentaban a los soldados en la Plaza de la Libertad, mientras rezaban alrededor de ellos, los Hermanos Musulmanes sentados entre los pasajeros de los tanques. ¿Se debería comparar esto con la liberación de Bucarest? Sentado sobre uno de los tanques fabricados en Estados Unidos, sólo podía recordar esas maravillosas películas sobre la liberación de París. Un par de metros más allá, la policía de seguridad de Hosni Mubarak, con sus uniformes negros, todavía les disparaba a los manifestantes que estaban cerca del Ministerio del Interior. Era una celebración de una victoria salvaje e histórica: los mismos tanques de Mubarak estaban liberando la capital de su propia dictadura.

En la pantomima del mundo de Mubarak –y de Barack Obama y de Hillary Clinton en Washington–, el hombre que aún se autoproclama presidente de Egipto realizó la más absurda elección de un vicepresidente para calmar la furia de los manifestantes. El elegido fue Omar Suleiman, el jefe de los negociadores egipcios con Israel y un antiguo agente de Inteligencia, un hombre de 75 años y con varios años de visitas a Tel Aviv y a Jerusalén así como con varios infartos que los prueban. Cómo este funcionario va a ingeniárselas para hacer frente a la rabia y el deseo de liberación de 80 millones de egipcios queda librado a la imaginación. Cuando les conté, a quienes estaban alrededor de mí en el tanque, sobre la designación de Suleiman comenzaron a reírse.

Las tropas, en ropa de fajina, riéndose y hasta aplaudiendo, no hicieron ningún intento de borrar el graffiti que la multitud había pintado sobre los tanques. “Fuera, Mubarak” y “Tu régimen está acabado, Mubarak”, aparecía en cada una de las tanquetas que recorrían las calles de El Cairo. En uno de los tanques que daban vuelta alrededor de la Plaza de la Libertad estaba uno de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Beltagi. Más temprano, había pasado cerca de un convoy de vehículos blindados que estaban apostados cerca del suburbio de Garden City mientras la gente se abría paso entre las máquinas y les llevaban naranjas a los soldados, aplaudiéndolos como patriotas egipcios. Más allá de la alocada elección del vicepresidente de Mubarak y la designación de amigotes en un gobierno sin poder, las calles de El Cairo demostraron que los líderes de los Estados Unidos y de la Unión Europea (UE) no entendieron nada. Se acabó.

Los débiles intentos de Mubarak al declarar que se debe terminar con la violencia, cuando su propia policía de seguridad fue responsable en los últimos cinco días de los actos más crueles, encendió más la furia de aquellos que pasaron 30 años bajo su sanguinaria dictadura. Prueba de ello son las sospechas de que muchos de los saqueos están siendo llevados a cabo por policías de civil, así como el asesinato de 11 hombres en un área rural hace 24 horas para destruir la integridad de los manifestantes que están tratando de sacar a Mubarak del poder. La destrucción de un importante número de centros de comunicaciones por parte de hombres con los rostros tapados, que deben haber sido coordinados de alguna forma, también levantó el alerta y surgió la idea de que los responsables serían los agentes de civil que habían golpeado a los manifestantes. Pero las quemas de comisarías en El Cairo, Alejandría y Suez así como en otras ciudades no fueron obra de los policías de civil. A última hora del viernes, multitudes de hombres jóvenes atizaron el fuego a lo largo de la autopista de Alejandría.

Infinitamente más terrible fue el vandalismo en el Museo Nacional de Egipto. Después de que la policía abandonara el lugar, los saqueadores traspasaron la puerta del edifico pintado de rojo y destruyeron estatuas faraónicas de cuatro mil años de antigüedad, momias egipcias e impresionantes botes de madera que fueron originariamente tallados para acompañar a los reyes en sus tumbas. De nuevo, debe decirse que circularon rumores de que la policía había causado estos actos vandálicos antes de haber abandonado el museo el viernes por la noche. Todo parece recordar lo del museo de Bagdad en 2003. El saqueo no fue tan grave como el de Irak pero el desastre arqueológico es peor.

Los manifestantes se reunieron anoche, en círculo, para rezar en la Plaza de la Libertad. Y también hubo promesas de venganza. Un equipo de la cadena televisiva Al Jazeera encontró un depósito de 23 cadáveres en Alejandría, aparentemente asesinados por la policía. Muchos tenían sus caras horrorosamente mutiladas. Otros once muertos fueron descubiertos en un depósito en El Cairo. Los familias, que se congregaron alrededor de sus restos ensangrentados, prometían represalias contra los policías.

El Cairo ahora cambia de la dicha a la más sombría cólera en cuestión de minutos. Ayer por la mañana, crucé el puente del río Nilo para ver las ruinas del cuartel del partido de Mubarak. Enfrente, seguía en pie un poster que promocionaba las bondades del oficialista Partido Nacional Demócrata (PND), las promesas que Mubarak no pudo cumplir en treinta años. “Todo lo que queremos es la salida de Mubarak, nuevas elecciones y nuestra libertad y honor”, me confió un psiquiatra de 30 años.

La denuncia de Mubarak de que estas manifestaciones eran parte de un “plan siniestro” está en el centro de su pedido de reconocimiento internacional. De hecho, la respuesta de Obama fue una copia exacta de todas las mentiras que Mubarak ha estado usando durante tres décadas para defender su régimen. El problema es el habitual: las líneas del poder y de la moralidad no llegan a unirse cuando los presidentes estadounidenses tienen que tratar con Medio Oriente. El liderazgo moral de los Estados Unidos desaparece cuando tienen que confrontarse los mundos árabe e israelí. Y el ejército egipcio es parte de esta ecuación. Recibe 1300 millones de dólares de ayuda estadounidense. El comandante de esa arma y un amigo personal de Mubarak, el general Mohamed Tantawi, estaba en Washington mientras la policía trataba de aplastar a los manifestantes. El final puede ser claro. La tragedia aún no terminó.

 

 

El pueblo desafía a su dictador

Robert Fisk

Público

 

Podría ser el final. Es ciertamente el principio del fin. En todo Egipto, decenas de miles de árabes hicieron frente a los gases lacrimógenos, los cañones de agua, las granadas aturdidoras y la munición real para reclamar la salida de Hosni Mubarak después de más de 30 años de dictadura.

Y mientras El Cairo se sumergía en nubes de gas lacrimógeno de miles de botes disparados contra densas multitudes por la policía antidisturbios, parecía como si su régimen se acercase a su conclusión. Ninguno de los que recorríamos ayer las calles de El Cairo sabíamos siquiera dónde estaba Mubarak. Y no hallé a nadie que le importase.

Eran valientes, en su mayoría pacíficas, esas decenas de miles de personas. La vergüenza fue el escandaloso comportamiento de los battagi -la palabra en árabe significa matones- vestidos de paisano, que apalearon, patearon y atacaron a los manifestantes, mientras los polis miraban impertérritos. Esos hombres, la mayor parte ex policías drogadictos, eran anoche el frente de batalla del Estado egipcio, los auténticos representantes de Mubarak, mientras los agentes uniformados regaban con gases a la muchedumbre.

En un momento de la noche, los botes de humo despedían chorros de gas a través de las aguas del Nilo, mientras los antidisturbios y los manifestantes se enfrentaban en los grandes puentes sobre el río. Era increíble; un pueblo alzado que ya no se resignaba a padecer la violencia y la brutalidad y la cárcel en el mayor país árabe.

Hasta los propios policías podrían estar desmoronándose. «¿Qué podemos hacer?», nos preguntó uno de los antidisturbios. «Tenemos órdenes. ¿Creen que queremos hacer esto? Este país se está yendo al garete». El Gobierno impuso el toque de queda nocturno y los manifestantes se arrodillaron ante la policía.

¿Cómo se puede describir un día que puede convertirse en una página gigantesca de la historia de Egipto? Quizá los reporteros deberíamos dejarnos de análisis y simplemente contar el relato de lo sucedido en una de las ciudades más antiguas del mundo.

«¡Mubarak, Arabia Saudí te espera!», gritaba la multitud cuando los agentes empezaron a disparar sus cañones de agua contra la gente, pese a que no se había lanzado ni una piedra. El agua rompió contra el gentío y las mangueras apuntaron directamente a Mohamed el Baradei, que se tambaleó, empapado. El político egipcio más consagrado, un premio Nobel de la Paz que ejerció como máximo inspector nuclear de la ONU, empapado como un golfillo callejero. Eso es lo que Mubarak opina de él, supongo: nada más que otro alborotador con una agenda oculta… ese es el lenguaje que el Gobierno egipcio emplea ahora.

Después, llegaron los bataggi, poniéndose al frente de los policías para atacar a los manifestantes. Blandían barras de hierro, porras policiales, palos afilados… con saña. Podrían ser procesados por graves crímenes si el régimen de Mubarak cae.

La gente debería haber sentido pánico, pero eran los policías los que se veían inquietos, agazapados como pájaros encapuchados. En el río, una joven sobre una motora agitaba un gran estandarte. Era la bandera de Egipto.