El terremoto que asoló la capital de Haití y causó más de 250.000 muertos constituye un acontecimiento global de gran importancia que asombra a una época acostumbrada a percibir ese país como el escenario donde se repite una tragedia humana escrita desde hace más de dos siglos. Sólo se comprenderán todas las lecciones del seísmo cuando la onda de choque provocada en las conciencias por ese fenómeno extraordinario haya cesado en sus efectos emocionales más intensos. Entonces podremos pensar sobre las inflexiones que pone de manifiesto la catástrofe en diferentes aspectos.
Proponemos un análisis en dos planos para considerar a un tiempo los deslizamientos puestos al descubierto por el seísmo en las relaciones internacionales y lo que revela acerca de los fundamentos de la nación haitiana, nacida de una revolución de esclavos en 1804.
Es importante recordar que la cultura haitiana es fruto de una mezcla paradójica, de una dialéctica crítica entre las raíces africanas y europeas, arraigadas en el mismo terreno pero que extraen en diferentes capas del suelo los jugos necesarios para su desarrollo. Una vez conquistada la independencia, los haitianos se vieron separados de sus orígenes, con la necesidad de un enraizamiento in situ, sin posibilidad de repliegue hacia un ambiente más clemente. La independencia no fue reconocida por ninguna de las potencias de la época, ni siquiera por las repúblicas sudamericanas a las que, sin embargo, la patria de Dessalines y Pétion había ayudado a librarse del yugo de la esclavitud y la colonización. En ausencia de apoyos, los dirigentes del país aceptaron pagar, además de la sangre derramada, una indemnización a los antiguos colonos. Ese doble pago encadenó el país al cepo del subdesarrollo, y la pauperización que siguió no perdonó a las fuerzas vivas de la nación. Empobrecido, sometido a la presión permanente de las potencias coloniales que amenazaban sin tregua con invadirlo, el país vivió en una posición de virgen asediada, intentando preservar su virtud frente a los apetitos delirantes de vecinos más poderosos, movidos por intenciones no siempre confesables.
Dos siglos más tarde, Haití sigue siendo el símbolo de una voluntad pugnaz de vivir libre y pobre en la dignidad y en el respeto debido a la sangre derramada por sus ilustres héroes. Esta misión profética de heraldo de la libertad de los pueblos oprimidos le granjea hoy ese resurgir de simpatía de los pueblos que asisten impotentes, pero no indiferentes, a su decadencia. Ahora bien, el fracaso de Haití tendría repercusiones negativas, no sólo sobre los países vecinos, pero también y sobre todo sobre la moral de los condenados de la tierra, que agradecen al país caribeño haber permanecido rebelde y vibrante de creatividad cultural. Y así hay que interpretar los deslizamientos que se producen en la percepción de la nación haitiana.
En las relaciones internacionales, ante todo, se produce un singular desplazamiento de líneas en el que se observan los elementos liminares de una nueva forma del ejercicio del poder: la intervención humanitaria unilateral, masiva, edificante. Semejante esquema está llamado a repetirse en los próximos años habida cuenta de la recurrencia de las catástrofes naturales y de la incapacidad de los países más pobres para enfrentarse a los nuevos desafíos planteados por los desbarajustes climáticos en curso. Estados Unidos ha sido tildado de exhibir una actitud arrogante, sobre todo desde Francia, por haber enviado a Haití un batallón de más de 20.000 hombres, entre los más preparados del ejército estadounidense, y por haberlos instalado frente al palacio nacional.
En realidad, el Gobierno estadounidense, preocupado por no repetir el mismo error cometido con ocasión del huracán Katrina que devastó Nueva Orleans en el 2005, reaccionó con una celeridad y una determinación que habrían parecido normales de tratarse de socorrer a civiles estadounidenses en su propio territorio. El mundo consideró que la diligencia estadounidense era excesiva, invasora, y, por lo tanto, sospechosa. A pesar de la magnitud del desastre, se alzaron en el propio Haití voces que vieron en la operación de ayuda una nueva ocupación como la de 1915. Señal de que la imagen negativa dejada por los contingentes estadounidenses en esa parte del Caribe sigue viva en la mente de todos y de que, aunque vayan pertrechados de camillas, los marines inspiran miedo.
No obstante, dejando de lado la existencia o no develeidades imperialistas por parte estadounidense, sigue en el aire la cuestión de saber a qué autoridad corresponde, de modo legítimo, socorrer a las poblaciones más desfavorecidas afectadas por todo tipo de catástrofes cuando los estados débiles, frágiles o fallidos se muestran incapaces de organizar la ayuda. ¿Debe asistir el planeta entero como espectador pasivo a su insoportable agonía a través de los medios de comunicación?
Resulta importante destacar que la República Dominicana, país que comparte la isla con Haití y con el cual las relaciones no han sido siempre armoniosas, fue el primero en acudir en socorro de los desesperados haitianos: los primeros auxilios a las víctimas, la primera visita de un jefe de Estado extranjero, llegaron de Santo Domingo. Para los dos países es la ocasión de demostrar que, más allá de las tensiones habituales entre las dos capitales, una insularidad compartida hace solidarios a ambos pueblos, para lo mejor y para lo peor.
Resulta así que socorrer a los siniestrados es un atributo del poder, que distingue a los países más grandes. La no disimulada irritación de Francia, que no pudo desembarcar en Puerto Príncipe a sus anchas a causa del control estadounidense del aeropuerto Toussaint Louverture, ilustra a la perfección la ofensa que supone la presencia estadounidense para las otras potencias. Ese apresuramiento súbito de los países amigos constituye un viraje en la percepción de Haití, visto hasta entonces como un agujero negro en la galaxia de las relaciones internacionales. Sin embargo, ilustra también que la intervención humanitaria es la ocasión para una puesta en escena del poder con medios diferentes de las armas; medios médicos y mediáticos, sin duda, pero igualmente eficaces para forjar respecto a un país una imagen de fuerza y confianza en sí mismo.
A diferencia de los territorios con un interés geográfico o económico propio que les confiere un valor estratégico claro hasta el punto de estar dispuestas las potencias a recurrir a la guerra para ser las primeras en instalarse y mantenerse en ellos, Haití no tiene nada que atraiga por su valor mercantil. El vacío creado por la inexistencia de un estado estructurado da paso a un sustituto de autoridad cuyo lugar ocupan en tiempo de crisis los países extranjeros: desde el año 2004 la fuerza de interposición de la ONU, la Minustah, compuesta por unos 9.000 hombres, garantiza la seguridad y la estabilización económica y social de Haití. Sin embargo, en el día a día, la ausencia de Estado se deja sentir cruelmente. Banco de pruebas de una nueva forma de gobernanza internacional, el país no deja de estar asistido por una escolta de expertos y especialistas que reflexionan desde hace años sobre la forma de sacarlo de la pobreza: más de 800 oenegés operan en el país, cada una con responsabilidades fragmentadas que dan una sensación de atomización del cuerpo social. Esta política desemboca con frecuencia en la disolución de las responsabilidades en una especie de parálisis mutua de los servicios dependientes de instancias de decisión diferentes que, si bien no actúan siempre contradictoriamente, sí que lo hacen a menudo sin plan ni concertación.
Ninguna de las grandes potencias alberga el deseo de instalarse de forma prolongada, pero todas han sentido la necesidad de quedar representadas. Más allá de la emoción planetaria suscitada por la magnitud de los estragos y el número de víctimas, está en juego la capacidad de un país de proyectarse en las representaciones colectivas como una nación civilizada, generosa y animada por intenciones pacíficas. Por no hablar más trivialmente de las esperanzas de repercusiones tras la catástrofe en términos de contratos de reconstrucción, equipamientos y recuperación de la economía. No cabe duda de que China, Brasil, Venezuela, Cuba e incluso Corea del Norte han querido hacerse presentes en suelo haitiano, a sólo 900 kilómetros de las costas estadounidenses, por espíritu de solidaridad con un pueblo orgulloso, pero también es un modo espectacular de recordar a los estadounidenses que no tienen el monopolio de la generosidad. No obstante, esta crisis es sobre todo la ocasión para Estados Unidos de exhibir los atributos del poder y, de modo accesorio, mostrar la utilidad civil del presupuesto militar considerablemente abultado de un Estado en guerra.
Otras inflexiones, económicas y sociales, son consecuencia de una crisis estructural más prolongada que el azar tectónico hace patente al recordar la vulnerabilidad global de la nación haitiana. Esta parece construida, como la ciudad, sobre una línea de falla social por la que se enfrentan, desde la independencia, dos lógicas antagónicas. Una insiste en querer rehabilitar las antiguas plantaciones y retomar la producción para mantener los ingresos de la primera colonia azucarera del Nuevo Mundo. La otra consiste en el aprendizaje de la libertad por parte de los descendientes de los africanos liberados al precio de una guerra que se cobró más de 100.000 víctimas: ¿qué significa ser libre, después de haber sido esclavo? ¿Cómo ganarse la vida sin alienar la propia libertad?
La reconstrucción de la capital haitiana necesita una remodelación total del ordenamiento urbano guiada por la urgencia de realojar con seguridad al mayor número de personas; pero inspirada por la voluntad de reforzar, al mismo tiempo que los muros derribados por el seísmo, los lazos sociales deteriorados por dos siglos de decadencia económica y cimarronismo social.
Vivir libres o morir
Frente a este inmenso duelo he tomado la decisión de volver a vivir en Haití tras vivir más de treinta años en Francia. Mi compromiso con la enseñanza superior en la École Normale Supérieure, como profesor, en la Agence Universitaire de la Francophonie, como director de la delegación caribeña desde abril del 2010, es tanto una respuesta personal al desamparo familiar (la casa de mi familia se derrumbó literalmente sobre mi madre, que pudo salir viva de los escombros) como una respuesta solemne a un problema que supera los simples intereses individuales.
Pertenezco a una generación que, tras sufrir los horrores de la dictadura de los Duvalier, creyó en la posibilidad de un renacer de nuestra patria. Sufrimos los sobresaltos de la democratización y los ajustes estructurales necesarios para la recuperación económica… en vano. Dos misiones de la ONU en veinte años no han logrado encarrilar de nuevo el país. ¿Significa esto que hemos perdido definitivamente el tren y que este país está condenado a seguir siendo pobre, inestable y peligroso? Quiero creer que todavía existen dentro y fuera de él personas capaces de retomar el desafío lanzado por una banda de antiguos esclavos al rostro del mundo libre y civilizado: vivir libresomorir. Este país no quiere morir; por lo tanto, tiene que asumir ahora su parte de libertad.
Es hoy esencialmente en el arte donde esta libertad es más evidente, pero el arte sólo es la expresión avanzada de una vitalidad más profunda que da fe de la resiliencia de un pueblo generoso y valiente que siempre ha dado muestras de inventiva e imaginación frente a la adversidad. Sería interesante ver aquello de lo que son capaces los haitianos cuando se reúnan las condiciones materiales, medioambientales, sociales y culturales de un esfuerzo sereno y continuado. El hecho de que Dany Laferrière y Edwige Danticat sean conocidos en el extranjero y considerados como los dos mayores escritores haitianos vivos no debe ocultar en ningún caso la extraordinaria creatividad del panorama haitiano, uno de los más activos del Caribe y que animan con cierto fervor escritores como Yanick Lahens, Frankétienne, Lyonel Trouillot o Gary Victor.
Ya se trate de la música popular de los trovadores, de la más culta para melómanos y aficionados a las canciones (con Wooly Saint-Louis, Badji), de la poesía (James Noël) o de las artes plásticas (Pasko, Pascal Smart, Mario Benjamin, Serge Jolimeau), el país no carece de talentos que no esperan la solución de la situación política o el arranque de la economía. Las exportaciones de obras de arte casi igualan ya las exportaciones de café, antaño el producto más exportado del país. Los cuadros haitianos, las esculturas de hierro recortado y los libros producidos en Haití o por haitianos residentes en el extranjero se venden a precio de oro. Si Haití fuera una caravana, sus artistas serían los portaestandartes, atravesando una época de duda que espera su edad de oro. Ojalá que sus esfuerzos no sean vanos y que un día el nombre de esta tierra se escriba con letras vivas en la memoria de las naciones agradecidas.
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TRADUCCIÓN: JUAN GABRIEL LÓPEZ GUIX